No habr¨¢ m¨¢s pena ni olvido
Desde la verdura en harapos del tr¨®pico bananero, yo quer¨ªa ser argentino en aquellos ya remotos a?os cuarenta que fueron los de mi infancia. Un primo rico se daba el lujo de mandar a empastar los n¨²meros de Billiken, y en esos tomos tan preciados descubr¨ª La dama del perrito de Chejov, y El Oso de Faulkner, cuando aquel primo se dignaba prest¨¢rmelos. Me quedaba leyendo hasta altas horas de la madrugada a la luz de un foco de mano, embozado bajo la s¨¢bana, para no ser descubierto en el delito del desvelo, Billiken y tambi¨¦n los n¨²meros de El Peneca. Todav¨ªa se sigue llamando penecas en Nicaragua a las revistas de historietas. Y me identifiqu¨¦ con Patoruzito, el indiecito semidesnudo de las pampas, aprend¨ª lo que era una boleadora y un omb¨², y gan¨¦ mi primer antih¨¦roe en su adversario Isidoro, el porte?ito engominado. Civilizaci¨®n contra barbarie.
Aprend¨ª tambi¨¦n desde entonces la palabra canillita, porque un ni?o inv¨¢lido, que vend¨ªa peri¨®dicos por las calles de Buenos Aires, apoy¨¢ndose en una muleta, era capaz de transformarse en el Capit¨¢n Maravilla con s¨®lo pronunciar la palabra m¨¢gica SHAZAM (compuesta por las iniciales de Salom¨®n, H¨¦rcules, Atlas, Zeus, una que he perdido, y Marte), y ya en su investidura de h¨¦roe poderoso abat¨ªa a pu?etazos a la peor ralea de maleantes que se ocultaban en los meandros del barrio de La Boca.
Y hay m¨¢s. Mis libros de lectura de la escuela primaria ven¨ªan tambi¨¦n de Argentina, y me acostumbr¨¦ a que la bandera patria que figuraba en la primera p¨¢gina de esos libros, tan parecida a la de Nicaragua, tuviera ciertas ligeras variantes con la m¨ªa; apenas un poco m¨¢s p¨¢lidas las franjas azules, y en la franja blanca del centro, en lugar del escudo de cinco volcanes, un sol resplandeciente. Y Eva Per¨®n. En la pobre biblioteca de mi escuela, donde todos los libros alcanzaba en unos cuantos estantes de pino, no hab¨ªa mejor momento para m¨ª que el de entregarme a repasar las p¨¢ginas de un ¨¢lbum de fotos a colores pastel dedicado a aquella primera dama caritativa de mo?o perfecto y sonrisa angelical, que ven¨ªa a ser como la reina del mundo, y que tantos a?os despu¨¦s revivir¨ªa para m¨ª en la espl¨¦ndida novela Santa Evita de Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez.
Pero tambi¨¦n tengo en mi vida a la Editorial Sopena Argentina, con sus libros a dos columnas en los que le¨ª Los Miserables, El Conde de Montecristo y Los Tres Mosqueteros, y la Editorial Kraft, que publicaba cuentos japoneses y poemas chinos con delicadas ilustraciones, y a¨²n m¨¢s tarde, mi encuentro con En busca del tiempo perdido, traducido por Pedro Salinas, en los libracos en cuarto mayor de tapas de cart¨®n y hermosa letra, tal vez de la casa editorial Salvador Rueda, mal me enga?e la memoria; m¨¢s Trilce, el Canto General, El romancero gitano, y Marinero en Tierra, unos tomitos en r¨²stica de cubiertas grises, con el sello de Losada, tiempos dichosos en que los libros de poes¨ªa eran tan baratos.
Era la pujante Argentina de Juan Domingo Per¨®n. Una Argentina capaz de llegar con sus masivos embarques de libros hasta las costas de Centroam¨¦rica, a los mismos muelles donde atracaban los barcos refrigerados de la flota blanca de la United Fruit Company a recoger los racimos de fruta que eran nuestra insignia de banana republics. Los diputados, dec¨ªa Sam Zemurray, quien invent¨® aquel negocio fabuloso del banano, eran m¨¢s baratos que las mulas, seg¨²n recuerda en Hora Cero Ernesto Cardenal.
