Speer, de la burgues¨ªa al nazismo
Hace pocos meses El Acantilado ha reeditado la traducci¨®n espa?ola de las interesant¨ªsimas Memorias de Albert Speer, una decisi¨®n acertada porque las anteriores ediciones de Plaza & Jan¨¦s (1969 y 1973) ya no est¨¢n al alcance de los nuevos lectores y porque a los septuagenarios nos ser¨¢ ¨²til una relectura, aunque sea en diagonal, para actualizar datos sobre la Alemania de Hitler y para discutir las ambig¨¹edades, los desconciertos y hasta las hipocres¨ªas de un personaje que proven¨ªa de la sociedad culta y elegante y que se puso al servicio del F¨¹hrer y su pol¨ªtica criminal, actuando simult¨¢neamente como ministro y como arquitecto. Espero que esta relectura no sirva para reforzar las opiniones amables y hasta comprensivas que estos ¨²ltimos a?os he visto formular sobre Speer, consider¨¢ndolo como un primer atisbo cr¨ªtico en la c¨²pula nazi y, adem¨¢s, un arquitecto de cierta val¨ªa. Alguien lo clasific¨® como el 'buen nazi' (aunque Dan van der Vat ya demostr¨® en su libro The good nazi -Londres 1997- que lo de 'bueno' s¨®lo pod¨ªa ser consecuencia del cinismo y las mentiras) y algunos compa?eros de viaje del posmodernismo se han atrevido a considerarlo el ¨²ltimo arquitecto de la gran monumentalidad, el reivindicador del clasicismo. Y en realidad, era un nazi como cualquier otro, es decir, como cualquier otro ministro de Hitler, c¨ªnico y embustero, presumido, burgu¨¦s reducido a leguleyo, que supo mentir en N¨²remberg con elegancia para lograr s¨®lo 20 a?os de condena, mientras ahorcaban a sus compa?eros m¨¢s bastos y con menos recursos dial¨¦cticos. Como arquitecto hay que situarlo en su cuadro cultural y profesional. Su padre era un arquitecto mediocre -aquellos que no se enteraron ni de la Sezession ni del Jugendstil- que se enriqueci¨® haciendo arquitectura para la burgues¨ªa aprovechando residuos del Renacimiento alem¨¢n y del Segundo Imperio franc¨¦s. Su hijo es hoy uno de los arquitectos m¨¢s vulgares de Alemania y uno de los que acumulan m¨¢s encargos de las multinacionales de marca americana e incluso de marca alemana con marchamo neonazi. Entre las dos generaciones, el prepotente Albert Speer se incluy¨® en el grupo beligerante contra las vanguardias de la Bauhaus, de la pol¨ªtica urbana de la Rep¨²blica de Weimar y de los dise?adores de nuevos m¨¦todos productivos y nuevos temas sociales. Su aprendizaje se centr¨® en las diversas tendencias conservadoras pilotadas por Troost, por su continuador Gall, por Bonatz o incluso por el ambiguo convencionalismo de Tessenow. Pero dentro de estas tendencias Speer represent¨® lo peor: en vez de entrar en una pol¨¦mica cultural, fue el valedor de un nuevo estilo nacionalsocialista bajo las ¨®rdenes de Hitler, supeditado a los croquis que dibujaba el propio dictador. Speer tuvo un papel importante en el sostenimiento te¨®rico del gran desastre que fue la eliminaci¨®n del mejor episodio de la vanguardia alemana, una eliminaci¨®n que ejecutaron las manos sucias y sangrientas de los jerarcas del partido. Pero adem¨¢s Speer, a diferencia de algunos de sus maestros que hoy pueden ser reconocidos como intentos de tradicionalismos plausibles, fue un arquitecto p¨¦simo. Ni siquiera entendi¨® los valores transmisibles de la aut¨¦ntica generaci¨®n neocl¨¢sica -Schinkel, Gilly, Klenze- m¨¢s presentes en Troost y Bonatz. No se puede comparar la sensibilidad -antigua y atrabiliaria, pero de tono cultural- de las obras de Troost -los pabellones de la K?niglichen Platz y la Haus der Deutschen Kunst de Munic, por ejemplo-, o la fortaleza compositiva de Bonatz en sus puentes y sus fachadas p¨¦treas, o la fecunda incertidumbre de Tessenow, que alcanz¨® incluso una actitud cr¨ªtica, con los aspavientos kitsch de la Canciller¨ªa de Berl¨ªn o la disparatada monumentalidad escalar de la Gran Sala que ten¨ªa que rematar el nuevo eje urbano de la capital. En la cursiler¨ªa de estos interiores uno recuerda la famosa escena de Chaplin y se imagina a Hitler y a Speer con sendos tut¨²s recibiendo cardenales y embajadores italianos. No lo hac¨ªan disfrazados de bailarina, sino con unos adecuados uniformes dise?ados por Hitler que alternaban el machismo con la opereta. Speer, adem¨¢s, provoc¨® una generaci¨®n de colaboradores todav¨ªa peores: Giesler, Klotz, March, Kreis, etc¨¦tera, siempre ornamentados con las esculturas repugnantes de Breker. Y siempre fieles a un estilo que no era m¨¢s que la expresi¨®n del poder que hab¨ªa destronado brutalmente a los que hoy consideramos los grandes maestros del Movimiento Moderno, desde Taut a Gropius, desde Mendelsohn a Mies, desde Behrens a Scharoun.
Ser¨ªa muy negativo que esa reedici¨®n de las Memorias hiciera renacer imprudentes satisfacciones sobre la arquitectura nazi, fascista, estaliniana o franquista. Ya sabemos que se empieza admirando unos detalles compositivos, una radicalidad compositiva, una desfachatez monumental, y se acaba echando de menos la dictadura. En Espa?a hemos ca¨ªdo a menudo en esta confusi¨®n. No hace mucho, por ejemplo, se han hecho diversos esfuerzos para analizar con miradas nuevas la arquitectura de Luis Moya, un arquitecto tan desafortunado como Speer, empeorado por los atrasos dubitativos de Espa?a y por la peor categor¨ªa de las referencias hist¨®ricas. La Universidad Laboral de Gij¨®n es -en la deprimente pobreza espiritual del franquismo- uno de los grandes bodrios de la incultura europea disimulada tras la vaciedad de los discursos acad¨¦micos. A veces no hay una relaci¨®n directa entre ideolog¨ªa pol¨ªtica y estilo arquitect¨®nico, pero en el caso de Speer y Moya no hay duda. Uno era nazi y el otro franquista: los dos se propusieron implantar el nazismo y el franquismo en un estilo arquitect¨®nico propio. Y como s¨®lo era eso -un estilo para el poder desp¨®tico-, se acab¨® cuando el poder fracas¨®. Que no vuelva, porque para ello habr¨ªa que restablecer aquel poder.
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