Polvo y fusiles en el 'territorio liberado
La Alianza del Norte combate al r¨¦gimen talib¨¢n desde su feudo de Joya Bajoudin
Polvo. Nubes de polvo envuelven los caminos bacheados de tierra. Nubes de polvo flotando en un aire cer¨²leo como en una tormenta de arena en un desierto pedregoso y fantasmal. Polvo en los ojos, en la garganta y en los pulmones. Siempre mascando el maldito polvo. Esto es Afganist¨¢n, un violento salto atr¨¢s en el t¨²nel del tiempo: de la miseria meridional de lo que fuera parte del imperio sovi¨¦tico a una Edad Media disfrazada con fusiles de asalto y veh¨ªculos todoterreno. Un salto sin transiciones ni advertencias, de la aldea de Kokul a la de Dastikal¨¢, al otro lado del r¨ªo Amurdaria, donde comienza lo que Occidente llama ahora el Afganist¨¢n libre, el de la Alianza del Norte, una coalici¨®n de se?ores de la guerra que fracas¨® en el Gobierno de Kabul entre 1992 y 1996.
Los milicianos impiden el acceso al lugar donde fue asesinado su l¨ªder, Ahmed Masud
Dastikal¨¢ est¨¢ a 15 kil¨®metros del frente de batalla. Desde el otro lado, la artiller¨ªa talib¨¢n lanza andanadas espor¨¢dicas contra la ruta de suministros. La barcaza de cable que surca las aguas pastosas del Amurdaria tambi¨¦n se encuentra a tiro. S¨®lo es posible cruzar de noche y sin luces. La barcaza transporta periodistas llegados en aluvi¨®n y esperanzados en poder narrar una guerra r¨¢pida; pero tambi¨¦n sirve para nutrir de hombres y pertrechos a la esperada ofensiva terrestre sobre Mazar e-Sharif, en poder del r¨¦gimen talib¨¢n y una de las puertas de la capital.
Desembarcan en Dastikal¨¢, protegidos por la negrura de la noche, decenas de tayikos y hazaras, dos de las etnias que componen, junto a los uzbekos, la Alianza. Marchan todos en comandita, embutidos en unos uniformes nov¨ªsimos de color verde oliva y cubierta la cabeza por un kefief impoluto parecido al de los fedayin palestinos; resulta un contraste ins¨®lito frente a sus vetustos Kal¨¢shnikov.
El puesto aduanero se encuentra atestado de oxidados camiones cisterna aparcados en semic¨ªrculo. Tiene un chamizo de adobe rojo donde tres tipos descalzos y vestidos con chalecos de camuflaje remiran los pasaportes a la vera de una temblequeante l¨¢mpara de petr¨®leo y les asientan un sello sin tinta. Afuera, una ringlera de conductores de todoterreno se agita ante el olor del negocio: cien d¨®lares por un recorrido de apenas 25 kil¨®metros, el que separa Dastikal¨¢ de Joya Bajoudin, donde mataron el 9 de septiembre a Ahmed Masud, m¨¢ximo jefe militar de la Alianza del Norte. Esa carretera resulta tan impracticable y dura que es irreal imaginarse un carro de combate de ¨²ltima generaci¨®n a m¨¢s de 12 kil¨®metros por hora.
En Joya Bajoudin, la noche cae g¨¦lida, rodeada de un polvo fr¨ªo. El cielo est¨¢ estrellado y la luna menguante, pero ese fr¨ªo se mete en los huesos y obliga a abrigarse. No hay hoteles ni luz el¨¦ctrica ni agua; s¨®lo viviendas confundidas con el paisaje medieval. Se escucha el balido de las cabras al refugiarse asustadas contra las empalizadas de sus corrales. Los periodistas se arraciman en los suelos y pasillos enfundados en sacos de dormir en lo que aqu¨ª llaman la guest house, la casa de hu¨¦spedes, donde el jefe Masud sol¨ªa mantener sus entrevistas y donde encontr¨® la muerte d¨ªas antes del atentado contra las Torres Gemelas y el Pent¨¢gono. Su asesinato, obra, al parecer, de la red de Osama Bin Laden, ha privado a la Alianza del Norte de su mejor baza militar y pol¨ªtica, del ¨²nico l¨ªder capaz de mantener firme una compleja mir¨ªada de intereses ¨¦tnicos y ego¨ªsmos personales. Ha dejado hu¨¦rfana la alternativa al Gobierno de los talib¨¢n.
La habitaci¨®n donde result¨® herido de muerte est¨¢ cerrada. Desde la parte trasera de la vivienda, junto a otro r¨ªo donde las mujeres lavan la ropa y los hombres sus coches, en la distancia, dos cartones blancos tapan el vac¨ªo de los cristales rotos. La jamba de la puerta est¨¢ astillada, igual que los marcos de madera. Por el ¨¢ngulo superior descubierto se distingue una esquina de la pared ennegrecida por el fuego y el humo. Los milicianos de la Alianza, que vigilan a los periodistas impidi¨¦ndoles salir de la casa de hu¨¦spedes sin compa?¨ªa, no permiten detenerse ante esa ventana de Masud; lo consideran una falta de respeto, casi un sacrilegio.
Por las calles de la ciudad, un par de manzanas rectil¨ªneas envueltas en el inevitable polvo afgano de estos d¨ªas, circulan escasos autom¨®viles: toyotas herrumbrosos, modernos todoterreno Uaz, de fabricaci¨®n sovi¨¦tica, y poco m¨¢s. Todos portan el retrato del h¨¦roe muerto en el limpiaparabrisas del copiloto. Ese mismo retrato en color inunda algunas tiendecillas donde los hombres, a falta de plusval¨ªa, charlan y beben t¨¦ en cuclillas.
La mayor¨ªa de los habitantes de Joya Bajoudin se mueven a pie, en burro o en caballo. Su bazar, el mercado donde a diario se intenta vender de todo, que en Afganist¨¢n es casi nada, resulta un traj¨ªn silencioso de compras y ventas y de curioseos mudos. No hay trabajo, dinero ni comida en ese mercado extendido en el suelo. S¨®lo se exponen sand¨ªas de gran tama?o algo pasadas, racimos de uvas y manzanas y peras duras como piedras. La carne y el pescado no existen; ni su memoria tampoco. Los ni?os, tocados con sus gorros tayikos o hazares, se arremolinan alrededor del extranjero; unos, los t¨ªmidos, le reh¨²yen y le observan con ojos temerosos en la distancia, otros tratan de acariciarle el brazo o de seguirle at¨®nitos el dibujo de cada gesto. ?Pensar¨¢n que somos soldados?
En ese mercado, y en la calle, no pasean las mujeres. Ni son visibles los corros de comadreo. S¨®lo ni?as y alguna adulta enfundada en su burka blanco o azul rompen un paisaje machista. Aqu¨ª, en el norte de Afganist¨¢n, nada les obliga, en teor¨ªa, a cubrirse de la cabeza a los pies como en el resto del pa¨ªs, controlado por el fanatismo de los talib¨¢n, pero el universo no parece tan diferente al que se ve transitar por las calles de Kabul. Son costumbres rurales que nadie pretende ni desea alterar. Muchos de los hombres se cubren la cabeza con turbantes negros iguales a los de un talib o llevan barba. Los dos Afganistanes -el del norte y el otro, el que hemos descubierto como aliado y el terrorista- parecen fundidos en un cuadro ocre en el que casi no existen los claroscuros: ¨¦sa es la gran dificultad de cualquier operaci¨®n militar de Estados Unidos en este pa¨ªs, que no existe.
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