Una comparaci¨®n imposible
Los veranos de mi infancia se localizan mayormente en Sanl¨²car. Por supuesto que ya nada es como era en aquellos a?os colindantes con la guerra civil. Tampoco resulta discreto cotejar las im¨¢genes de entonces, congeladas en un incierto recodo de la memoria, con las de ahora. Se trata adem¨¢s de una comparaci¨®n imposible. En Sanl¨²car vi por primera vez el mar y viv¨ª las primeras excitantes escapadas de las vigilancias dom¨¦sticas, lo cual ven¨ªa a equivaler al descubrimiento del mundo. Y eso ten¨ªa su emoci¨®n.
Pero en la playa tambi¨¦n pod¨ªa comparecer la zozobra. Exist¨ªa por aquellos a?os un oficio ciertamente alevoso: el de ba?ero. Mi madre nos pon¨ªa a mis hermanos y a m¨ª, por turnos, en manos de uno de esos temibles jayanes que te conduc¨ªan al agua, te zambull¨ªan sin ning¨²n miramiento y te devolv¨ªan en avanzado estado de indignaci¨®n al c¨ªrculo familiar. All¨ª nos envolv¨ªan de inmediato en un albornoz y nos suministraban un dedito de moscatel a manera de reconstituyente. Lo del moscatel era una buena idea, pero el albornoz rozaba sin piedad las lesiones infringidas por el sol en la piel de un ni?o blanquinoso. No es improbable que de esos ba?os indeseados y esas da?inas quemaduras se deriven mi aversi¨®n por las playas y mis gustos de noct¨¢mbulo.
La playa de Sanl¨²car -lugar que incluye Cervantes en la toponimia de la picaresca- delimita propiamente la desembocadura del Guadalquivir. Es pues una extensa playa de arenas finas cuyas aguas a¨²n no han sido filtradas del todo por el Atl¨¢ntico. Dicen que esos sedimentos fluviales aportan al ba?ista un profuso r¨¦dito medicinal. Tampoco hay por qu¨¦ dudarlo. Enfrente, en la otra banda, persevera el esplendor siempre amenazado de Do?ana, con sus dunas reverberando bajo un cielo incoloro. La hilera de casetas corr¨ªa a todo lo largo del arenal y era agradable verlas tan oportunamente alineadas, dispuestas a servir de refugio contra toda clase de inclemencias. Hab¨ªa unas butacas a modo de garitas de mimbre que formaban realmente una estampa estival muy atractiva, con un fondo de barcos que remontaban el r¨ªo hasta Sevilla o bajaban de all¨ª como alardeando de saber esquivar a los ba?istas.
Las se?oras ten¨ªan pinta de ep¨ªgonos de una ¨¦poca declinante y hab¨ªa caballeros paseando vestidos de lino y tocados de jipijapa. Era una playa muy primorosa en este sentido y tard¨® bastante en dejar de serlo, gracias tal vez a los infantes de Orle¨¢ns, cuyo palacio sanluque?o hizo un poco las veces de atracci¨®n supletoria para un cierto sector social sevillano-jerezano. Entre ese palacio y el ducal de Medina Sidonia caben cinco o seis siglos de historia de Andaluc¨ªa, lo que tampoco es mal reclamo para veraneantes de piel delicada.
Jas¨¦ Manuel Caballero Bonald es escritor y naci¨® en Jerez de la Frontera en 1926.
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