El malague?o de Barcelona ENRIQUE VILA-MATAS
Recuerdo la primera vez que nos vimos. Estaba sentado frente a m¨ª, haciendo garabatos en un papel que ten¨ªa sobre la mesa del bar de un hotel de M¨¢laga. Me dijo que hab¨ªa llegado la hora de presentarse, lo dijo sin mirarme, sigui¨® haciendo garabatos. Al confiarme su nombre ("me llamo Jos¨¦ Antonio Garriga Vela") me entreg¨® un libro que acababa de publicar, y s¨®lo entonces levant¨® la vista y me mir¨®. El libro se titulaba Una visi¨®n del jard¨ªn. Pens¨¦ que era malague?o su autor y segu¨ª pens¨¢ndolo cuando horas despu¨¦s le tuve cerca en una mesa redonda memorable porque los escritores malague?os no se cansaron de exhibir un espl¨¦ndido buen humor ante los escritores forasteros: un humor que llevaron a un extremo salvaje cuando, en plena mesa redonda, ped¨ª un cigarrillo y me dieron uno que conten¨ªa un petardo dentro, es decir que al encend¨¦rmelo estall¨® ante el p¨²blico convirti¨¦ndome en objeto de una simp¨¢tica burla general.Unos segundos despu¨¦s del incidente, minada por completo mi autoridad literaria, mir¨¦ al compa?ero Garriga Vela como pidi¨¦ndole explicaciones, y le vi completamente inm¨®vil, m¨¢s quieto imposible, me pareci¨® verle como una estatua, observ¨¦ que ten¨ªa el perfil de Dustin Hoffman en El graduado. Una hora m¨¢s tarde, me explicaba ¨¦l que hab¨ªa nacido en Barcelona aunque llevaba bastantes a?os en M¨¢laga: una forma de desmarcarse del alegre bando petardista.
Dos a?os despu¨¦s, cuando a¨²n no se hab¨ªa apagado el recuerdo del cigarrillo explot¨® la carrera de Garriga Vela al publicar Muntaner 38, celebrada novela (muy elogiada, entre otros, por Mars¨¦, Sagarra, Madue?o y V¨¢zquez Montalb¨¢n) que contaba la historia del hijo menor de un sastre barcelon¨¦s que crec¨ªa encerrado entre las paredes y los l¨ªmites del edificio de la calle de Muntaner donde, bajo el aire gris de una derrota civil, viv¨ªa la horrible posguerra. Una ¨¦poca que tambi¨¦n a m¨ª me toc¨® vivir y de la que, como el hijo del sastre, logr¨¦ escapar y de la que a veces me r¨ªo cuando vuelvo a encontrarme con Garriga Vela y los dos, milagrosos supervivientes, evocamos la frase que Schopenhauer escribi¨® antes de morir: "Pues bien, nos las hemos apa?ado".
Se las ha apa?ado Garriga Vela lo suficiente como para estos d¨ªas pasear por entre las estatuas vivientes de La Rambla, pasear feliz por Barcelona, adonde ha venido a presentar El vendedor de rosas, su nueva novela. En ella nos cuenta la historia de un futuro escritor con cierta tendencia a la inmovilidad y cuya vida profesional est¨¢ muy ligada a la quietud, a empleos est¨¢ticos del estilo del que tuvo su abuelo, que trabaj¨® toda su vida haciendo de Don Tancredo en los ruedos. El futuro escritor empieza dedic¨¢ndose a vender rosas en la Barcelona de finales de los setenta, un empleo m¨®vil hoy controlado por los pakistan¨ªes (no es casual, por cierto, que sea as¨ª, pues acabo de descubrir que el origen del rastro arom¨¢tico de la rosa data de hace unos 70 millones de a?os y nace en el Asia occidental). Pero el vendedor de rosas de Garriga Vela pronto abandona su oficio m¨®vil para aceptar propuestas de trabajo que tienen todas un denominador com¨²n: el dontancredismo total. A lo largo de los a?os, siempre en Barcelona, el vendedor de rosas ejerce oficios tan est¨¢ticos como el de hombre estatua en La Rambla o el de lector de una millonaria que vive en Sarri¨¤.
Siempre quieto y parado, el antiguo vendedor de rosas tiene una gran propensi¨®n a la inmovilidad y al pensamiento. Sus trabajos est¨¢ticos le van construyendo una identidad que al final descubrir¨¢ falsa, manejada por los hilos de un ser superior muy m¨®vil. Al final, uno se queda evocando el perfil biogr¨¢fico m¨®vil del autor, entre Pinto y M¨¢laga, entre Barcelona y Valdemoro. Garriga Vela, como su vendedor de rosas, es alguien capaz de congregar con el pensamiento y la quietud a personas que nunca se han conocido. Eso se me ha hecho muy visible paseando estos d¨ªas con ¨¦l por las Ramblas vi¨¦ndole quieto y parado observar a los hombres y mujeres estatuas del sur de Barcelona. Vi¨¦ndole as¨ª, me he preguntado si pueden la quietud y el pensamiento ser derrotados. Si todo dependiera de ¨¦l, nunca lo ser¨ªan, porque su capacidad de fabulaci¨®n desde la inmovilidad parece infinita. Creo que ¨¦l no ignora que en el mundo se ha trabajado demasiado y que la idea de que el trabajo es una virtud ha causado estragos. Despu¨¦s de todo, sin la clase ociosa y sin los escritores de tendencia est¨¢tica, la humanidad no habr¨ªa salido nunca de la barbarie.
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