Mirando al tendido
A veces, hojeando distra¨ªdamente el peri¨®dico, a uno le asalta la sospecha de que ciertos colaboradores habituales -en particular los m¨¢s veteranos- han ido desarrollando la peculiar habilidad de escribir pensando en los efectos; esto es, anticipando la repercusi¨®n que su colaboraci¨®n obtendr¨¢ en la secci¨®n Cartas al director. La sospecha, en un principio, no hace referencia al contenido, sino que surge con un car¨¢cter puramente formal. Como si para los mencionados colaboradores el signo de la repercusi¨®n no fuera lo m¨¢s importante, sino que lo que persiguieran, lo que consideraran en s¨ª mismo todo un ¨¦xito, fuera el hecho de protagonizar durante varios d¨ªas aquella secci¨®n.
Para garantizarse el eco epistolar existen dos estrategias s¨®lo en apariencia contrapuestas. Una es la de decir aquello que un cierto lector est¨¢ esperando que se le diga, con la seguridad (que proporciona la experiencia) de que, cuando tropiece con el art¨ªculo, exclamar¨¢ entusiasmado algo muy parecido a '?ya era hora de que alguien se atreviera a denunciarlo!'. Si uno escribe, pongamos por caso, una columna poniendo a caer del burro a pedagogos de sal¨®n que, sin ninguna experiencia directa del trabajo en las aulas con los adolescentes de hoy en d¨ªa, han ideado reformas educativas de imposible cumplimiento (imposibilidad originada, entre otras razones, por la falta de colaboraci¨®n de los padres, tan poco proclives a asumir responsabilidades en esta sociedad posmoderna de nuestros pecados), es altamente probable que al d¨ªa siguiente el peri¨®dico reciba una catarata de cartas agradecidas -en su mayor parte de profesionales de la ense?anza, claro est¨¢- celebrando la valent¨ªa del colaborador que se ha atrevido con la denuncia.
Otra estrategia -en el fondo sim¨¦trica de la anterior- consiste en intentar poner directamente el dedo en el ojo de alg¨²n sector o grupo de la poblaci¨®n sensibilizado de manera especial hacia ciertos asuntos. Un ejemplo bien pr¨®ximo: en Catalu?a un comentario acerca de la situaci¨®n del catal¨¢n en relaci¨®n con el castellano (o viceversa) que se aparte de alguna de las variantes de lo pol¨ªticamente correcto que hay en circulaci¨®n (seg¨²n ambientes) a¨²n tiene asegurada, por sorprendente que a alguien desde fuera le pudiera parecer, la respuesta casi inmediata de buen n¨²mero de lectores. ?Por qu¨¦ se califica a esta estrategia de sim¨¦trica de la anterior? Porque en el fondo tambi¨¦n aquello que tanto indigna a este otro corresponsal espont¨¢neo del peri¨®dico forma parte, a modo de episodio particular, de lo que est¨¢ esperando encontrar... s¨®lo que para mejor indignarse y, de este modo (esto es, ratificado su convencimiento de que los enemigos siguen ah¨ª, pertinaces), perseverar m¨¢s decididamente en sus ideas.
Pero, m¨¢s all¨¢ de lo que puedan tener de truco de oficio estas estrategias, una cuesti¨®n m¨¢s general puede ser planteada a partir de todo lo anterior: el entusiasmo o la adhesi¨®n no pueden constituirse en criterio ¨²ltimo (y menos exclusivo) de sanci¨®n para las ideas. Como tampoco la condici¨®n iconoclasta, provocadora, es todav¨ªa por s¨ª sola garant¨ªa de nada. En el fondo, el reproche que se le dirig¨ªa a las dos maneras, s¨®lo en apariencia contrapuestas, de estar pendiente de la reacci¨®n del p¨²blico se podr¨ªa formular en t¨¦rminos m¨¢s abstractos diciendo que en ambos casos se toma la respuesta que genera una afirmaci¨®n como criterio de su verdad (o de su bondad, o de su validez: no es ¨¦ste el matiz que importa en este momento), cuando en realidad dicha respuesta debe ser incluida en un cap¨ªtulo contable aparte, todo lo digno de respeto que se quiera pero en cualquier caso completamente distinto del que ahora estamos hablando.
Que nadie se alarme: esta reserva no intenta sentar las bases para, a continuaci¨®n, poder reintroducir subrepticiamente ninguna idea de Verdad (o de Bondad, o de Validez) con may¨²scula, ni cosa parecida. Hay pretensiones irremediablemente fracasadas, y la de alcanzar cualquier orden de absoluto es una de ellas. Pero, claro, tomarse esto en serio significa descartar tambi¨¦n ese nuevo absoluto en el que algunos parecen haber convertido la reacci¨®n del p¨²blico. Frente a tan desmesuradas expectativas, deber¨ªamos acostumbrarnos a pretensiones mucho m¨¢s modestas. Para los fil¨®sofos, sin ir m¨¢s lejos, constituye un lugar com¨²n un principio que acaso pudiera resultar de utilidad evocar aqu¨ª. Para ellos, lo que caracteriza determinado tipo de experiencias -aquellas experiencias fecundas, primordiales, sobre las que se va construyendo su discurso- es precisamente que dan que pensar. Obs¨¦rvese: no que nos dan pensado nada, sino que nos abren a la tarea del pensamiento como tal; esto es, nos permiten afrontar la aventura de las ideas.
Pues bien, si trasladamos este principio fuera del ¨¢mbito de la filosof¨ªa, el resultado es otra sospecha (es de desear que m¨¢s fecunda que la inicial): tal vez est¨¦ m¨¢s cerca de tener raz¨®n -de esa ¨²nica raz¨®n, vacilante y d¨¦bil, que hoy estamos en condiciones de reivindicar- el que nos sorprende, el que nos descoloca, el que nos ofrece un planteamiento con el que no cont¨¢bamos. En definitiva: el que nos proporciona los medios para mudar de creencias y convicciones. Y no porque toda mudanza sea en s¨ª misma buena, sino porque aceptar su envite significa asumir la disposici¨®n adecuada: la del que sabe de lo limitado de cualquier perspectiva y conoce del car¨¢cter contingente de toda opini¨®n. Mejor esta figura que la del que se afana en roturar, por en¨¦sima vez (hacia arriba o hacia abajo: qu¨¦ m¨¢s da la direcci¨®n), los surcos ya trazados. De ¨¦ste deber¨ªamos desconfiar, no ya por aburrido, sino por peligroso. Tvetan Todorov lo ha se?alado con acierto en su ¨²ltimo y espl¨¦ndido libro Memoria del mal, tentaci¨®n del bien: m¨¢s de temer que el malo es quien no alberga duda alguna acerca de d¨®nde est¨¢ el bien y d¨®nde est¨¢ el mal.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona.
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