La mar de cenizas
Casi la mitad de los vascos se han convertido en transe¨²ntes de ultratumba, en materia dispuesta para el cautiverio de la ceniza, en juguetes del viento, esparcidos por los mares, montes, playas y r¨ªos de nuestra geograf¨ªa, en puro polvo que huye del grato paladar de la tierra. Un 42% de los vascos quiere ser incinerado.El cartujo cava su fosa cada d¨ªa, mientras crece el ¨¢rbol que ha de servir para la fabricaci¨®n de su ata¨²d, ilustres personajes se entregan a la autonecrolog¨ªa anticipada en una p¨®stuma entrevista televisiva, los peri¨®dicos encargan a escritores que preparen elogios f¨²nebres sobre otros escritores a punto de estirar la pata y en este orden de cosas naturales personas comunes, gentes corrientes, comunican coloquialmente a parientes y amigos su firme voluntad de destino, m¨¢s all¨¢ de la c¨®moda y tranquila sepultura: "Os lo tengo dicho, nada de fosas, ni de nichos; mis cenizas, al Txindoki".
He quedado esta tarde con el dibujante para trazar el mapa de este cuantioso vertido cenital, la itinerancia de ese nuevo miniturismo necrol¨®gico de Euskadi que escapa a las estad¨ªsticas triunfales de Josu Jon Imaz y obliga a deudos y amigos a un peregrinar por costas y monta?as, acantilados y cumbres con una urna que encierra las enso?aciones paisaj¨ªsticas del difunto. En ocasiones, el cortejo termina incluso en una comida homenaje al ausente en el asador m¨¢s pr¨®ximo. Senderismo, paisajismo y gastronom¨ªa.
Cotejo datos con el dibujante y convenimos que el Gorbea, Pagasarri, Jaizkibel, Txindoki, Urkiola, Urbasa y cualquiera de sus versiones en cerros locales junto al Nervi¨®n, Bidasoa, Deba, El Abra y por supuesto la cornisa cant¨¢brica -de uno al otro conf¨ªn- constituyen los principales enclaves elegidos por los ciudadanos incinerantes, "antes de fundirse con la niebla de las ignoradas comarcas" que dir¨ªa el poeta.
Existen tambi¨¦n notables excepciones en las afinidades electivas de los incinerados. En cierta ocasi¨®n, cruzaba los Jardines de Albia de Bilbao con un amigo. Al llegar a la altura de la estatua de Trueba se detuvo, mir¨® en derredor del insigne escritor bilba¨ªno, justo donde cagan las palomas, y dijo: "Perdona un segundo voy a echar una ojeada a las cenizas de mi padre".
Sostiene el dibujante, como Pereira, que vamos perdiendo la voluntad de trascendencia y se muestra partidario de cuidar al m¨¢ximo los detalles antes del ¨²ltimo suspiro. "Los esparcimientos, como las necrol¨®gicas, no se pueden improvisar de un d¨ªa para otro", sostiene.
Como lector apasionado del Obituario de El Correo y de las Necrol¨®gicas de EL PA?S, conserva recortes amarillentos, un compendio de excelsa literatura f¨²nebre: "Y ahora Jaime", lee con voz de rapsoda, "casi tan lentamente como cuando escrib¨ªa sus poemas, tan despacio y tan corregidos que siempre se cre¨ªa percibir entre la letra impresa de sus obras los borrones y las tachaduras de la palabra perfectible", (EL PA?S, 9 de enero de 1990, en la muerte de Jaime Gil de Biedma)
Luego, tras una breve pausa, despliega cuidadoso uno de sus paneg¨ªricos favoritos: "El pueblo de Balmaseda lamenta la muerte de Pilili", reza el t¨ªtulo de una tierna y sentida despedida a un enterrador. "Conocido con este simp¨¢tico sobrenombre de Pilili, Fernando Alberto Urrutia era un hombre apreciado. Desde su puesto como enterrador de la villa encartada supo calar en el coraz¨®n de sus vecinos a trav¨¦s de su enorme profesionalidad. Hijo y nieto de enterradores, Pilili cautiv¨® al antiguo alcalde, Jes¨²s Suso, cuando decidi¨® dar cierto orden al cementerio de la villa".
Escuchando los cien textos f¨²nebres preferidos del dibujante alcanzo a distinguir entre la poes¨ªa, la prosa, lo sublime y lo prosaico de la vida y de cualquier incineraci¨®n carente de nichos y responsos. A veces, un simple detalle t¨¦cnico puede dar al traste con todo. Una de estas ceremonias fue presenciada por Luis Blanco, responsable del refugio del Pagasarri. Con permiso de la niebla, vio una ma?ana a un grupo de gente severa y resignada. Alguien hablaba y el resto escuchaba en respetuoso silencio, mientras una mujer que portaba una urna con cenizas trataba de abrirla sin ¨¦xito. Se acerc¨® en su ayuda un hombre, y luego un joven, y m¨¢s tarde el resto de los presentes se aplic¨® en un forcejeo, en una especie de "d¨¦jame-a-m¨ª-a-ver-si-puedo", sin que ninguno lograra el objetivo. Finalmente recurrieron al hombre del refugio.
"Hola, buenas. ?No tendr¨¢ usted un destornillador o quiz¨¢s un martillo? Se nos ha atascado la urna de mi marido". Luis, que ahuyenta el estr¨¦s de su antiguo empleo de ejecutivo con su nuevo oficio de cantinero en el pulm¨®n bilba¨ªno, ve ahora c¨®mo pasa la vida y se pasea el cortejo sentimental de la muerte por el Pagasarri y a veces ayuda a aventar el ¨²ltimo rastro de los seres queridos que desatascan su urna con reverencia ceremonial de hind¨²es en el r¨ªo Ganges.
"Las necrolog¨ªas, como los esparcimientos de ceniza, no se pueden improvisar, hay que medirlas", sostiene el dibujante. Cierto. Hay vientos traicioneros del Cant¨¢brico que, justo en el Jaizkibel, devuelven como bumeranes las veneradas reliquias de aquellos que querr¨ªan desvanecerse en la mar, que es el morir .
Sostiene el dibujante que "para evitar la mala literatura o los sobresaltos, nada debe dejarse al azar en este delicado asunto". "Borges, por ejemplo, escrib¨ªa sus propias necrol¨®gicas. Todo debe estar planificado para cuando llegue el instante del vertido: la eleg¨ªa, el lugar, los accesos, el calzado, la climatolog¨ªa y el merendero m¨¢s cercano. Yo, por si acaso, llevar¨ªa tambi¨¦n una llave inglesa o un martillo. Nunca se sabe", sostiene.
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