V¨¦rtigo
ENRIQUE MOCHALES
Un infrecuente d¨ªa caluroso de invierno, visitando una p¨¢gina er¨®tica de Internet, tuve una revelaci¨®n gn¨®stica, por decirlo de alguna manera. Me detuve en una fotograf¨ªa de una encantadora odalisca, y ah¨ª, mirando a la voluptuosa musa virtual, sent¨ª v¨¦rtigo. No se le puede llamar de otra forma a la inquietante certeza de que a esa chica la estaban mirando, al mismo tiempo que yo, un ejecutivo japon¨¦s de Tokio, un chaval rubio de Johannesburgo, un hombre maduro de Bucarest y quiz¨¢s una mujer guap¨ªsima de Brooklyn, hasta llegar a cientos, tal vez a miles de personas. ?ramos m¨¢s que en el cine. ?Hab¨ªa todo un campo de f¨²tbol mirando a esa chica!
Intent¨¦ salir de all¨ª. Me fastidi¨® pertenecer a la masa, tal vez en una reacci¨®n antidemocr¨¢tica evidente, y se me agolparon prejuicios y preguntas, y quiz¨¢s un cosquilleo en el hipot¨¢lamo que me indujo a alejarme tranquilamente de aqu¨¦l inmenso estadio de curiosos que mir¨¢bamos a aquella muchacha. Por un momento, antes de apretar la tecla, imagin¨¦ que ellos -los otros- estaban a mi lado, que mov¨ªan el rat¨®n como yo, que me ped¨ªan un cigarrillo, que me hac¨ªan un comentario en una lengua desconocida, se re¨ªan, y que apretaban tambi¨¦n, por fin, la tecla de salir. Puls¨¦ esa tecla, pero algo no funcion¨®. Entr¨¦ en el hiperespacio.
Docenas de pantallas aparec¨ªan y desparec¨ªan en mi ordenador, y el contador de sitios semejaba ya un gusano de solitaria creciendo sin parar, un par¨¢sito que aumentaba cada vez m¨¢s, aliment¨¢ndose de la memoria de mi ordenador y chupando Internet como el gusano se nutre del intestino. ?Era aquello un viaje m¨¢s all¨¢ de los limites de la realidad? Sentado en mi sill¨®n de mando ten¨ªa el mismo aspecto que el protagonista de la Odisea en el Espacio 2001, o que Homer Simpson mirando la tele desde su sill¨®n, y luces impensables iluminaban mi rostro, mientras el antivirus vibraba casi molecularmente y las nuevas pantallas de ofertas er¨®ticas se suced¨ªan sin parar. Luch¨¦ por mantener la calma, y me desembarac¨¦ de unas cuantas pantallitas, pero las muy pesadas se reproduc¨ªan, se clonaban, se multiplicaban en un vertiginoso delirio, mi antivirus inmovilizaba los mandos, y yo estaba frito. As¨ª que decid¨ª matar a mi ordenador. Me refiero a dejarle sin sentido, arrancarle de aquella trampa que cual ameba o sirena le estaba envolviendo en sus finas gasas tentaculares. La ¨²nica soluci¨®n era noquearlo con un solo dedo.
As¨ª lo hice, pero, por raro que pueda parecer, el ordenador no respondi¨® al comando del bot¨®n y sigui¨® viajando hacia mundos extra?os, cada vez m¨¢s lejanos, m¨¢s inexplorados. Cuando la pantalla se aclaraba moment¨¢neamente, en su azaroso viaje por los universos virtuales, aparec¨ªan extra?as escenas. Ora se ve¨ªan unas criaturillas vivientes que picoteaban aqu¨ª y all¨¢ en una florida pradera cibern¨¦tica, ora se aproximaba un ser extra?o y me sonre¨ªa. Dios m¨ªo, ?qu¨¦ era aquello? Y de pronto, se hizo la paz. La pantalla se disolvi¨® en polvo c¨®smico y se abri¨® en luz, mientras unos coros angelicales sonaban por los bafles. Era quiz¨¢s el sol virtual. Le vi. Estaba ah¨ª delante, mir¨¢ndome. Podr¨ªa haber sido el diablo, o el fantasma de un astronauta, o la cara de mi vecino. Pero era yo, mir¨¢ndome confuso en la pantalla del ordenador, como quien se mira en un espejo difunto. Era mi propia cara reflejada.
Despu¨¦s de este supremo encuentro conmigo mismo, hipnotizado por la paz sideral de aquella blancura l¨¢ctea, o¨ª una especie de canto de sirena que me instaba a llamar inmediatamente al t¨¦cnico. Descart¨¦ por completo que el ordenador se hubiese enamorado fatalmente de la mujer de la foto que lo provoc¨® todo. Imagin¨¦ que un chaval rubio de Johannesburgo, un ejecutivo japon¨¦s de Tokio, un hombre maduro de Budapest y una mujer guap¨ªsima de Brooklyn, entre otros miles de personas, en la soledad del estadio, pod¨ªan estar haciendo los mismos movimientos que yo. Apagar el ordenador, y guardar silencio. Aislados en la inmensa aldea, globalmente solos. Inform¨¢ticamente muertos. Conectados a la nada y solidariamente unidos en este mundo por las cuerdas invisibles de los astros.
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