Los 'miuras' siembran el p¨¢nico
El ¨²ltimo encierro, con la m¨ªtica ganader¨ªa, fue muy peligroso y dej¨® un herido grave
Un gigante africano bracea torpe entre una nube de miradas en llamas. A sus pies, zaldikos, cabezudos, kilikis y los ojos abiertos de par en par de un ni?o. Antes, los toros de Miura corr¨ªan despavoridos. Ahora, del incendio que causaron seis toros heridos de furia queda poco. Apenas unas huellas: quiz¨¢, los recuerdos de una fiesta que aboli¨® los relojes. Los corredores, sudorosos y a¨²n asustados, se despiden. Abrazos y una foto. La ¨²ltima. 'A ver, ?pa-ta-ta! Ya est¨¢'.
La tradici¨®n dice que los d¨ªas complicados est¨¢n reservados para los miuras. Es fin de semana, las calles hierven, se apuran los ¨²ltimos segundos de los sanfermines. A?os atr¨¢s, los imponentes astados (ninguno baja de 600 kilos) con la letra A cicatrizada en el lomo corrieron hermanados sin prestar atenci¨®n al estr¨¦pito. Esta vez no. Ca¨ªdas, vueltas atr¨¢s y sustos, muchos sustos, se adue?an de un encierro largo (m¨¢s de cuatro minutos eternos). Pese a ello, s¨®lo una cornada e infinidad de topetazos. A los hospitales llegaron siete accidentados. Pudieron ser 700. Contusiones, mu?ecas y narices rotas... Ni un miserable beso.
La calle de Santo Domingo explota. Las pezu?as de cuatro toneladas de toros golpean el adoquinado con voz de trueno. Sure?o, 670 kilos de negro susto, toma la delantera. La manada reta a los medrosos. Los nervios cristalizan. Casi al final de Mercaderes, el toro adelantado derrota a un lateral y Felipe Amorin, nacido hace 27 a?os en Biarritz (Francia), es arrollado, corneado (en la frente) y zarandeado. Pudo ser lo que pudo ser (a simple vista parec¨ªa eso que mejor no mentar) y se qued¨® en una herida de pron¨®stico grave.
La curva de la Estafeta vuelve a convertirse en una trampa. Rompelindes, un buen mozo con 640 kilos repartidos en un cuerpo largo y bien torneado, cae y es incapaz de levantarse. Por delante, todos los morlacos corren sueltos. Todos menos dos: Clavelito detiene su tranco cansino en medio de la interminable recta que conduce a la plaza, y Rompelindes sigue en el suelo. No puede con tanto cuerpo. El primero se vuelve; el segundo hace, por fin, pie. Se miran, se mugen enfadados, se cruzan, y el caos.
Derrotes a estatuas heladas que antes fueron corredores, desplomes, resbalones y, por supuesto, el valor desnudo de m¨¢s de un corredor que mece su cuerpo por ver¨®nicas. Rompelindes avanza. Clavelito queda atr¨¢s. M¨¢s trompicones y Lalo Moreno, matador de toros retirado que hace las veces de recortador en la plaza, que se va al suelo. Cuatro minutos que no acaban nunca.
El tiempo detenido. El aire se congela en la respiraci¨®n de los morlacos. Cada instante se ampl¨ªa, se abre hasta quedarse sin l¨ªmites en mitad del tiempo. Es el ¨²ltimo encierro. Media hora despu¨¦s desaparece el vallado. Pamplona recupera los relojes. Como esposas, los minuteros hacen presa en las mu?ecas. En la calle, un gigante. Entonces, s¨®lo el oc¨¦ano escondido en la mirada de un ni?o recuerda que ayer, durante los ¨²ltimos ocho d¨ªas, Pamplona fue una fiesta.
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