Aporofobia
La Real Academia Espa?ola introduce de tanto en tanto en el Diccionario de la lengua nuevos t¨¦rminos por razones diversas. Son algunas de las m¨¢s comunes que la expresi¨®n correspondiente venga us¨¢ndose en la calle de forma habitual, o que proceda de una lengua extranjera y sirva para designar alg¨²n objeto o acci¨®n en un campo del saber.Pero existe una raz¨®n poderosa, tal vez la m¨¢s poderosa, para acoger una nueva palabra en el seno de una lengua, y es que designe una realidad tan efectiva en la vida social que esa vida no pueda entenderse sin contar con ella. E importa ponerle un nombre, porque mientras es indecible act¨²a como hacen las ideolog¨ªas: distorsionando, confundiendo para ocultar la verdad de las cosas. Poner nombre a las personas es imprescindible para darles carta de naturaleza ("te llamar¨¢s Eva", "te llamar¨¢s Viernes"), tanto m¨¢s a las realidades sociales, de las que falta clara conciencia mientras son inefables.
Es en este orden de cosas en el que quisiera brindar a la Real Academia un nombre, despu¨¦s de rebuscar afanosamente en mi viejo diccionario de griego, tan usado el pobre en los a?os del bachillerato: el nombre "aporofobia". "D¨ªcese -podr¨ªa constar en la caracterizaci¨®n, por analog¨ªa con otras- del odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado". Y en ese ilustrativo par¨¦ntesis que sigue al t¨¦rmino dir¨ªa algo as¨ª como: "(Del gr. ¨¢-poros, pobre, y fob¨¦o, espantarse) f.". Es, ciertamente, una expresi¨®n que no existe en otras lenguas, e ignoro si es la mejor forma de construirla. Pero lo indudable es que la repugnancia ante el pobre, ante el desamparado, tiene una fuerza en la vida social que todav¨ªa es mayor precisamente porque act¨²a desde un deleznable anonimato.
No figura en las relaciones de lo "¨¦ticamente correcto", en esas moralinas burocr¨¢ticas que repudian acciones casi sin pensarlo y las gentes repiten ya de un tir¨®n, como los viejos catecismos. Cuentan en ellas el repudio de la xenofobia y el racismo, de la hostilidad hacia el "x¨¦nos", hacia el extranjero, o hacia el que es de otra raza; nunca la repugnancia ante el "¨¢poros", ante el sin recursos, ante el que parece que no puede ofrecer nada interesante a cambio. Y, sin embargo, ¨¦se es el que molesta, es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, razas y etnias habitualmente sin recursos.
No repugnan los ¨¢rabes de la Costa del Sol, ni los alemanes y brit¨¢nicos due?os ya de la mitad del Mediterr¨¢neo; tampoco los gitanos enrolados en una tranquilizadora forma de vida paya, ni los ni?os extranjeros adoptados por padres deseosos de un hijo que no puede ser biol¨®gico. No repugnan, afortunadamente y por muchos a?os, porque el odio al de otra raza o al de otra etnia, por serlo, no s¨®lo demuestra una innegable falta de sensibilidad moral, sino una igualmente palmaria estupidez. S¨®lo los imb¨¦ciles se permiten el lujo de profesar este tipo de odios.
Sin embargo, s¨ª que son objeto de casi universal rechazo los gitanos apegados a su forma de vida tradicional, tan alejada de ese febril af¨¢n de producir riqueza que nos consume; los inmigrantes del norte de ?frica, que no tienen que perder m¨¢s que sus cadenas; los inmigrantes de la Europa Central y del Este, due?os, m¨¢s o menos, de la misma riqueza; siguiendo en la lista los latinoamericanos escasos de recursos. El problema no es de raza ni de extranjer¨ªa: es de pobreza. Por eso hay algunos racistas y xen¨®fobos, pero apor¨®fobos, casi todos.
La raz¨®n es bien simple, descubrirla no precisa grandes especulaciones. En sociedades, como las nuestras, organizadas en torno a la idea de contrato en cualquiera de las esferas sociales, el pobre, el verdaderamente diferente en cada una de ellas, es el que no tiene nada interesante que ofrecer a cambio y, por lo tanto, no tiene capacidad real de contratar.
Esto sucede en el ¨¢mbito de la econom¨ªa, en el que buena parte de la humanidad queda excluida de consumir productos b¨¢sicos para la supervivencia sencillamente porque no interesa lo que podr¨ªan ofrecer a cambio. "El libre mercado", dice la teor¨ªa cl¨¢sica, "garantiza mayor soberan¨ªa al consumidor". Lo que no aclara a rengl¨®n seguido es que merece el t¨ªtulo de consumidor quien puede pagarse el consumo, quien presenta una demanda solvente, porque es ¨¦ste un juego de toma y daca, en el que ejerce su libertad no el que quiere, sino el que puede.
