Sin noticias del frente
Sobibor es un filme de Claude Lanzmann, el director del m¨ªtico Shoah, que se proyecta estos d¨ªas en una sala parisina. Es una extra?a pel¨ªcula en la que un solo personaje, que no es un actor, sino un testigo del campo de exterminio, ubicado en un lugar llamado Sobibor, mantiene al espectador cosido a su butaca hasta que se encienden las luces. El poder del testigo no es la informaci¨®n ni la seducci¨®n; eso lo hacen mejor precisamente el historiador y el actor; su poder es respirar a¨²n hoy el olor de aquellos campos e inquietar con su recuerdo al espectador actual.
El testigo acompa?a como una sombra a todas las barbaries del hombre porque es la v¨ªctima superviviente de la cat¨¢strofe. Es una figura tan peligrosa que los grandes actores de la historia porf¨ªan en hacerla invisible. Lo sab¨ªan los nazis, obsesionados con no dejar ning¨²n rastro delator, ning¨²n superviviente, de ah¨ª que redujeran los cad¨¢veres a cenizas y ¨¦stas, aventadas. Tampoco ahora nos muestran huellas de los bombardeos en Afganist¨¢n, como si no hubiera m¨¢s sufrimiento que el causado por los talibanes, y no hemos visto cad¨¢veres de las Torrres Gemelas, como si el da?o causado por medios t¨¦cnicos s¨®lo se expresara en estad¨ªsticas de muertos y no en experiencias de la muerte.
Este miedo al testigo tiene que ver con su autoridad. Al testigo no le enga?a la propaganda oficial. Sabe que las duchas eran c¨¢maras de gas y sabe que debajo de muchos bellos bosques, crecidos con el mimo del olvido, hubo un campo de exterminio. Sabe todo el dolor que provoca lo que para el lejano lector s¨®lo es noticia de un bombardeo. La autoridad del testigo le viene de haber vivido una experiencia que no est¨¢ en los libros y de contagiar con ella a quien se le acerque.
La ocultaci¨®n del testigo es altamente sospechosa. En primer lugar, porque los lentos progresos morales de la humanidad han tenido que ver con ¨¦l. Una figura jur¨ªdica como la de 'crimen contra la humanidad' es impensable sin el testimonio de las v¨ªctimas. Porque lo que esa figura quiere decir no es que haya cr¨ªmenes particularmente abominables y que no pueden prescribir -?por qu¨¦ han de prescribir otros?-, sino que hay cr¨ªmenes que atentan a la humanidad del hombre y que, una vez cometidos, la humanidad queda disminuida en alguna zona vital. Las v¨ªctimas saben, como no lo sabe nadie, que hay torturas y sufrimientos que acaban con la dignidad del verdugo, por supuesto, pero tambi¨¦n de la v¨ªctima y, por tanto, de todo hombre. Elie Wiesel llega a decir que 'los santos son los que mueren antes del final', antes de llegar a un l¨ªmite de sufrimiento en el que no hay santidad, ni dignidad, ni humanidad que valga. Que llamemos a esos atentados 'cr¨ªmenes contra la humanidad' no es s¨®lo para incluirlos en un determinado grado jur¨ªdico de crueldad, sino para llamar la atenci¨®n de la humanidad sobre un grado de deterioro moral del hombre que deber¨ªa disparar todas las alarmas.
