Juan Pablo II, ?cobard¨ªa o grandeza de alma?
Todos los lectores de Dante recuerdan estos versos de la Divina Comedia: 'Despu¨¦s de haber reconocido a algunos, mir¨¦ m¨¢s fijamente y vi la sombra de aquel que por cobard¨ªa hizo la gran renuncia' (Infierno III, 58-60). Es probable que el poeta se refiera al Papa Celestino V (1209-1296), que renunci¨® a la tiara, desilusionando a los movimientos espirituales y pol¨ªticos que esperaban realizase la reforma carism¨¢tica proclamada por los grupos franciscanos. La historia de la Iglesia conoce otras renuncias en situaciones l¨ªmite de cisma, en las que estaban en juego tres grandes causas: causa unionis (superaci¨®n de la divisi¨®n interna), causa fidei (las herej¨ªas y errores), causa reformationis (la reforma de las costumbres). Una instituci¨®n como la Iglesia cat¨®lica, con dos mil a?os de existencia, ha visto casi todo en su historia. Sin embargo, hoy estamos ante algo realmente nuevo con Juan Pablo II. Su renuncia, ?ser¨ªa un gesto de cobard¨ªa o la necesaria exigencia de una fidelidad a la misi¨®n, que incorpora su persona, pero que est¨¢ m¨¢s all¨¢ de ella y es m¨¢s sagrada que ella?
Una reflexi¨®n serena sobre este problema tiene que comprender tres perspectivas: la teol¨®gica, la jur¨ªdica y la hist¨®rica, respondiendo as¨ª a las tres preguntas claves: ?Qui¨¦n es el Papa en la Iglesia? ?Cu¨¢les son la legislaci¨®n de ¨¦sta y los motivos de su posible renuncia? ?Cu¨¢l es la concreta situaci¨®n resultante de la salud de Juan Pablo II, dado el papel concreto que, en una sociedad de la informaci¨®n constante, ocupa una personalidad como la suya, cabeza de la comunidad cat¨®lica, con mil millones de miembros, expresi¨®n del cristianismo concreto y s¨ªmbolo de un proyecto ¨¦tico para la vida humana? Es esa complejidad de dimensiones lo que hace dif¨ªcil una respuesta que sea justa con todos los elementos que est¨¢n en juego.
El Papa est¨¢ en la Iglesia, es un miembro cualificado de ella; vive de ella y para ella. Ninguna forma de existencia cristiana ni ning¨²n ejercicio de la autoridad en ella pueden olvidar las realidades cristianas que las fundan y a las que sirven. El Papa est¨¢ al servicio de la Iglesia. ?sta, a su vez, es resultado de la revelaci¨®n de Dios al mundo por Jesucristo, cuyo evangelio de la paz es el principio de una existencia nueva para los hombres, que resulta de la participaci¨®n en la conciencia y en el ser mismo de Dios, tal como ¨¦l se la ha comunicado en Jesucristo. Esa vida iniciada por ¨¦l es un destello de vida eterna. La eternidad no es un ente abstracto o un concepto transmundano, sino la penetraci¨®n de un amor absoluto en el mundo y el acceso del hombre desde su radical soledad a ese amor, pudiendo pronunciar con ¨¦l un 'nosotros'. Y en eso consiste la definitiva salvaci¨®n de los hombres. Por eso, estas tres realidades son constituyentes e inseparables: revelaci¨®n de Dios, Iglesia de Cristo, salvaci¨®n de los hombres. A ellas sirve el Papa y desde ellas hay que comprender y juzgar el ejercicio de su ministerio.
