LA PRINCESA DEL R?O PISUERGA
Barracas de feria, paracaidistas que se arrojan desde los tejados y j¨®venes muchachas so?ando con 'Las mil y una noches'. Un viejo le¨®n bostezando en la plaza de Zorrilla. Callejero ins¨®lito de Valladolid.
Nadie elige el lugar en el que nace, como tampoco suele elegirse el lugar en el que nos quedamos a vivir. A¨²n m¨¢s, ninguno de esos lugares est¨¢ enteramente definido cuando llegamos a ¨¦l, de forma que bien podemos decir que se modifican con las circunstancias, azares y hallazgos de nuestra propia vida, ya que la realidad nunca est¨¢ terminada de hacerse. Tampoco lo est¨¢ la ciudad de nuestra memoria, que, de alguna forma misteriosa, se confunde con la de nuestros sue?os. En mi caso, uno de esos recuerdos que parecen so?ados, ?o tal vez lo fue?, tiene que ver con un paracaidista. Se subi¨® a una de las casas de la plaza Mayor, y, despu¨¦s de llamar la atenci¨®n del p¨²blico levantando varias veces los brazos, se arroj¨® al vac¨ªo de un poderoso salto. La plaza estaba llena de gente y en el paraca¨ªdas, al abrirse, pudo leerse, en letras doradas, Licor 43, pues se trataba de un hombre anuncio. Yo iba con una de las chicas que nos cuidaban en casa, y que sol¨ªan proceder del pueblo de mi padre. Era muy guapa, y recuerdo que el paracaidista, que se pos¨® muy cerca de donde est¨¢bamos nosotros, se la qued¨® mirando con una expresi¨®n de triunfo, y que ella, que me llevaba de la mano, me clav¨® las u?as sin darse cuenta. M¨¢s o menos en esa misma ¨¦poca, cuando paseaba con esa misma chica por el Campo Grande, uno de los pavos reales se detuvo enfrente de nosotros y, como hab¨ªa hecho aquel hombre con el hongo multicolor de su paraca¨ªdas, despleg¨® s¨²bitamente su cola. Parec¨ªa contener todas las noches de Oriente y los desvar¨ªos de sus fuentes y de sus templos llenos de monos. 'Hace esto', murmur¨® la chica inclin¨¢ndose sobre mi o¨ªdo, 'porque se acuerda de su verdadero jard¨ªn'. Tengo que decir que en casa hab¨ªa un libro de cuentos que le gustaba sobremanera. Era un libro de Antonio Robles en que se recreaban algunas de las historias de Las mil y una noches. Y en una de sus ilustraciones pod¨ªan verse pavos reales, como los del Campo Grande. Yo estaba aprendiendo las letras y sol¨ªamos leer juntos ese libro. A ella le gustaba sobre todo uno de los cuentos. No me acuerdo muy bien de qu¨¦ trataba, pero s¨ª que hab¨ªa una princesa, la princesa Lab¨¢n, que se sub¨ªa al tejado de su palacio todas las noches y que con su intenso resplandor iluminaba de sobra toda la ciudad con s¨®lo reposar all¨ª en lo alto. Y recuerdo que a aquella chica se le encend¨ªan los ojos cuando lo le¨ªa, como si tambi¨¦n ella so?ara con poder iluminar los tejados vecinos con su propio cuerpo.
Parec¨ªa contener todas las noches de Oriente y los desvar¨ªos de sus templos llenos de monos
Sobre el plano de las ciudades reales los hombres solemos levantar los del misterio
Pavos con fastuosas plumas, paracaidistas que se arrojaban desde los tejados para anunciar licores, j¨®venes muchachas so?ando con las princesas de Las mil y una noches... ?Qu¨¦ tiene que ver todo esto con Valladolid? Puede que no mucho, si nos atenemos a la imagen que de tal ciudad dan las gu¨ªas tur¨ªsticas o los libros de historia, pero las verdaderas ciudades son las que vamos construyendo en nuestra imaginaci¨®n, que no es sino la memoria de nuestros sue?os. Eso es Valladolid para m¨ª, esa mezcla de sue?o y realidad que en el fondo son todas las ciudades que llegamos a amar, pues sobre el plano de las ciudades reales los hombres siempre solemos levantar esos otros del misterio, el deseo y la angustia que son los que de verdad cuentan la historia de nuestro coraz¨®n. Y es de esa ciudad de la memoria y los sue?os de la que hoy quiero hablar. De sus ferias de ganado en las orillas del Pisuerga y de aquella vez en que algo provoc¨® una espantada y los caballos corrieron por las calles con los belfos llenos de espuma; del viejo le¨®n que se escap¨® de un circo y lleg¨® a pasear somnoliento por las calles de la ciudad, hasta quedarse dormido junto al reloj de sol que hab¨ªa en la plaza Zorrilla, o de aquella ma?ana de primavera en que, a orillas del r¨ªo Pisuerga, 17 pilotos lograron batir sobre una vespa el r¨¦cord del mundo de hombres sobre un veh¨ªculo de dos ruedas. Y, por supuesto, de todas las pel¨ªculas -El incre¨ªble hombre menguante, La mosca, El hombre que ten¨ªa rayos x en los ojos, La