Pero para lo que su testimonio es capital es para se?alar ese momento de barbarie que hay en toda acci¨®n civilizada, y ese punto de venganza en muchas acciones de justicia. Todos los l¨ªderes occidentales han justificado la guerra en Afganist¨¢n porque 'un pueblo (el estadounidense) tiene derecho a defenderse'. Por derecho a defenderse hay que entender la declaraci¨®n de guerra por un acto terrorista. As¨ª que estamos solidariamente en guerra para combatir la inseguridad originada por el ataque a dos edificios que son de Nueva York, pero que nos representan. ?El resultado? Una especie de estado de excepci¨®n mundial para todo aquel que signifique, aunque sea por su pinta exterior, una amenaza a los que pagan sus impuestos para vivir seguros. Por una orden de Bush, ciudadanos del mundo entero pierden su condici¨®n de sujetos de derechos, al tiempo que se pone entre par¨¦ntesis el garantismo procesal, arrancado a la venganza por la justicia, sin olvidar la excepcionalidad que supone sacrificar intelectualmente la libertad a la seguridad. La complicidad latente de la civilizaci¨®n con la barbarie reside precisamente en el convencimiento de que toda violencia es poca cuando se trata de defender lo propio. Se bagateliza moralmente el recurso a la violencia, como hacen todos los que mandan, porque se est¨¢ convencido de la superioridad y nobleza de los fines que la animan. Si toda violencia es poca cuando se trata de combatir el mal, podemos clasificar tranquilamente todo el da?o causado a la poblaci¨®n civil inocente en el apartado de 'da?os colaterales'.
Contra esa trivializaci¨®n del sufrimiento levantan su voz los testigos. Para ellos, los muertos no son estad¨ªsticas, ni los sufrimientos, noticias. Les vale lo que un pensador dijo al negarse a enterrar el horror de la II Guerra Mundial en el ba¨²l de la historia: 'La ciencia es estad¨ªstica, pero al conocimiento le basta un campo de concentraci¨®n para cuestionar todo lo que la ciencia da por aclarado'. Al testigo no le valen los n¨²meros, ni siquiera las reacciones pol¨ªticas de quienes hacen suya su causa. Que los Estados Unidos y sus aliados hayan reaccionado al brutal atentado contra las Torres Gemelas declarando la guerra al supuesto responsable del acto terrorista, Bin Laden, y al pa¨ªs que le acoge, Afganist¨¢n, en nombre de la justicia, es decir, para hacer justicia, es algo que pone en evidencia ese momento de venganza que tiene nuestra idea civilizada de justicia. Eso lo sabe muy bien el testigo que distingue entre la satisfacci¨®n de la injusticia causada a la v¨ªctima y el castigo al culpable. El derecho relaciona ambos momentos, pero el testigo, est¨¦ en Nueva York o en Kabul, sea jud¨ªo o palestino, sabe que no son iguales.
Esta entronizaci¨®n, por parte de los poderes pol¨ªticos, de un estado de excepci¨®n cultural ha encontrado, bien es cierto, una fuerte oposici¨®n en la mayor parte de la intelligentzia de los pa¨ªses civilizados. En los grandes diarios del mundo civilizado domina el tono cr¨ªtico, pero no ocurre nada. Ni los gobiernos se inmutan ni la opini¨®n p¨²blica se indigna.
El blindaje t¨¦cnico de la guerra, es decir, su apariencia incruenta, por un lado, y esa extra?a imbricaci¨®n de la barbarie en la cultura, de la venganza en la justicia, explicar¨ªa lo tranquilos que est¨¢n los gobiernos civilizados en su guerra de Afganist¨¢n, pese a la opini¨®n cr¨ªtica de los intelectuales. Se echa de menos a los testigos. No se trata de convertir la plaza p¨²blica en una corte de los milagros; se trata simplemente de poder escuchar el silencio de los abrasados en Nueva York, los gritos de los bombardeados en Gaza o Kandahar, las demandas de los desplazados, las v¨ªctimas de Jerusal¨¦n, los relatos de las que ayer como hoy tendr¨¢n que vivir encerradas en sus burkas. Qui¨¦n sabe si la vieja figura del intelectual no yace sepultada bajo toneladas de informaci¨®n. Quiz¨¢ sea la hora del testigo, por su capacidad de indignar al espectador, esto es, de convertirle a su vez en testigo, como hace Yehud¨¢ Lerner, el superviviente de Sobibor.
Reyes Mate es profesor de Investigaci¨®n en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC.
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