Se busca tonto de pueblo
Todo pueblo que se precie ten¨ªa su tonto hasta que se lo rob¨® la tele. El tonto fue siempre un personaje respetado y respetable en su medio natural, una verdadera instituci¨®n a la altura del alcalde, el boticario, el alguacil, el cura, el m¨¦dico y el juez. No hab¨ªa evento, inauguraci¨®n, acto, m¨ªtin, procesi¨®n, encuentro, fiesta o acontecimiento de importancia que no contara con la participaci¨®n estelar del bobo. All¨ª, donde no pod¨ªan estar m¨¢s que los notables y las autoridades, all¨ª estaba ¨¦l, en primera fila.
El tonto del pueblo ten¨ªa estatus, cach¨¦, categor¨ªa, fama y, si me apuran, prestigio social. Era saludado, reconocido, invitado, agasajado, jaleado, celebrado y homenajeado a diario. Resultaba tan importante y trascendental para el paisaje urbano como la torre de la Iglesia, la plaza, el front¨®n y la taberna. Un pueblo, una ciudad sin tonto es como un jard¨ªn sin flores, no es nada. De ah¨ª el tradicional empe?o que cualquier comunidad debe poner en cuidarlo y preservarlo como si fuera un tesoro, un patrimonio al que hay que mimar con la misma devoci¨®n y esmero con el se que cuida al santo patr¨®n del lugar. As¨ª eran las cosas hasta que lleg¨® la tele y se llev¨® a los bobos.
Todo pueblo que se precie ten¨ªa su tonto hasta que se lo rob¨® la 'tele'
Hoy el tonto ha abandonado su parroquia para instalarse en la plaza p¨²blica de la televisi¨®n y en este camino, en esta dolorosa migraci¨®n, sus conciudadanos nos hemos quedado hu¨¦rfanos de una presencia necesaria para entender el pulso de la comunidad. Mientras tanto, el personaje, al perder su car¨¢cter local y universalizarse, se ha convertido en un simple idiota medi¨¢tico.Ha pasado de ser amado y respetado por todos sus vecinos a ser solo conocido por un sinf¨ªn de desconocidos a los que les importa un pito su biograf¨ªa. Ha cambiado la inmnortalidad de la aldea por un minuto de gloria en la corte cat¨®dica.
La tele ha encontrado un fil¨®n en el el tonto del pueblo. Arranc¨¢ndolo de su contexto natural ha permitido a los espectadores afirmar su superioridad sobre la incurable deficiencia de un idiota. Re¨ªrse de un d¨¦bil, caricaturizar a un gangoso o imitar a subnormal ni estaba bien visto, ni era aceptado por los c¨®digos deontol¨®gicos de las cadenas. Era urgente buscar una soluci¨®n democr¨¢tica y por lo visto se ha encontrado invitando al bobo al estudio, d¨¢ndole la palabra en directo, ofreci¨¦ndole la singularidad de la primera persona. Asunto pol¨ªticamente resuelto: el tonto , sinti¨¦ndose foco de atracci¨®n, tan contento y el p¨²blico ('?el p¨²blico?', dijo Valle Incl¨¢n, 'hay que ver la cantidad de idiotas que hacen falta para formarlo') s¨¢dicamente satisfecho celebrando con risotadas sus gracias.
Siempre, desde que era un ni?o, me han hechizado los santos inocentes. Podr¨ªa enumerar uno a uno los nombres de cuantos he conocido, querido y tratado. Luego, con los a?os, esa fascinaci¨®n se transform¨® casi en un g¨¦nero period¨ªstico, inspirado en la veneraci¨®n que ten¨ªamos en los pueblos por los desvalidos mentales. Meterse con uno de ellos era como mentarte a la madre.
Desgraciadamente ahora se considera divertida la mofa cruel. La cena de los idiotas es una excelente pel¨ªcula francesa en la que un grupo de amigos decide reunirse una vez a la semana en torno a una mesa. Cada uno de ellos se compromete a llevar un invitado particularmente cretino, para que asista ajeno a la chacota que entre todos montar¨¢n a su alrededor en el transcurso de la velada. Otra pel¨ªcula, no menos brillante, Los idiotas, de Lars Von Trier, emplea el argumento contrario: un grupo de tipos aburridos deciden transformarse en mentecatos y comportarse como tales para chotearse de la gente normal.
Hay cenas de idiotas que comienzan siendo divertidas comedias y acaban en crueles tragedias. A¨²n recuerdo la historia del crimen de Orozko. Fue una noche de Santa ?gueda que empez¨® con las chanzas y bromas de unos amigotes a costa de un ser especialmente inuxente y que acab¨® con ¨¦ste de v¨ªctima tirada en una cuneta.
La televisi¨®n, con la mirada c¨®mplice del espectador, convierte a menudo al tonto en v¨ªctima de burla. En una manifestaci¨®n de hip¨®crita cinismo, es capaz de apiadarse al mismo tiempo de una mujer maltratada y de apalear moralmente y sin misericordia a un pobre demente, como ese hombrecillo al que llaman Pos¨ª, pim pam pum del cachondeo nocturno, buf¨®n sin sueldo, entre comentarios supuestamente ¨¢cidos sobre Roci¨ªto y parodias sobre su progenitora.
El cine, que es m¨¢s compasivo, se pone casi siempre del lado del perdedor, como hacen los pueblos respetables con sus seres m¨¢s escasos de entendederas. La Strada, de Fellini, es un ejemplo elocuente. Gelsomina inspira ternura, todo el mundo la quiere proteger y rescatar de las malvadas garras de Zampan¨®. Sin embargo, Tamara, nuestra particular Gelsomina, que ya ha sido seducida y abandonada por el realismo sucio de la tele, ha pasado al neorrealismo crudo de la vida que la dejado sola ante el peligro, sin la menor posibilidad de redimirse y regresar a su pueblo, a Santurtzi, donde le reciben con una lluvia huevos y no la aceptan ni como mema oficial.
El tonto del pueblo, como instituci¨®n, est¨¢ seriamente amenazado. Las instituciones deber¨ªan protegerle de forma solidaria, porque no se trata de un panoli cualquiera, de un espantajo caracter¨ªstico, ni de un lila corto de luces que siempre anda entorpeciendo el trabajo de los alguaciles y la labor de los barrenderos. Es mucho m¨¢s, es la expresi¨®n, la cualidad, el estilo y la fisonom¨ªa de cualquier ciudad, que aunque pueda presumir de tener todo, desde biblioteca a carril bici, si le falta su bobo, si se fuga a la tele cualquier d¨ªa de ¨¦stos, habr¨¢ perdido para siempre uno de sus habitantes m¨¢s ilustres y representativos y con ¨¦l una parte de su peque?a historia.
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