Guarros
Recuerdo el show que mont¨® el Ayuntamiento de Madrid para presentar sus nuevas papeleras. Era una operaci¨®n ambiciosa que ten¨ªa como objeto el sustituir todos los contenedores de la capital por otros dise?ados en el taller de Bofill. Nunca se dijo lo que cost¨® tal dise?o, que, por cierto, es bastante simpl¨®n; pero, conociendo la firma bajo la que trabajan sus autores, supongo que pillar¨ªan una buena pasta. La Concejal¨ªa de Medio Ambiente cit¨® a todos los medios de comunicaci¨®n en el invernadero de Arganzuela, donde presenciaron un montaje a la americana que, por pretencioso y hortera, se adentr¨® generosamente en el terreno del rid¨ªculo. Hubo luces, m¨²sica, fanfarrias y una claque bien alimentada, compuesta fundamentalmente por cargos y altos funcionarios municipales. Ni que decir tiene que quienes programaron aquello no dudaron en adjudicar todo el protagonismo del apoteosis al se?or alcalde, al que, entre ovaciones y aleluyas, hicieron subir a un estrado en el que se alzaba una papelera. Aquello parec¨ªa el ara de un extra?o templo en el que habr¨ªa de oficiar el gran maestre de la Orden de la Limpieza.
En esa ocasi¨®n, el discurso de ?lvarez del Manzano, tantas veces anodino, fue, en cambio, todo un contrapunto a la ceremonia de la estupidez que los pelotas de turno hab¨ªan organizado. Vino a decir Manzano, no recuerdo exactamente con qu¨¦ palabras, que eso de poner papeleras nuevas estaba muy bien porque hab¨ªa que dar facilidades a los ciudadanos, pero que si la gente segu¨ªa tirando los desperdicios al suelo, la calle nunca estar¨ªa limpia. Ya s¨¦ que no hay que ser Arqu¨ªmedes para sacar tan elemental conclusi¨®n; sin embargo, despu¨¦s de presentar triunfalmente aquellas papeleras como si tuvieran un poder de atracci¨®n que arrancara los desperdicios de las manos, las palabras de Manzano se me antojaron un arrebato de sensatez.
Han pasado m¨¢s de dos a?os desde entonces y los acontecimientos han venido a demostrar hasta qu¨¦ punto era cabal el comentario del regidor municipal. Ni cincuenta mil ni un mill¨®n de papeleras que instalaran en Madrid servir¨ªan de nada mientras los seres humanos que habitamos esta ciudad nos comportemos en la calle como unos cerdos. Supongo que los soci¨®logos m¨¢s sesudos habr¨¢n buscado alguna teor¨ªa que explique por qu¨¦ hemos progresado tanto en la higiene individual de nuestros cuerpos y hogares sin avanzar un paso en el comportamiento colectivo. Es m¨¢s, en algunos aspectos, la regresi¨®n ha sido evidente. Antes, tirar una colilla o un envoltorio al suelo revelaba una actitud de dejadez o descuido de la que nadie se vanagloriaba. Ahora eso mismo se hace con ostentaci¨®n y chuler¨ªa. Es como si la caspa hubiera adquirido un prestigio social hasta ahora in¨¦dito.
Visto lo que hay, nadie puede atribuir a la casualidad el ¨¦xito de Torrente, el personaje que encarna en la pantalla Santiago Segura. Al margen de la genialidad del actor, es evidente que la repugnante conducta que exhibe en la ficci¨®n el frustrado polic¨ªa gordo y apestoso es un fiel reflejo del buen momento que atraviesa la falta de educaci¨®n y el cutrer¨ªo. Nos encontramos as¨ª con una ciudad sometida a los depravantes efectos de esta corriente de zafiedad y mala educaci¨®n que hace muy dif¨ªcil mantener sus calles con un aspecto m¨ªnimamente decoroso. Resulta desolador comprobar los efectos que causa sobre la v¨ªa p¨²blica cualquier concentraci¨®n humana por peque?a que sea. Da igual que sea una manifestaci¨®n de protesta que una convocatoria deportiva, el rastro de suciedad que deja es simplemente bochornoso.
Esa huella de inmundicia alcanza niveles superlativos en aquellos espacios que peri¨®dicamente ocupa la gente joven cuando realiza al aire libre ese ejercicio que eufem¨ªsticamente denominan marcha. Tal pr¨¢ctica consiste b¨¢sicamente en ponerse ciegos a trav¨¦s de ingesti¨®n de distintos derivados alcoh¨®licos, que son posteriormente arrojados a la calle en forma de orines o vomitonas. Un olor repugnante se une as¨ª a la estela de latas, botellas, papeles y colillas que deja sobre las aceras la alegre muchachada. El ritual no hace distinci¨®n de clases ni tribus. Puedes ver a una cresta o ver a un ni?o pijo de colegio biling¨¹e con su mejor polo arrojando al suelo los restos del pitillo, meando en cualquier rinc¨®n o echando la pota. No hay papelera ni presupuesto de limpieza que pueda combatir la guarrer¨ªa imperante. En eso, el alcalde tiene m¨¢s raz¨®n que un santo.
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