Mi infancia pertenece tambi¨¦n a la voz de Carlos Gardel en las roconolas de las cantinas, una voz que ven¨ªa desde la eternidad, y ante la que lloraban de aut¨¦ntica pena los borrachos despechados; y sus pel¨ªculas, vistas una y otra vez por el mismo p¨²blico ¨¢vido en el ¨²nico cine del pueblo, a la luz de las estrellas, y a causa de tanto Gardel en las vidas cotidianas es que a un carpintero de ata¨²des, que llevaba las u?as manchadas de maque, lo llamaban Canejo, por aquello de 'fuerza, canejo, sufra y no llore...'
Mis libros de lectura escolar hablaban de graneros colmados, ferrocarriles que atravesaban la pampa, infinitos hatos de ganado, barcos que part¨ªan plet¨®ricos de mercanc¨ªas. En el pa¨ªs del que ven¨ªan los libros y las historietas, los ni?os iban a la escuela p¨²blica de uniforme, como no ocurr¨ªa en Nicaragua, donde no hab¨ªa siquiera bancos para todos los alumnos. C¨®mo aquel ni?o que era yo no iba a querer ser como los argentinos, as¨ª como los argentinos quer¨ªan ser como los europeos.
Pasaron los a?os. Poco antes de que Per¨®n fuera derrocado, cuando las arcas repletas de lingotes de oro empezaban a vaciarse en el Banco de la Naci¨®n, gracias a las m¨¢s variada suerte de corruptelas, y a la mano munificente de Santa Evita, el viejo Somoza fue recibido con toda pompa en Buenos Aires, y Per¨®n llen¨® para ¨¦l la Plaza de Mayo con un mill¨®n de personas. Conservo esas fotos, los dos en el balc¨®n de la Casa Rosada, en arreos militares de gala, frente a la inmensa multitud. M¨¢s tarde, en triste pago, Per¨®n fue acogido en su exilio en la calurosa y provinciana Managua, y se aloj¨® en los aposentos del Palacio Presidencial de Tiscapa. Ese a?o de 1956 mataron a Somoza, y Per¨®n huy¨®, temeroso de su mala estrella, a refugiarse en brazos de Trujillo a la Rep¨²blica Dominicana.
Isabelita Mart¨ªnez, a quien Per¨®n hab¨ªa conocido en Panam¨¢ en un night-club, cuando iba precisamente rumbo a Managua, lleg¨® a convertirse en presidenta, y tuvo por consejero ¨¢ulico a L¨®pez Rega, un brujo de arrabal que era, adem¨¢s, jefe de una banda de sicarios, una 'mano blanca', como las de Guatemala, o El Salvador. Argentina ya no parec¨ªa el pa¨ªs europeo que era en las p¨¢ginas de mis viejos libros escolares, sino una rep¨²blica bananera, como cualquiera de las nuestras.
Una cabaretera presidenta. Un brujo asesino, su prestidigitador del poder. Eso no pod¨ªa ocurrir sino en una rep¨²blica bananera. Y despu¨¦s, las desapariciones masivas, los prisioneros lanzados desde los aviones en alta mar, enterrados en bloques de cemento en el fondo del R¨ªo de la Plata. Eso es lo mismo que ocurr¨ªa en Guatemala y en Nicaragua. Y luego Menem, un chulo disfrazado de pr¨®cer, con patillas a lo General San Mart¨ªn, tambi¨¦n ven¨ªa a ser tan centroamericano en sus ¨ªnfulas perdularias.
Ahora que tantos argentinos descuajados de la normalidad de sus vidas se quieren subir a los viejos barcos en que sus antepasados llegaron desde Calabria, o desde Marsella, o desde Vigo, a buscar un refugio quiz¨¢s imposible frente a la cat¨¢strofe que la repetida corrupci¨®n ha tra¨ªdo sobre Argentina, el rollo de pel¨ªcula es echado a andar, pero hacia atr¨¢s. La civilizaci¨®n y la modernidad con que tanto so?aron todos los que desde el siglo XIX ansiaron ser europeos, y con la que so?amos en el calor del tr¨®pico, donde huele a frutos demasiado maduros, todos los que quisimos ser argentinos, se caen a pedazos como las bambalinas de un escenario en ruinas.
Pero yo sigo queriendo ser argentino. No s¨®lo por mi infancia nunca perdida. Tambi¨¦n por Lugones, por Borges, por Cort¨¢zar, por Osvaldo Soriano, por Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, y, por supuesto, por Gardel. No m¨¢s les digo que esperemos, que ya vendr¨¢ el d¨ªa en que no habr¨¢ m¨¢s pena ni olvido.
Sergio Ram¨ªrez es escritor nicarag¨¹ense.
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