El mal
Hombres que torturan y asesinan a las personas con las que conviven con una ol¨ªmpica indiferencia, deshaci¨¦ndolas a pu?aladas, quem¨¢ndolas con gasolina, delante quiz¨¢ del p¨²blico de sus propios hijos para que la atrocidad sea m¨¢s notoria o manifiesta. Los asesinos que pueblan recientemente las p¨¢ginas de los diarios desean recibir el nombre de monstruos: hay en ellos como la b¨²squeda desesperada de la gloria a trav¨¦s de ese t¨ªtulo, el de algo que escapa a la naturaleza y la sobrepasa, un caso de excepci¨®n, un desmentido al orden de las cosas que s¨®lo puede equipararse a esa lib¨¦rrima alteraci¨®n del funcionamiento c¨®smico que realiza Dios cuando perpetra un milagro. El monstruo cuenta con una larga tradici¨®n de admiraci¨®n y prestigio. Los hombres siempre han indagado, curiosos, el origen de lo monstruoso, lo que no se atiene a patrones, para concluir que es s¨ªntoma de una aberraci¨®n extrema o una extrema grandeza. El monstruo tiene dos caras: la de su deformidad, la del horror que impugna la normalidad cotidiana, pero tambi¨¦n la de la soledad, el valor, la irreductibilidad de un alma ¨²nica que no se pliega a los criterios de la mayor¨ªa, que quiere y no quiere, como la criatura de Frankenstein, pertenecer al orden que admira. El monstruo es desaforado, maravilloso; cierto peri¨®dico ingl¨¦s apod¨® a Manolete the Monster, Joyce llam¨® alguna vez a su Ulises novela-monstruo.Tambi¨¦n el asesino, por consonancia con el monstruo, ha gozado tradicionalmente de la misma aura de sobrenaturalidad y renombre. Hablamos con reverencia de ese ser excepcional, apartado de nuestras coordenadas, imposible de reducir a la anodina, saneada y equitativa conducta moral por la que se miden los padres de familia. El asesino, el torturador, la mano que desentierra tripas o colecciona cr¨¢neos constituye otro ejemplo no menos merecedor de fascinaci¨®n que el monstruo de barraca. Hay una especie de m¨ªstica del criminal, del h¨¦roe invertido que no se somete a leyes, capaz de destrozar desinteresadamente la vida o la libertad de los otros, como un dios ebrio de sangre. Le rodea ese halo de devoci¨®n y misterio que distingue a los grandes hombres, y ser¨¢ porque se puede ser grande de muchas maneras, en muchas direcciones: como Jack el Destripador, el Estrangulador de Boston, Hannibal Lecter.
Pero esa admiraci¨®n parte de un presupuesto falaz: que el mal es algo extraordinario. Los malvados no constituyen seres sobrenaturales porque hay una vulgaridad aplastante, una normalidad tediosa en el mal. Hacer sufrir se ha convertido en una de las pr¨¢cticas m¨¢s rutinarias y repetitivas de las que caben; aplaudimos a quien pincha toros o tira cabras desde los campanarios, y todos hemos decapitado alguna vez un insecto deslumbrados por la simpleza de la crueldad. Cualquiera puede practicar el mal con perfecta solvencia, como demuestran los m¨²ltiples ni?os asesinos, casos que nos cuesta comprender pero que nos son fatalmente conocidos: me pregunto c¨®mo se comportar¨ªa cualquiera de nosotros ante una hipot¨¦tica promesa de impunidad como la que anim¨® a Josef Mengele, que cuidaba tranquilamente flores en un convento despu¨¦s de exterminar a miles de personas. No hay nada de cautivador, de metaf¨ªsico, en las degollinas, las pu?aladas, los descabellos: el mal, dice Claudio Magris, es kitsch como los art¨ªculos de decoraci¨®n de una tienda de veinte duros.
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