El rey de la casa
En su novela Todas las ma?anas del mundo, Pascal Quignard cuenta que el m¨²sico Sainte-Colombe se encerraba por las noches en una caba?a construida bajo la morera de su huerto y tocaba la viola de gamba. Era una forma de conversar con su mujer muerta; ella se le aparec¨ªa todas las noches, se sentaba a su lado y le escuchaba. Desde la muerte de Gabriel Galm¨¦s ha sucedido en Mallorca un fen¨®meno muy extra?o. Es como si despu¨¦s de morir Galm¨¦s se hubiera instalado en todas y cada una de las casas de sus amigos, familiares e incluso conocidos. De hecho, yo mismo lo veo a veces sentado en una butaca de la sala de mi casa, conversando sin parar. Da lo mismo que sea de un anuncio de televisi¨®n -'fixa't on arribarem: diuen santa Inmaculada!'-, de un pasaje de Dickens, del Licenciado Vidriera o de los di¨¢logos de la serie Friends. Este curioso fen¨®meno no tiene que ver con la melancol¨ªa que dejan los muertos, ni siquiera tampoco con lo fulminante de su desaparici¨®n, que cogi¨® desprevenidos incluso a los que conoc¨ªamos la gravedad de su estado.
En Mallorca suceden cosas extra?as. Gabriel Galm¨¦s sigue apareci¨¦ndose en casa de sus amigos para desplegar su inteligente iron¨ªa
Mallorca -como la Irlanda de Joyce- es una isla donde la ceremonia de los muertos es m¨¢s importante que las costumbres de los vivos y el culto a los muertos es proporcional a las asechanzas de los vivos. En Mallorca -como en la Irlanda de Joyce-, los amigos, o bien se van lejos, o bien se mueren, que es otra forma de irse lejos. Eso tal vez ocurra porque las islas son naves en alta mar, o barcas de Caronte que nos enga?an con la belleza del paisaje, o porque una isla es siempre un lugar de frontera. Una isla es siempre Finisterre. Pero lo cierto es que Gabriel Galm¨¦s ha muerto y, sin embargo, todos los que le conocimos tenemos ahora en casa un nuevo hu¨¦sped. Un hu¨¦sped alegre, l¨²cido y sonriente.
Dec¨ªa Chateaubriand que nadie muere mientras no ha muerto la ¨²ltima persona que lo conoci¨®. Pero en el caso de Galm¨¦s tampoco es eso. No es debido a la memoria de los otros por lo que ¨¦l sigue ah¨ª, sino por un efecto de irradiaci¨®n del que s¨®lo ¨¦l es responsable y que supo crear en vida como quien escribe el pr¨®logo de una novela. Yo no poseo la clave de este misterio, pero s¨ª tengo algunas sospechas. De la anglofilia vital -es decir, humor¨ªstica- y literaria -o sea, exacta- de Gabriel Galm¨¦s -de Sterne a Wodehouse, pasando por Waugh- se ha escrito mucho estos d¨ªas y es una referencia obligada. Nunca nos hubiera perdonado soslayarla y ah¨ª est¨¢n sus cinco libros -de Parfait amour a Una cara manllevada- para record¨¢rnosla, y Jaume Vallcorba detr¨¢s, con una fe compartida por ambos. Pero tambi¨¦n debemos recordar que Galm¨¦s construy¨® una po¨¦tica de vida que oscilaba entre la inteligencia m¨¢s descacharrante y el sentido com¨²n m¨¢s provocativo. Y entre ambos ejerc¨ªa dos virtudes ins¨®litas por lo escasas: la generosidad y la esperanza. Generosidad con sus amigos y esperanza en su forma de ver el mundo, capaz de provocar una sonrisa ante cualquier suceso por el que otro hubiera entonado un r¨¦quiem.
Todo eso, supongo, forma parte del motivo por el que desde la muerte de Gabriel Galm¨¦s, ¨¦ste se haya ido a vivir a todas y cada una de las casas de los que le conocimos; es decir, de todos aquellos a los que nos ense?¨® a amarle. Le gustaban Doctor en Alaska y la m¨²sica de Paolo Conte y tambi¨¦n, a?os atr¨¢s, ir al volante de su Mercedes descapotable de color rojo camino de Palma, con un fular al cuello, no tanto de Isadora Duncan como de Sebastian Flyte. Pero en un angl¨®filo irredento como ¨¦l -anglofilia que combinaba con otras dos devociones escriturarias: Cervantes y el profesor Mart¨ª de Riquer, del que se deshac¨ªa en alabanzas- hab¨ªa, m¨¢s all¨¢ de la luz juvenil del dandismo, una voluntad de normalidad que podr¨ªa tildarse de larkiniana. Si hablo de claridad, energ¨ªa, buen humor e irresistible encanto, cualquiera que haya conocido a Galm¨¦s sabe que estoy hablando de ¨¦l. Sin embargo, he citado al pie de la letra los rasgos de Larkin enunciados por su traductor el poeta ?lvaro Garc¨ªa. Y si digo que aporta el tono de una particular riqueza de matices y una flexibilidad que evoluciona desde lo coloquial ofensivo a la tensi¨®n sentimental pura, cualquiera que haya conocido a Galm¨¦s sabe que estoy hablando de ¨¦l. Sin embargo, tambi¨¦n aqu¨ª cito unas palabras de Jos¨¦ Mar¨ªa Valverde sobre Larkin. A eso me refiero cuando hablo del larkininismo de Gabriel Galm¨¦s: a una vida perif¨¦rica que se convierte en literatura a trav¨¦s de la curiosidad y la compasi¨®n por todo lo humano, donde el sarcasmo es s¨®lo una defensa tan inofensiva como un descapotable rojo.
Por eso hay que regresar al hombre Galm¨¦s, que sigue entre nosotros dispuesto a no marcharse nunca. A sus sorpresivos env¨ªos de recortes de revistas anglosajonas, a sus llamadas telef¨®nicas a cualquier hora para comentar cualquier cosa, a su forma de entrar en casa llen¨¢ndola de una vida nueva, salpicada de gestos amables, risas y ce?os fruncidos cuando se quer¨ªa poner serio, sin dejar de ser divertido en sentido ferrateriano: '¨¦s a dir, intel.ligent'.
Galm¨¦s era aficionado a coleccionar sombreros. La ¨²ltima vez que estuve con ¨¦l vino con un panam¨¢ fenomenal y le dije que parec¨ªa Marlon Brando en Queimada. Bajo su casa de Portocristo, a principios de verano se organizaban a veces conciertos para turistas franceses, que acababan con la interpretaci¨®n de La marsellesa. Entonces, ¨¦l sal¨ªa al balc¨®n con un gorro de mosquetero y oteaba el horizonte de la misma forma que desde su columna en el manacorense Set-Setmanari fustigaba con una esgrima impecable a los aprendices locales de Richelieu, o exig¨ªa -aficionado a las carreras de trotones- una estatua ecuestre en una plaza de su pueblo. ?sta era su pose de enfant terrible, o la m¨¢scara del t¨ªmido expansivo en su particular reino de la selva. Pero luego era capaz de profundizar en lo m¨¢s hondo de la condici¨®n humana, con una sensatez entusiasta y un sentido de la piedad fuera de lo com¨²n. Quiz¨¢ sea eso lo que nos hace resistir ante su ausencia. Quiz¨¢ sea esta la herencia que nos deja, mientras visita nuestras casas y nos ense?a una y otra vez a vivir sin ¨¦l.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.