Homenaje al amigo
?lvaro Mutis y yo hab¨ªamos hecho el pacto de no hablar en p¨²blico el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 a?os justos y en este mismo sitio, ¨¦l viol¨® aquel pacto de salubridad social, s¨®lo porque no le gust¨® el peluquero que le recomend¨¦. He esperado desde entonces una ocasi¨®n para comerme el plato fr¨ªo de la venganza, y creo que no habr¨¢ otra m¨¢s propicia que ¨¦sta. ?lvaro cont¨® entonces c¨®mo nos hab¨ªa presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena id¨ªlica del 49. Ese encuentro parec¨ªa ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres a?os o cuatro a?os, cuando le o¨ª decir algo casual sobre F¨¦lix Mendelssohn. Fue una revelaci¨®n que me transport¨® de golpe a mis a?os de universitario en la desierta salita de m¨²sica de la Biblioteca Nacional de Bogot¨¢, donde nos refugi¨¢bamos los que no ten¨ªamos los cinco centavos para estudiar en el caf¨¦. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz her¨¢ldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos min¨²sculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y ped¨ªa que tocaran el concierto de viol¨ªn de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 a?os hasta aquella tarde en su casa de M¨¦xico, para reconocer de pronto la voz estent¨®rea, los pies de Ni?o Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
'Me llev¨® mi primer ejemplar de Pedro P¨¢ramo y me dijo: 'Ah¨ª tiene, para que aprenda'
'Nadie imagina cu¨¢l es el alto precio que paga por ser el hombre m¨¢s simp¨¢tico del mundo'
'La ¨²nica vez que de veras me he cre¨ªdo a punto de morir, tambi¨¦n estaba con ¨¦l'
'Maqroll no es s¨®lo ¨¦l, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos'
'Carajo', le dije derrotado. 'De modo que eras t¨²'.
Lo ¨²nico que lament¨¦ fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya hab¨ªamos digerido tanta m¨²sica juntos, que no ten¨ªamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.
?lvaro hab¨ªa sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 a?os, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esper¨® armado en la esquina, porque cre¨ªa haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que ¨¦l improvisaba en sus programas. En otra ocasi¨®n, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundi¨® y trastoc¨® los nombres de los dos Lleras mayores. M¨¢s tarde, ya como especialista de relaciones p¨²blicas, se equivoc¨® de pel¨ªcula en una reuni¨®n de beneficencia, y en vez de un documental de ni?os hu¨¦rfanos les proyect¨® a las buenas se?oras de la sociedad una comedia pornogr¨¢fica de monjas y soldados, enmascarada bajo un t¨ªtulo inocente: El cultivo del naranjo. Fue tambi¨¦n jefe de relaciones p¨²blicas de una empresa a¨¦rea que se acab¨® cuando se le cay¨® el ¨²ltimo avi¨®n. El tiempo de ?lvaro se le iba en identificar los cad¨¢veres, para darles la noticia a las familias de las v¨ªctimas antes que a los peri¨®dicos. Los parientes desprevenidos abr¨ªan la puerta creyendo que era la felicidad, y con s¨®lo reconocer la cara ca¨ªan fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo m¨¢s grato hab¨ªa tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cad¨¢ver exquisito del hombre m¨¢s rico del mundo. Lo baj¨® en posici¨®n vertical por el ascensor de servicio en un ata¨²d comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le pregunt¨® qui¨¦n iba dentro, le dijo: 'El se?or obispo'. En un restaurante de M¨¦xico, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trat¨® de agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winche, el personaje de Los intocables que ?lvaro doblaba para la televisi¨®n. Durante sus 23 a?os de vendedor de pel¨ªculas enlatadas para Am¨¦rica Latina le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que m¨¢s apreci¨¦ desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocaci¨®n feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ning¨²n escritor que yo conozca se ocupa tanto como ¨¦l de los otros, y en especial de los mas j¨®venes. Los instiga a la poes¨ªa contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida, y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha beneficiado m¨¢s que yo de esa escasa virtud. Ya cont¨¦ alguna vez que fue ?lvaro quien me llev¨® mi primer ejemplar de Pedro P¨¢ramo y me dijo: 'Ah¨ª tiene, para que aprenda'. Nunca se imagin¨® en la que se hab¨ªa metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprend¨ª no s¨®lo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi v¨ªctima absoluta de ese sistema salvador ha sido ?lvaro Mutis desde que escrib¨ª Cien a?os de soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los cap¨ªtulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. ?l los escuchaba con tanto entusiasmo, que segu¨ªa repiti¨¦ndolos por todas partes, corregidos y aumentados por ¨¦l. Sus amigos me los contaban despu¨¦s tal como ?lvaro se los contaba, y muchas veces me apropi¨¦ de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mand¨¦ a su casa. Al d¨ªa siguiente me llam¨® indignado: 'Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos', me grit¨®. 'Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me hab¨ªa contado'.
Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero tambi¨¦n tan razonados, que por lo menos tres cuentos m¨ªos murieron en el caj¨®n de la basura porque ¨¦l ten¨ªa raz¨®n contra ellos. Yo mismo no podr¨ªa decir qu¨¦ tanto hay de ¨¦l en casi todos mis libros, pero hay mucho.
Me preguntan a menudo c¨®mo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: ?lvaro y yo nos vemos muy poco, y s¨®lo para ser amigos. Aunque hemos vivido en M¨¦xico m¨¢s de treinta a?os, y casi vecinos, es all¨ª donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o ¨¦l quiere verme, nos llamamos antes por tel¨¦fono para estar seguros de que queremos vernos. S¨®lo una vez viol¨¦ esta regla de amistad elemental, y ?lvaro me dio entonces una prueba m¨¢xima de la clase de amigo que es capaz de ser.
Fue as¨ª: ahogado de tequila con un amigo muy querido, toqu¨¦ a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde ?lvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicaci¨®n alguna, ante su mirada todav¨ªa embobecida por el sue?o, descolgamos un precioso ¨®leo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con ¨¦l lo que nos dio la gana. ?lvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movi¨® un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 a?os para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es que la mayor¨ªa de las veces en que hemos estado juntos ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y s¨®lo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad val¨ªa la pena. Para m¨ª, las horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprend¨ª m¨¢s de trescientos kil¨®metros sobre los C¨¢taros y de los papas de Avignon. As¨ª en Alejandr¨ªa como en Florencia, en N¨¢poles como en Beirut, en Egipto como en Par¨ªs. Sin embargo, la ense?anza m¨¢s enigm¨¢tica de aquellos viajes fren¨¦ticos fue a trav¨¦s de la campi?a belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos reci¨¦n abonados. ?lvaro hab¨ªa manejado durante m¨¢s de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: 'Pa¨ªs de grandes ciclistas y cazadores'. Nunca nos explic¨® qu¨¦ quiso decir, pero nos confes¨® que ¨¦l lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aqu¨¦lla, aun en las visitas m¨¢s propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases sino los recreos. En Par¨ªs, esperando que las se?oras acabaran de comprar, ?lvaro se sent¨® en las gradas de una cafeter¨ªa de moda, torci¨® la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco, y extendi¨® su tr¨¦mula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la t¨ªpica acidez francesa: 'Es un descaro pedir limosna con semejante su¨¦ter de cashemir'. Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogi¨® cuarenta.
En Roma, en casa de Francesco Rossi, hipnotiz¨® a Fellini, a M¨®nica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas cont¨¢ndoles sus historias truculentas del Quind¨ªo en un italiano inventado por ¨¦l, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recit¨® un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que hab¨ªa escuchado a Neruda en persona le pidi¨® un aut¨®grafo creyendo que era ¨¦l.
