Historias
Hace algo m¨¢s de tres a?os, la entonces ministra de Educaci¨®n, Esperanza Aguirre, encarg¨® a dos comisiones, una de historia y otra de lengua y literatura, que examinaran la situaci¨®n de los estudios de estas materias en la ense?anza secundaria. La de historia, presidida por el eminente Antonio Dom¨ªnguez Ortiz, lleg¨® a la conclusi¨®n de que su ense?anza en la secundaria dejaba mucho que desear y propuso una serie de medidas. Pero las conclusiones de aquella comisi¨®n fueron revocadas, con el generoso concurso del partido socialista, en una votaci¨®n cuyo ¨²nico objetivo era pegarle un palo al Gobierno, al margen de lo que dijera ¨¦ste. Como dec¨ªa el porquero en el dialoguillo machadiano, no interesa la verdad de Agamen¨®n, que ya se sabe lo que va a decir. Le pegaron un sopapo a nuestro Agamen¨®n particular y se nombraron entonces unas comisiones por consenso, que se enredaron en prolijidades burocr¨¢ticas y alcanzaron conclusiones descafeinadas.El problema sigue donde estaba. As¨ª las cosas, llega la Academia de la Historia y vuelve a decir, con m¨¢s o menos pericia t¨¦cnica, lo que se hab¨ªa dicho tres a?os atr¨¢s: que imperan los localismos y que la noci¨®n general de la historia de Espa?a se diluye. Yo estoy con el poeta en que, con la ca¨ªda de Granada, se perdieron una cultura y una civilizaci¨®n admirables, y estoy con el historiador en que la unidad de Espa?a se forj¨® de manera traum¨¢tica, con la exclusi¨®n de las minor¨ªas jud¨ªa y morisca. Tan traum¨¢tica fue la primera exclusi¨®n que el conde-duque de Olivares intent¨® el retorno de los jud¨ªos, cuya expulsi¨®n hab¨ªa descapitalizado a la naci¨®n, y en cuanto a la segunda basta leer en El Quijote la historia del morisco para darse cuenta de lo que signific¨®. Precisamente porque estoy de acuerdo con Garc¨ªa Lorca, Am¨¦rico Castro y Cervantes, que son los autores antes invocados, no me cabe en la cabeza que haya quienes tiendan a hacer tabla rasa de una realidad tan existente como Espa?a para sustituirla por la historia de su aldea o de su oprimida nacionalidad. (Lo mismo vale para la ense?anza de la geograf¨ªa.)
Entre el localismo pedag¨®gico y el nacionalismo irredento se est¨¢n cometiendo atrocidades que, a la larga, no se sabe a qui¨¦n aprovechar¨¢n, salvo al analfabetismo rampante, pues la persona que, por razones de una profesi¨®n m¨ªnimamente cualificada, tenga que moverse por el mundo, dif¨ªcilmente podr¨¢ andar por ¨¦l sabiendo -es un decir- que el Ebro es un r¨ªo catal¨¢n que nace en tierras extra?as (?era s¨®lo catalana la sangre que cay¨® al r¨ªo en la desesperada batalla del 38?) o que Catalu?a ha sido un territorio oprimido desde 1640, y que el Reino de Arag¨®n ha sido un invento de los historiadores castellanistas.
Somos muchos los espa?oles que nunca hemos suscrito aquello de Espa?a, martillo de herejes y luz de Trento en que se deleitaba don Marcelino Men¨¦ndez Pelayo; somos muchos los que hemos so?ado desde hace siglo y medio con el Estado federal, pero somos muchos tambi¨¦n, quiero creer que somos muchos, los que asistimos con perplejidad e irritaci¨®n a esa especie de pellizco de monja continuado -eso cuando las molestias no son mayores y m¨¢s graves- con que se nos obsequia desde determinadas comunidades aut¨®nomas, donde las bocas andan a menudo m¨¢s que expeditas para acusarnos de hablar la lengua del imperio, cuando el imperio nunca tuvo idioma propio, que s¨®lo existi¨® en la mente obtusa de alg¨²n fascistilla de bigotito y camisa azul, o, por defender estas cosas elementales, ser zaheridos como herederos de los fusileros franquistas del 36, seg¨²n le ocurri¨® hace un a?o a este cronista, cuando desde Galicia se le obsequi¨® con tan amable ep¨ªteto.
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