El Papa es elegido en la Iglesia para que asuma la responsabilidad suprema de velar por la memoria de Cristo, por el anuncio de su evangelio, por la comuni-dad de los creyentes, por la paz y esperanza absoluta que de ese evangelio se derivan para los hombres. A esa responsabilidad suprema corresponde una autoridad suprema. Esta no puede ser arbitrariamente ejercida, ni se extiende a otros ¨®rdenes de realidad que no est¨¦n esencialmente conexos con la verdad del evangelio, la unidad de la Iglesia y la salvaci¨®n que Dios en Cristo ofrece a los hombres. ?l tiene la autoridad suprema, recibida de Dios con, en y para la Iglesia, teniendo que ejercerla en conformidad con la l¨®gica del evangelio, en referencia a todos los dem¨¢s miembros del colegio episcopal y en comuni¨®n con los creyentes. El Papa no es por s¨ª solo la Iglesia; est¨¢ en la Iglesia. Cada miembro de la Iglesia es tambi¨¦n la Iglesia. Un doctor del siglo XI, san Pedro Damiano (1006-1072), ya escribi¨® aquella frase cl¨¢sica: 'Nos utique sumus Ecclesia' ('Cada uno de los que formamos la Iglesia somos la Iglesia'). Ning¨²n enunciado de la autoridad ni de la infalibilidad puede hacer olvidar esta primordial fraternidad cristiana y esta igualdad de ontolog¨ªa sobrenatural, que une e iguala a todos los cristianos en la Iglesia, en la que desempe?an ministerios diferentes.
Dentro de ella, y al servicio de esas realidades constituyentes, el Papa tiene una autoridad suprema, y para su ejercicio posee una libertad suprema. Autoridad, responsabilidad y libertad an¨¢logas a las que Cristo otorg¨® a Pedro en el evangelio, para que diera testimonio de ¨¦l, confirmase en la fe a sus hermanos y la acreditase hasta el martirio. Traducido a t¨¦rminos jur¨ªdicos -y s¨®lo cuando la libertad se objetiva en derecho es real y verdadera-, dice: 'El obispo de la Iglesia de Roma es cabeza del colegio de los obispos, vicario de Cristo y pastor de la Iglesia universal en la Tierra; el cual, por tanto, en virtud de su funci¨®n, tiene potestad ordina-ria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede ejercer libremente' (Concilio Vaticano II y C¨®digo de Derecho Can¨®nico, 331).
S¨®lo quien crea en la perenne presencia de Cristo en su Iglesia, con la acci¨®n iluminadora y defensora del Esp¨ªritu Santo, puede comprender esta confianza absoluta que se otorga a un hombre, de barro y tiempo, como todos los dem¨¢s. Los cat¨®licos no nos confiamos ante todo a su sabidur¨ªa, genialidad, originalidad o grandeza personales, sino a su misi¨®n recibida de Dios, que tiene que cumplir y para la cual le es otorgada la gracia divina necesaria.
Vista en concreto esta afirmaci¨®n, ?qu¨¦ pensar o hacer cuando una situaci¨®n de salud, f¨ªsica o ps¨ªquica, deteriora al sujeto hasta el l¨ªmite? ?No es realmente ¨¦ste el caso de Juan Pablo II? ?Qui¨¦n tiene la responsabilidad si ¨¦l, de hecho, no la puede ejercer o incluso si su enfermedad no le permitiera percatarse de su real deterioro irremediable? Para evitar situaciones tales, ?no deber¨ªa fijarse de antemano la edad de retiro del Papa, como se ha fijado la de los obispos y cardenales?
Desde el punto de vista teol¨®gico, la decisi¨®n implica un juicio moral, que se hace sumando afirmaciones de fe por un lado y hechos de historia actual por otro. El resultado, en mi opini¨®n, puede contener las siguientes afirmaciones: un papa puede renunciar; un papa que a la luz de informes m¨¦dicos contrastados estuviera de hecho incapacitado para cumplir su misi¨®n debe ser invitado a renunciar; un papa puede ser diagnosticado en una situaci¨®n tal que obligue a impedirle el ejer-cicio de su autoridad; un papa debe proveer por s¨ª mismo en tiempo de lucidez a las situaciones en que ¨¦l ya no pueda discernir y decidir sobre s¨ª mismo; un
papa debe consentir a las decisiones del grupo de cardenales si es que les encarg¨® que decidieran cu¨¢ndo deb¨ªa interrumpir el ejercicio de su ministerio por no encontrarse ya en plenitud de funciones. La Iglesia no es menos divina por ser tan radicalmente realista y obligadamente humilde. Dios acredit¨® su divinidad justamente por su encarnaci¨®n humillada.
