Yo tom¨¦ el Congreso
El 23-F asalt¨¦ el Congreso, pero fue sin querer.
Recuerdo alucinado mi imagen reflejada en un gran espejo: el uniforme, las trinchas, los cuatro peines de munici¨®n, el subfusil en bandolera y el casco blanco de PM que me bailaba con s¨²bitos temblores, pese a llevar bien apretado el barbuquejo. Parec¨ªa lo que no era. Uno de ellos. De los malos. Confiaba ciegamente en que, si empezaban los tiros, las fuerzas de la ley fueran capaces de ver en mi interior.
'Y si nos dan orden de disparar, ?qu¨¦ hacemos?', pregunt¨® Jaume en los lavabos del Congreso, donde nos reun¨ªamos a lo largo de la noche un grupito de polic¨ªas militares. 'Disparar a la Guardia Civil, claro', apunt¨® uno. Hombre, Alfonso, que son trescientos. '?Qu¨¦ tal si tiramos al aire, y que sea lo que Dios quiera?', sugiri¨® Rafa, el pianista. Adolf era partidario de que trat¨¢ramos de pasar desapercibidos.
El destino que me llev¨® a participar en el asalto al Congreso con 23 a?os y doble raci¨®n de municiones comenz¨® a fraguarse en una secci¨®n de duchas de campa?a en Retamares. Criado en la noble tradici¨®n de los h¨²sares de N¨¢dasdy y los lanceros de Bengala, no pod¨ªa soportar aquello, as¨ª que cuando solicitaron voluntarios para agregarse a la polic¨ªa militar del cuartel general de la Brunete hice mi petate y me fui para El Pardo.
Al comandante Pardo Zancada le ve¨ªamos poco. Respond¨ªa al saludo de manera displicente y siempre me pareci¨® uno de esos hombres circunspectos capaces de sacrificar la caballer¨ªa ligera sin que les tiemble el pulso. La vida en el acuartelamiento era un largo r¨ªo tranquilo hasta aquel d¨ªa, el 23 de febrero.
Nos hicieron formar fuera del barrac¨®n y nos explicaron una versi¨®n revisionista de la situaci¨®n, con muchas alusiones a la patria. En resumen: el golpe era general, la divisi¨®n acorazada entera estaba implicada, el Ej¨¦rcito iba a salvar todo lo que hab¨ªa que salvar, que por lo visto era mucho, y nosotros esper¨¢bamos instrucciones, ?ar! Se ve¨ªa a los mandos muy nerviosos: a ver, no da uno un golpe cada d¨ªa. Fue entonces cuando Pardo Zancada nos subray¨® la obviedad de que est¨¢bamos bajo ley marcial y que cualquier desobediencia se zanjaba ah¨ª mismo, con ejecuci¨®n, pues no faltar¨ªa m¨¢s. Nos informaron de que nuestro objetivo iba a ser impedir la edici¨®n de, ejem, EL PA?S. Deb¨ªamos tirar sin dudarlo sobre los periodistas si insist¨ªan en lanzar el diario. Lo que son las cosas, unos a?os m¨¢s y me podr¨ªa haber disparado a m¨ª mismo.
Nos volvimos a la cama con la natural angustia. Recuerdo vagamente a un amigo vasco tratando de comerse un ejemplar de Egin que guardaba bajo el colch¨®n. Y a otro tipo de la compa?¨ªa que dec¨ªa que se har¨ªa pasar por enfermo de los nervios como hab¨ªa visto en Patton.
Finalmente subimos a los coches. Dos compa?¨ªas: la de PM y la de Servicios, los efectivos eran de unos setenta soldados.
Atravesamos las calles, desiertas exceptuando los grup¨²sculos de ciudadanos con el brazo en alto que nos aclamaban con vivas al ej¨¦rcito. Uno de nosotros les llam¨® fachas, lo que no dej¨® de sorprenderles.
Y de repente, ah¨ª est¨¢bamos, ante el Congreso de los Diputados. Dentro del jeep nos miramos unos a otros, estupefactos. Nos instalamos en la sala de prensa de los bajos del edificio nuevo. M¨¢s tarde, cuatro o cinco decidimos explorar un poco. Nunca entender¨¦ c¨®mo, dada mi natural cobard¨ªa, me puse a hacer turismo de riesgo en lugar de meterme en un armario.
Los guardias civiles nos miraban con enorme simpat¨ªa y trataban de entablar conversaci¨®n. Uno me pregunt¨® si ya hab¨ªan llegado los paracaidistas.
Un sargento con tricornio nos espet¨®: '?Quer¨¦is verlos?'. Sin esperar contestaci¨®n, nos gui¨® hasta el hemiciclo. Accedimos por la parte de arriba. Decenas de guardias apuntaban negligentemente con las armas hacia abajo, hacia los diputados, y pens¨¦ que si a alguien se le disparaba una r¨¢faga provocar¨ªa una matanza. Hab¨ªa un silencio doblemente plomizo, interrumpido s¨®lo por un carraspeo o una tosecilla nerviosa. Estuvimos un buen rato all¨ª, tratando de identificar a la gente y contando los agujeros de bala en el techo.
Los guardias civiles estaban cada vez m¨¢s inquietos. En una peque?a radio port¨¢til hab¨ªamos podido, por fin, informarnos de la situaci¨®n. La democracia estaba salvada. 'Bien, duro con ellos', exclam¨® Zequi. El problema es que ellos ¨¦ramos nosotros y ya pod¨ªamos ir ech¨¢ndole matiz.
A veces me preguntan si no sent¨ªa miedo. Es extra?o, pero he pasado m¨¢s miedo en aviones, y no digamos en telesillas. No me notaba el miedo, pero es que a duras penas me notaba yo mismo. En una ocasi¨®n, vi a los geos saltar por los tejados de enfrente; uno me apunt¨® con su rifle.
El fin lleg¨® muy r¨¢pido. De repente era de d¨ªa y los guardias civiles sal¨ªan por la ventana ante nuestras narices. Nos hicieron formar en el patio, en dos hileras, y entonces se abri¨® la puerta y comenzaron a desfilar por en medio de nosotros los diputados, camino de la libertad. Interpret¨¦ que el paseo era una ¨²ltima humillaci¨®n para ellos y me entraron ganas de llorar. Luego subimos en los veh¨ªculos, que estaban aparcados en el patio, y regresamos en columna a El Pardo, escoltados por la polic¨ªa. El aire ol¨ªa a gas¨®leo y a sudor, el casco me irritaba la nuca y el subfusil me iba golpeando las rodillas.
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