Si tuvi¨¦ramos agallas para universalizar la ciudadan¨ªa social a trav¨¦s de un cierto keynesianismo universal profundamente reformulado en t¨¦rminos de justicia en vez de retirarlo de los lugares en los que se ha encarnado, si aument¨¢ramos la capacidad adquisitiva de cada una de las personas y las protegi¨¦ramos frente a las contingencias del mercado, aunque s¨®lo fuera por aumentar el consumo, y con ¨¦l la producci¨®n, podr¨ªamos empezar a hablar de soberan¨ªa del consumidor. "Es imposible", replican los interesados en que lo sea. Y, sin embargo, es preciso replicar que es de justicia.
Como es doctrina bien sabida desde hace d¨¦cadas, pero magistralmente expuesta por Michael Walzer en Esferas de la justicia (1983), los bienes socialmente producidos son bienes sociales y tienen que ser socialmente distribuidos con justicia. Como la globalizaci¨®n -a?adimos por nuestra cuenta- muestra, entre otras cosas, que la producci¨®n es global, global deber¨ªa ser tambi¨¦n la justa distribuci¨®n de la riqueza, y un buen comienzo en el proceso ser¨ªa universalizar la ciudadan¨ªa social.
Sin embargo, los bienes no son s¨®lo econ¨®micos, no s¨®lo hay ¨¢poroi en la esfera de la riqueza material. Las sociedades distribuyen tambi¨¦n otros bienes, que componen distintas esferas de justicia: la pertenencia a una comunidad pol¨ªtica, la seguridad en tiempos de vulnerabilidad (asistencia sanitaria, jubilaci¨®n, desempleo), los cargos que determinan el ingreso, la estima social y las oportunidades vitales, la educaci¨®n, el poder pol¨ªtico, la igualdad, por la que nadie deber¨ªa poseer un bien de estas esferas con el que pudiera comprar todos los dem¨¢s, el reconocimiento y los honores que condicionan la autoestima y el autorrespeto.
En cada una de estas esferas hay ¨¢poroi, justamente aquellos que en ellas no parecen tener nada interesante que ofrecer a cambio. Por eso en el mundo pol¨ªtico, am¨¦n de los extranjeros, inmigrantes, asilados, con sus dificultades para pactar, reciben los ciudadanos distintas contraprestaciones, seg¨²n lo que ofrecen a quien ostenta el poder. Y as¨ª sucede igualmente en la universidad y en el hospital, en el taller y en el banco, en la vecindad y en la empresa, que hay quienes tienen algo interesante que ofrecer a los poderosos y quienes bien poca cosa. Y ¨¦stos son en cada una de las esferas los d¨¦biles, los excluidos. Los ¨¢poroi.
Mientras no se les nombra se confunden los perfiles, que es lo que gusta a los poderosos: esa difuminaci¨®n del lenguaje, en virtud de la cual ya ignoramos de qu¨¦ estamos hablando. Y en manifiestos contra el terrorismo se dice: "Estamos en contra de los intolerantes", confundiendo el tocino con la velocidad, porque la intolerancia es una actitud del car¨¢cter, y el que mata es un asesino. Los atentados contra las personas no son atentados contra la democracia, sino contra la vida concreta de las personas concretas, a quienes a partir de ese momento sus gentes ya no ver¨¢n m¨¢s. Excluidos, totalmente excluidos de la vida, supremamente marginados.
Ante una situaci¨®n semejante cabe responder desde tres tipos de ¨¦tica, encarnados en tres tipos ideales: la ¨¦tica de los demonios est¨²pidos, la de los demonios inteligentes y la de las personas, am¨¦n de inteligentes, justas y solidarias. La sugerencia viene de Kant, quien en La paz perpetua aseguraba que hasta un pueblo de demonios, de seres sin sensibilidad moral, sacrificar¨ªa parte de su libertad y entrar¨ªa a formar parte de un Estado de derecho, aunque tuvieran que someterse a la ley, "con tal de que", a?ad¨ªa, "tengan inteligencia". Podr¨ªamos decir, por analog¨ªa, que hasta un pueblo de demonios, sin sensibilidad moral, preferir¨ªa la paz a la guerra, la cooperaci¨®n al conflicto, la colaboraci¨®n a la exclusi¨®n, con tal de que tengan inteligencia.
Los demonios est¨²pidos excluyen a otros en cada esfera social, creyendo que no tienen nada interesante que ofrecer. Y en realidad sucede que los inmigrantes, tan vapuleados, asumen los trabajos que nadie quiere y traen sangre joven a una Europa avejentada. Los demonios inteligentes se aperciben de este tipo de cosas y tratan de averiguar con qui¨¦nes interesa sellar pactos, porque hasta el m¨¢s d¨¦bil te puede quitar la vida. Las personas con sentido de la justicia y la solidaridad van m¨¢s all¨¢ del contrato: hacia el reconocimiento del valor en s¨ª de cada ser humano, que es la divisa de la Ilustraci¨®n.
Adela Cortina es catedr¨¢tica de ?tica y Filosof¨ªa Pol¨ªtica de la Universidad de Valencia.
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