Un verso suyo me hab¨ªa inquietado desde que lo le¨ª: 'Ahora que s¨¦ que nunca conocer¨¦ Estambul'. Un verso extra?o en un mon¨¢rquico insalvable, que nunca hab¨ªa dicho Estambul sino Bizancio, como no dec¨ªa Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la raz¨®n. No s¨¦ por qu¨¦ tuve el presagio de que deb¨ªamos exorcizar aquel verso conociendo a Estambul. De modo que lo convenc¨ª de que nos fu¨¦ramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desaf¨ªa al destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres d¨ªas que estuvimos all¨ª, asustado por el poder premonitorio de la poes¨ªa. S¨®lo hoy, cuando ?lvaro es un anciano de 70 a?os y yo un ni?o de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la ¨²nica vez en que de veras me he cre¨ªdo a punto de morir, tambi¨¦n estaba con ?lvaro. Rod¨¢bamos a trav¨¦s de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me qued¨® otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar a d¨®nde ¨ªbamos a caer. Por un instante sent¨ª la sensaci¨®n fenomenal de que el volante no me obedec¨ªa en el vac¨ªo. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el autom¨®vil se acost¨® como un ni?o en la cuneta de un vi?edo primaveral. Lo ¨²nico que recuerdo de aquel instante es la cara de ?lvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseraci¨®n que parec¨ªa decir: '?Pero qu¨¦ est¨¢ haciendo este pendejo!'.
Estos exabruptos de ?lvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvi¨® a mirarse en un espejo desde los 20 a?os porque empez¨® a verse distinta de como se sent¨ªa. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la Sabana. En Nueva York le ped¨ª una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras ¨ªbamos al cine. Ella nos advirti¨® con toda seriedad que tuvi¨¦ramos cuidado, porque en Manizales hab¨ªa hecho el mismo favor con un ni?o que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro d¨ªa en los almacenes Maysis, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al ni?o, ella trat¨® de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo: 'No se preocupen. Tambi¨¦n Alvarito se me perdi¨® en Bruselas cuando ten¨ªa siete a?os, y ahora vean lo bien que le va'. Por supuesto que le iba bien, si era una versi¨®n culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poes¨ªa como por ser el hombre m¨¢s simp¨¢tico del mundo. Por donde quiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones fren¨¦ticas, de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. S¨®lo quienes lo conocemos y lo queremos m¨¢s sabemos que no son m¨¢s que aspavientos para asustar a sus fantasmas.
Nadie puede imaginarse cu¨¢l es el alt¨ªsimo precio que paga ?lvaro Mutis por la desgracia de ser tan simp¨¢tico. Lo he visto tendido en un sof¨¢, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiar¨ªa ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabidur¨ªa, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quim¨¦rica y la desolaci¨®n interminable de su poes¨ªa.
Lo he visto escondido del mundo en las sinfon¨ªas paquid¨¦rmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rinc¨®n apartado de un jard¨ªn de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una pel¨ªcula de vaqueros, relee de una tirada toda A la b¨²squeda del tiempo perdido. Pues una buena condici¨®n para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 p¨¢ginas. En la c¨¢rcel de M¨¦xico, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que s¨®lo ¨¦l pag¨®, permaneci¨® los 16 meses que ¨¦l considera los m¨¢s felices de su vida.
Siempre pens¨¦ que la lentitud de su creaci¨®n era causada por su oficios tir¨¢nicos. Pens¨¦ adem¨¢s que estaba agravada por el desastre de su caligraf¨ªa, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro har¨ªan aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. ?l me dijo cuando se lo dije, hace muchos a?os, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al d¨ªa con sus libros. Que haya sido as¨ª, y que haya saltado sin paraca¨ªdas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis a?os.
Basta leer una sola p¨¢gina de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de ?lvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el para¨ªso perdido. Es decir: Maqroll no es s¨®lo ¨¦l, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.
Qued¨¦monos con esta azarosa conclusi¨®n, quienes hemos venido esta noche a cumplir con ?lvaro estos 70 a?os de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y s¨®lo para decirle con todo el coraz¨®n, cu¨¢nto lo admiramos, carajo, y cu¨¢nto lo queremos.
Babelia
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