Import / export MANUEL CRUZ
La an¨¦cdota ocurri¨® hace algunos d¨ªas en un restaurante de Barcelona durante una cena con gentes del mundo de la cultura, tras la presentaci¨®n del libro La globalizaci¨®n imaginada, del antrop¨®logo argentino radicado en M¨¦xico N¨¦stor Garc¨ªa Canclini. En un momento dado, ya hacia los postres, el editor Enric Folch puso encima de la mesa una pregunta de apariencia simple pero, por lo que se vio a continuaci¨®n, endemoniadamente complicada de responder: ?a qu¨¦ se debe que determinados productos literarios traspasen con facilidad las fronteras mientras que otros, en cambio, por m¨¢s esfuerzos editoriales que se hagan, no consiguen desbordar el ¨¢mbito local en que surgieron? Como los fil¨®sofos ¨¦ramos mayor¨ªa (en rigor, minor¨ªa mayoritaria), el asunto deriv¨® de inmediato hacia nuestra especialidad. Es un dato objetivo que la filosof¨ªa espa?ola, fuera de poqu¨ªsimas excepciones, apenas se ve traducida. Pues bien, ?a qu¨¦ causa podemos, razonablemente, atribuir este hecho?Uno de los comensales, acaso un poco inc¨®modo por la pregunta, echaba la culpa de todo a la peculiar idiosincrasia de la comunidad filos¨®fica espa?ola, cuyos miembros se resisten ferozmente a reconocer los m¨¦ritos de sus pares. Seg¨²n esta interpretaci¨®n, los pensadores espa?oles, con ese rechazo cuasi psicoanal¨ªtico a citar a los compatriotas, habr¨ªan contribuido de forma decisiva a ofrecer una imagen negativa de la filosof¨ªa que se hace aqu¨ª. ?C¨®mo nos van a tomar en serio fuera -ven¨ªa a ser la sustancia del argumento- si comprueban que los propios fil¨®sofos espa?oles no encuentran en su pa¨ªs a un solo colega digno de ser mencionado?
La verdad, el argumento no me parece demasiado concluyente. Dudo mucho, por poner un ejemplo que surgi¨® durante la conversaci¨®n, que las generosas referencias que Umberto Eco dedicaba en los a?os sesenta (concretamente en Apocal¨ªpticos e integrados) a un entonces joven Gianni Vattimo hayan sido determinantes para explicar la notoriedad filos¨®fica alcanzada despu¨¦s por ¨¦ste. Adem¨¢s, y para nuestra desgracia, disponemos de rotundos contraejemplos. En alguna ¨¢rea concreta de la filosof¨ªa espa?ola s¨ª se ha impuesto de un tiempo a esta parte la costumbre -desde luego m¨¢s deseable que la anterior, siempre que no se incurra en el extremo opuesto de convertir lo que debiera ser comunidad te¨®rica en sociedad de bombos mutuos- de citar a colegas espa?oles de esa misma ¨¢rea, sin que ello haya servido en absoluto para que los citados consigan traspasar las fronteras del pa¨ªs.
Cuando regresaba a casa, algo ya tarde, paseando por la Diagonal, me vino a la cabeza el tipo de elogios con los que uno se acostumbra a encontrar cuando lee art¨ªculos o notas dedicados a ese grupo de fil¨®sofos (Jos¨¦ Luis Aranguren, Emilio Lled¨®, Josep Ferrater Mora, Manuel Sacrist¨¢n, Enrique Tierno Galv¨¢n...) que, a lo largo de los a?os sesenta y una buena porci¨®n de los setenta, contribuyeron decisivamente, con su esforzado trabajo, a que en nuestras universidades se empezara a pensar de otra manera, alejada por fin del casposo tomismo dominante durante casi todo el franquismo. "Fue el primero que dio a conocer entre nosotros la obra de...", "llam¨® la atenci¨®n sobre la importancia de las contribuciones de...", "hizo que se tradujeran, antes que en otros pa¨ªses de nuestro entorno, las obras de...", "fue el pionero en escribir sobre los textos de...", suelen ser algunos de los elogios m¨¢s frecuentes, que est¨¢n cargados, sin el menor asomo de duda, de buena intenci¨®n. Se quiere dar a entender con ellos que el mejor servicio que en aquel momento cab¨ªa prestar al pensamiento espa?ol era el de poner las condiciones para que se pudieran importar los autores y las problem¨¢ticas que se estaban discutiendo en el exterior.
Pero acaso haya llegado el momento de introducir una sospecha de mayor alcance -fronteriza con una enmienda a la totalidad-. Ahora que ya lo hemos importado todo, que estamos perfectamente homologados con nuestro alrededor, que somos m¨¢s davidsonianos, foucaultianos o habermasianos que nadie, quiz¨¢ estemos empezando a descubrir que no tenemos nada propio que exportar. Tal vez ah¨ª resida la raz¨®n -poderosa raz¨®n, ciertamente- por la que los editores extranjeros muestran tan escaso inter¨¦s en traducirnos. Si se prefiere formular esto mismo con una terminolog¨ªa algo m¨¢s a la moda: nos preocup¨® tanto alcanzar la igualdad, que nos olvidamos de cultivar la diferencia.
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