S¨®lo sabemos qui¨¦n perdi¨®
Estados Unidos no ha sufrido ninguna grave crisis institucional; el poder de la presidencia no ha sufrido ning¨²n desmedro incurable; y el nuevo ocupante de la Casa Blanca se posesiona de ella a parte entera, aunque con las limitaciones que supone una exigua mayor¨ªa en la C¨¢mara de Representantes y un empate a 50 en el Senado. Todo ello viene a reducir a sus estrictas y c¨®micas dimensiones esos 36 d¨ªas de noche electoral entre el republicano George W. Bush y el dem¨®crata Albert Gore.El hecho de que los dos candidatos, su nutrida hueste de abogados, tribunales diversos, y la opini¨®n p¨²blica en general hayan podido entregarse durante seis semanas a esa org¨ªa de marchas y contramarchas judiciales, a esa soap opera, como se conocen los culebrones al estilo norteamericano, sin sentir la menor preocupaci¨®n por lo que piense o pueda hacer el mundo exterior, demuestra hasta qu¨¦ punto Washington reina hoy en solitario, y para nada Rusia sustituye a la Uni¨®n Sovi¨¦tica.
La situaci¨®n, por tanto, no es grave, pero s¨ª tiene bastante de lamentable.
Al comienzo, al menos, de su mandato, estar¨¢ la opini¨®n consciente de que Bush no gan¨® en votos populares, sino s¨®lo en la contabilidad olig¨¢rquica de los Estados, lo que no ocurr¨ªa desde 1888, ¨¦poca en la que eso importaba bastante menos; nadie ignorar¨¢ tampoco que quien, en definitiva, ha elegido al presidente n¨²mero 43 de los Estados Unidos ha sido el Tribunal Supremo, que se ha comportado como un vulgar club de debates que trabaja para la galer¨ªa con su aglomeraci¨®n de votos particulares, y es incapaz de alzarse por encima de las rivalidades de partido; y hay que concurrir en que una vez m¨¢s se ha puesto de relieve ese adagio, presuntamente tan norteamericano, seg¨²n el cual "ganar no es lo m¨¢s importante, sino lo ¨²nico importante".
No todo lo que se deduce de ese contexto, sin embargo, es necesariamente terrible.
Bush II no es un hombre de posiciones pol¨ªticas a machamartillo, lo que siendo de temperamento tan conservador como, es alivia un poco, pero, en una presidencia inicialmente menos atribulada que ¨¦sta, podr¨ªa hacerle sentir la equidistante tentaci¨®n de contentar a las diferentes sensibilidades de su partido sin excluir visitas diversas a las tinieblas exteriores de lo presentable, como la inclinaci¨®n a limitar a¨²n m¨¢s el derecho al aborto, la prisa en extender la privatizaci¨®n de lo social, o, cuando llegue el momento, renovar en un sentido especialmente reaccionario ese hiperactivo Tribunal Supremo.
En ninguno de los casos anteriores, sin embargo, parece probable que Bush vaya a querer llamar la atenci¨®n removiendo demasiado las cosas. Si el centro pol¨ªtico, a falta de mejor teor¨ªa, se expresa por la dulzura y la amenidad de evitar toda estridencia, el presidente republicano habr¨¢ de preferir el sopor del consenso a la originalidad de rebuscar en las profundidades de lo retro. Un juez como Antonin Scalia, a quien se atribuye la responsabilidad fundamental de que alcance la presidencia el segundo candidato m¨¢s votado del pa¨ªs, no parece hoy f¨¢cil que sea llamado por Bush a suceder al ya veterano presidente de esa curia real que es el Supremo, el relativamente liberal William Renhquist, de 76 a?os, relevo que podr¨ªa tener que darse en fecha no lejana.
Nunca sabremos, finalmente, qui¨¦n gan¨®, sufragios en mano, las elecciones a primer mandatario norteamericano del siglo XXI, pero s¨ª qui¨¦n las ha perdido: en alguna medida, los dos candidatos, enzarzados en un combate sin grandeza; con toda seguridad, Al Gore en particular, cuyo comportamiento ha sido de una concupiscencia de poder supuestamente nada anglosajona; indiscutiblemente, el propio Supremo, por dejarse meter en el centro del pintoresco serial televisivo; y, en ¨²ltimo t¨¦rmino, la propia imagen de un pa¨ªs, crecientemente ebrio de victorias.
Aqu¨ª no pasa nada, pero lo que pasa es todo menos edificante.
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