N¨²meros
Si el espect¨¢culo de lo trivial es la misa, las estad¨ªsticas son las Tablas de la Ley de nuestra religi¨®n. Lo trivial, convertido en s¨ªmbolo de la especie, son los muchachos de Gran Hermano y Operaci¨®n Triunfo, los deportistas, los pol¨ªticos, un grupo de gentes sin virtudes ni cualidades remarcables, con una modesta capacidad intelectual, pero cargados de energ¨ªa, buena voluntad, simpat¨ªa hacia lo d¨¦bil y peque?o, h¨¦roes sin otra tarea que sobrevivir de un modo entretenido. Estos herederos de Livingstone y Durruti, son los santos de una sociedad divertida.
Su contrapartida, la estad¨ªstica, anuncia tenazmente que no somos libres, que estamos condenados. Cada d¨ªa, el dedo de una divinidad perversa inscribe las temibles cifras de nuestro destino en el muro del dormitorio. La Providencia usa ahora una voz m¨¢s autorizada que la palabra del Profeta: 'Hoy morir¨¢n cien personas en tus carreteras'. 'El sesenta por ciento de las parejas se divorcian el primer a?o'. 'Este verano se ahogar¨¢n doscientos de tus ni?os'. 'Tres de cada cinco amigos tuyos tendr¨¢n c¨¢ncer antes de diez a?os'. Nuestra condena es inevitable, y aunque los administradores se esfuerzan por 'rebajar las cifras', como si pudieran apiadar a la matem¨¢tica, todos sabemos que son sacerdotes de una iglesia impotente. Sus divinas palabras tratan de sosegarnos: necesitamos creer que somos libres, que no estamos condenados por una cifra.
Frente a la inexorable estad¨ªstica, los santos triviales, las figuras de la diversi¨®n, simulan actuar libremente, emancipados de la cifra que les condena, como si la salvaci¨®n fuera posible. Pero a nadie se le oculta que ya estamos incluidos en alguna estad¨ªstica, y que tarde o temprano la cifra fat¨ªdica, nuestra cifra, aparecer¨¢ grabada en la pared del dormitorio.
Sin embargo, cada vez que uno de estos h¨¦roes pueriles gana un concurso, se casa, le curan un c¨¢ncer o triunfa en el estadio, vivimos la cat¨¢strofe de una victoria. En ese incomprensible instante, envuelta en humo y fuego, nuestra cifra agacha la cabeza como un drag¨®n herido de muerte, y somos libres durante diez minutos.
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