Matar al padre despu¨¦s de muerto
Cuando la generaci¨®n de espa?oles nacida en torno a 1940 iba por lo que Ortega llamaba la mitad del camino de la vida muri¨® el dictador. Estaba all¨ª, arriba, inaccesible desde que nacimos y all¨ª segu¨ªa cuando abrimos los ojos a la curiosidad razonadora y nos pusimos de pantal¨®n largo. Si Ortega fue, como lo defini¨® Vicente Cacho, un teen-ager del Desastre, nosotros fuimos los teen-agers de la Dictadura. En nuestra infancia y juventud, no conocimos otra cosa: desfiles militares y procesiones; por ese lado, el pa¨ªs, como hab¨ªa escrito Aza?a, no daba para m¨¢s.Luego, las cosas cambiaron: despertamos del sue?o dogm¨¢tico y comenzamos a explorar territorios antes vedados. El plan de estabilizaci¨®n oblig¨® a cientos de miles de trabajadores a traspasar la frontera cada a?o. Despu¨¦s del hambre y de la miseria, el desarraigo en el extranjero o en los suburbios crecidos a golpe de especulaci¨®n, la incertidumbre por el futuro con su afanosa b¨²squeda de seguridad -encontrar un trabajo fijo, adquirir un piso en propiedad- fue el duro pan que hubieron de masticar millones de aquellos que hab¨ªan sido adolescentes cuando ya estaba all¨ª la Dictadura.
Franco, que hab¨ªa echado las bases de su poder en una guerra y las hab¨ªa consolidado en la implacable represi¨®n posterior, all¨ª segu¨ªa, transformando su imagen de general y caudillo por la de un padre, firme en el tim¨®n, que hab¨ªa preservado la paz y el orden y presid¨ªa el desarrollo econ¨®mico. El uniforme militar, que en ocasiones coloreaba de azul, abri¨® un espacio cada vez m¨¢s amplio al atuendo civil. De la victoria, nunca olvidada, se habl¨® menos mientras se inundaban las calles con banderolas de paz. Los rosarios de la aurora y la revoluci¨®n nacional-sindicalista fueron barridos por el nuevo esp¨ªritu del capitalismo gestionado por los tecn¨®cratas del desarrollo.
Y aquella generaci¨®n que en su infancia y juventud no hab¨ªa o¨ªdo hablar m¨¢s que de penurias dulcificadas por consuelos celestiales, y luego hab¨ªa comprado un piso para toda la vida, se acostumbr¨® a pensar que Franco estaba all¨ª para siempre, como un dato de la naturaleza. Hubo, desde luego, movilizaci¨®n y oposici¨®n en las universidades, en las f¨¢bricas y en los barrios, pero nunca con fuerza suficiente para retirar su silla al dictador, que acab¨® por obtener el reconocimiento internacional. Cuando Eisenhower pase¨® en 1959 la ense?a americana por Madrid y Giscard d'Estaing vino en 1963 a rubricar buenos negocios para Francia, la pregunta de la oposici¨®n dej¨® de ser: c¨®mo echar a Franco, para limitarse a una espera que traduc¨ªa una impotencia: despu¨¦s de Franco, qu¨¦.
Respuesta no hab¨ªa, la verdad. Pero, mientras se encontraba, fue extendi¨¦ndose un lenguaje, aprendido en la terrible experiencia de la posguerra macerada luego en la emigraci¨®n y el desarrollo. Un lenguaje que hablaba de amnist¨ªa por el pasado, de olvido de una guerra ahora llamada fratricida, de recuperaci¨®n de libertades, de ir hacia donde ya estaban las naciones europeas, pero de emprender la caminata en paz y con orden, desterrando la violencia. En ¨¦sas est¨¢bamos, aprendiendo el nuevo lenguaje de democracia, cuando, por fin, la naturaleza hizo su obra y Franco desapareci¨®, s¨®lo arrebatado por la fuerza de la Muerte.
?Desapareci¨®? ?Pueden borrarse sin m¨¢s 30, 40 a?os de vida? Cierto, cuando la losa cay¨® sobre su tumba, nadie, excepto algunos pol¨ªticos extraviados, lo ech¨® de menos. En sus viajes por pueblos y ciudades, nada en torno al Rey evocaba al Caudillo; nada en Su¨¢rez recordar¨¢ la camisa azul, y s¨®lo un gen¨¦rico rechazo del "r¨¦gimen anterior" proclamar¨¢ Gonz¨¢lez. Los tres hab¨ªan sido adolescentes cuando la dictadura y a los tres les lleg¨® la hora del triunfo mientras la imagen de Franco se difuminaba en el ambiguo recuerdo de los espa?oles y nadie se molestaba en verificar el inventario de su herencia. Ah¨ª radica la haza?a colectiva de aquella generaci¨®n, en haber dado muerte al padre despu¨¦s de muerto.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.