La trayectoria heroica que ha determinado todo el destino de Juan Pablo II, sin duda le inclinar¨¢ a llegar hasta el borde de sus posibilidades f¨ªsicas. Lo acaba de decir: 'Mientras Dios me d¨¦ voz, proclamar¨¦ la paz, la paz que deriva del evangelio'. Pero el hecho es que ?tiene apenas voz, apenas manos, apenas movilidad? Quiz¨¢ quiere llegar al n¨²mero m¨ªtico de sus 100 viajes apost¨®licos. Ya es, sobre todo, una llama de deseo a la vez que una vibraci¨®n de persona. ?sa es su sobrecogedora grandeza, ¨¦sos, sus l¨ªmites. En tiempos de juvenilizaci¨®n t¨¦cnica ha dignificado como ning¨²n otro a quienes envejecen con dignidad y mantienen la fidelidad hasta el final. La sabidur¨ªa de quien se abre a la eternidad es tan sagrada como la ciencia de quienes dominan el tiempo.
?No es un signo de la confianza, que la Iglesia tiene en el valor objetivo del mensaje cristiano, el que se atreva a presentarlo a trav¨¦s de la decrepitud y debilidad de un tal mensajero, en semejanza con Cristo, que hizo de la fragilidad inocente su propio testimonio? ?Son los signos m¨¢s transparentes de la verdad, de la justicia y de Dios en el mundo el poder, la riqueza y la salud? El dolor, la vejez y la enfermedad, ?son s¨®lo 'cantidades despreciables'? S¨®crates, Jesucristo y san Pablo no lo pensaron as¨ª.
Situados, sin embargo, en este extremo, yo creo que ha llegado la hora en la que el respeto para con Juan Pablo II y el respeto de ¨¦l para con la Iglesia y el mundo, reclaman el silencio y la sombra. P¨ªo XII pudo envejecer, enfermar y morir en el recato de su dormitorio. Hoy, en cambio, hay una situaci¨®n hist¨®rica nueva: la reclamaci¨®n permanente de la imagen del Papa ante todo el mundo por los medios televisivos. El respeto a una persona y el pudor de la mirada necesitan un ¨¢mbito de distancia y de decoro. Ni el papismo insano, que es una forma de papanatismo; ni la curiosidad malsana, que se ceba en el dolor del pr¨®jimo; ni la ignorancia de los hechos por los cat¨®licos; ni el rechazo ironizador de quienes por este motivo desprecian a la Iglesia cat¨®lica o menosprecian a los viejos, son actitudes leg¨ªtimas en este momento.
Si el Papa hace tiempo dej¨® esa carta en que confiere a sus inmediatos colaboradores o cardenales decidir el instante en que ellos vean si ya no es capaz de cumplir su misi¨®n, ?no deber¨ªan comenzar a pensar que ese momento ha llegado? Y esto sin gritos ni tragedias, con la normalidad con que tratamos a toda persona que envejece o enferma. Es la m¨¢xima forma de veneraci¨®n para con ¨¦l. Cada uno lo hacemos as¨ª con nuestros padres. No es bueno un r¨¦gimen de interinidad, en que grupos o poderes de uno y otro signo pudieran sentirse tentados a aprovechar el vac¨ªo de autoridad pontificia.
Quiz¨¢ de esta experiencia podamos aprender una lecci¨®n: ?Ser¨ªa posible fijar a tiempo y con plena normalidad la correspondiente edad de jubilaci¨®n del Papa, como se ha fijado la de los obispos? Esta pregunta nos pone ante una apor¨ªa teol¨®gica y jur¨ªdica. Si el Papa tiene la suprema autoridad, no hay otra superior o equivalente frente a ¨¦l que en situaciones normales pueda decidir sin ¨¦l. ?Qui¨¦n podr¨ªa, por tanto, limit¨¢rsela en el tiempo? ?sta es la l¨®gica te¨®rica; junto a ella est¨¢n las razones morales y las situaciones concretas, que no son menos sagradas. Lugar id¨®neo para pensar este problema ser¨ªa un concilio presidido y confirmado por el Papa. Tendr¨ªamos entonces la expresi¨®n ¨²ltima de c¨®mo tambi¨¦n en la Iglesia es la realidad objetiva la que decide y no las situaciones individuales. Ella es servidora de Dios en Jesucristo y desde ¨¦l sirve a la salvaci¨®n de los hombres, ayud¨¢ndose y gui¨¢ndose por aquellos caminos que abren, conjugadas, la l¨®gica de la raz¨®n humana y la l¨®gica de la revelaci¨®n divina.
Olegario Gonz¨¢lez de Cardedal es catedr¨¢tico de la Facultad de Teolog¨ªa (Salamanca) y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Pol¨ªticas.
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