El lagarto tatuado
Durante los a?os en que frecuent¨® las penitenciarias norteamericanas para escribir A sangre fr¨ªa, a Truman Capote le impact¨® el hecho de que todos los condenados a muerte que conoci¨® llevaran un tatuaje. Esta constataci¨®n lleg¨® incluso a convertirse en una obsesi¨®n, con la que trat¨® de establecer, entre trago y trago, una relaci¨®n de causa y efecto. Hoy los tatuajes ya no s¨®lo los llevan quienes aguardan con la esperanza abrasada en la galer¨ªa de la muerte, ni los legionarios, sino cualquier oficinista destraumatizado de Durofelguera. Incluso las hijas de los diputados del PP.
Cuentan con tantos adeptos como detractores, pero por encima de ese encarnizamiento est¨¦tico hay tatuajes que invisten de seducci¨®n a quien los lleva y otros que simplemente destruyen su atractivo. ?ste es el caso del lagarto mineral de la Serra de Les Raboses, con el tatuaje de Cullera sobre el lomo, que contin¨²a transmitiendo la sensaci¨®n tormentosa que capt¨® el autor de M¨²sica para camaleones, aunque con varias vueltas de tuerca sobre su propia perversi¨®n. Este tatuaje convierte al monte en su propio presidio, en su condena y en su ignominia. En cambio, para algunos vecinos ese mamarracho elaborado con pintura blanca al pl¨¢stico es el m¨¢ximo monumento local.
?ste es el relieve m¨¢s meridional del sistema ib¨¦rico junto al Mediterr¨¢neo, y el punto m¨¢s elevado del parque natural de L'Albufera, por algo estuvo ah¨ª con su forma de herradura propiciando la formaci¨®n del lago y facilitando los cultivos sobre los materiales cuaternarios depositados por el r¨ªo Turia. Por lo menos desde el Paleol¨ªtico ha ejercido una profunda atracci¨®n sobre el hombre, que siempre lo trat¨® como un monumento sagrado. Pero a principios de los a?os sesenta un cronista gafe llamado Enrique Torres tuvo la ocurrencia de proponer al Ayuntamiento de Cullera que pintase el nombre del pueblo sobre la espalda de este monte bajo la pamplina de que la carretera N-322 bordeaba al n¨²cleo urbano y el turismo pasaba de largo. Y lo peor de todo es que al Consistorio le pareci¨® una idea formidable y elev¨® este disparate a la categor¨ªa de acontecimiento municipal, con importantes efectos sobre el paisaje.
Sin duda, este erudito de vuelo gallin¨¢ceo hab¨ªa visto en alguna pel¨ªcula unos planos a¨¦reos de Hollywood y enseguida su din¨¢mico cerebro proyect¨® el asunto sobre la Serra de Les Raboses. En ello vio el remedio para que ese maravilloso entorno no quedara condenado a la ignorancia del palangre y el trasmallo. Desde entonces, ese tatuaje gigantista, propio del totalitarismo, ha estado ah¨ª como un insulto a la geolog¨ªa, mientras otras localidades como Benidorm o Gandia, sin necesidad de pintar su nombre en la Serra Gelada o en el Motd¨²ver, consegu¨ªan atraerse al turismo con mayor eficacia, puesto que el hecho de llevar el nombre escrito en la testuz no inviste de valores que no se tengan de antemano.
Esta extravagancia hortera ha sobrevivido a la dictadura y a la democracia, a gobiernos auton¨®micos y a corporaciones locales, como si se tratase de un patrimonio cultural muy singular que debiera perpetuarse para gloria de su inventor, quien tambi¨¦n lleg¨® a proponer la apertura de un tablao flamenco en el interior de una cueva de esta sierra rica en en restos arqueol¨®gicos. Y sin embargo, todav¨ªa no ha habido ni un un gobernante que se haya propuesto acabar con un residuo sint¨¦tico del d¨ªa en que el franquismo y la memez se confundieron en una sola sustancia.
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