novia de Frankenstein- que ve¨ªamos en el teatro Pradera o en el cine Capitol y que nos redim¨ªan de aquel pa¨ªs rancio y oscuro, tan lleno de complejos como infinitamente triste, por m¨¢s que la propaganda oficial tratara de decirnos que hab¨ªamos sido los due?os del mundo y que antes o despu¨¦s lo volver¨ªamos a ser. Pero yo no quer¨ªa ser due?o del mundo, sino llegar a sentir, aunque fuera por un instante, que algunos de sus secretos me estaban destinados. Y la ¨¦poca m¨¢s propicia para ello era sin duda cuando en septiembre, con la llegada de las fiestas, el paseo de las Moreras era ocupado por un mundo de casetas, barracas y tiovivos. Casetas de tiro, con sus premios de banderillas de pepinillos y anchoas y su copita de vino de moscatel; autos de choque; norias gigantes y melanc¨®licos caballitos, siempre rodeados de turbadoras historias, como si el lugar de la dicha fuera tambi¨¦n el del peligro y la muerte. Y, de forma especial, por aquellas barracas donde pod¨ªan verse todo tipo de fen¨®menos: el cordero de cinco patas, las mujeres barbudas, o aquellos hombres de fuerza descomunal que romp¨ªan las cadenas, como si no hubiera fuerza en el mundo capaz de poner l¨ªmite a su anhelo de libertad. La ciudad les abr¨ªa sus puertas y ellos tra¨ªan los frutos de lo remoto, y la ilusi¨®n de que hab¨ªa otros mundos, otras vidas y otros deseos. Y recuerdo, sobre todo, el a?o en que llegaron las Hermanas M¨ªnimas. A¨²n puedo ver, junto a las taquillas donde habr¨ªamos de comprar la entrada, aquel cartel en que pod¨ªa verse a dos peque?as mujeres, vestidas de una forma infantil, y el anuncio de la maravilla que nos esperaba, pues las Hermanas M¨ªnimas, que apenas pasaban de sesenta cent¨ªmetros, eran las enanas m¨¢s peque?as del mundo. Recuerdo la expectaci¨®n con que pagamos la entrada y c¨®mo finalmente pudimos entrar entre empujones a aquel recinto estrecho, con olor a serr¨ªn y a sudor, donde tendr¨ªa lugar la funci¨®n. Las dos hermanas salieron al escenario entre aplausos y la gente empez¨® a preguntarles. D¨®nde hab¨ªan nacido, si hab¨ªan tenido problemas para ir a la escuela, si ten¨ªan otros hermanos monstruos o pensaban en casarse alguna vez. Ellas fueron contestando con sus delgadas y casi inaudibles voces, y luego se encaminaron hacia el borde del escenario y agarradas de la mano recitaron una poes¨ªa que no he podido olvidar: Cerezo, cerecito de la puerta del jard¨ªn, / ?cu¨¢nto tiempo he de esperar? La repitieron tres veces, entre los aplausos de la gente, y a m¨ª me pareci¨® que cada vez que lo hac¨ªan estaban m¨¢s nerviosas y apenadas, como si se refirieran a algo que nosotros no pod¨ªamos comprender, pero que ten¨ªa que ver con el hecho de que fueran as¨ª, y tuvieran que llevar aquella vida, que bien mirado no ten¨ªa que ser un plato de gusto para nadie.
M¨¢s o menos por ese tiempo, un coche mat¨® en la carretera a un ni?o que viv¨ªa en nuestra casa. Era m¨¢s peque?o que yo, y sol¨ªa bajar a nuestro piso con frecuencia. La tarde antes de su muerte me hab¨ªa abordado en el portal. Estaba loco de contento porque en el colegio le hab¨ªan dicho que por fin iban a dejarle escribir con tinta. Sus padres, por esta raz¨®n, acababan de comprarle un plumier, el palillero y el punto para escribir. Y me lo ense?¨® con la ilusi¨®n del que se cree a punto de asistir al comienzo de su verdadera vida. El accidente puso fin a aquel sue?o, y en los d¨ªas que siguieron yo, en el colegio, no pod¨ªa coger la pluma sin acordarme de ¨¦l y sentir que le hab¨ªan enga?ado, que nos estaban enga?ando a todos, y que tampoco aquello, escribir, ir al colegio, hacerse mayor, significaba gran cosa, ni podr¨ªa librarnos de la desdicha. Recuerdo que, en esas noches, apenas pod¨ªa dormir. Me despertaba e iba a la cocina, pues en ella sol¨ªa haber luz gracias a las farolas del patio. Asomado a su ventana miraba los tejados tenuemente iluminados. No sab¨ªa lo que me pasaba, y me acordaba de la chica con que hab¨ªa visto al paracaidista. Hab¨ªa tenido que volver al pueblo, porque su madre se hab¨ªa puesto enferma y llevaba meses sin saber de ella. Pero en esas noches todos mis pensamientos la buscaban. Me la imaginaba desvelada en la noche, abandonando a escondidas su casa y, como la princesa Lab¨¢n de Las mil y una noches, iluminando con la sola fuerza de sus pensamientos el campo, las orillas del r¨ªo, sus aguas oleaginosas, los blancos caminos bajo los chopos. Aunque tampoco as¨ª lograra tranquilizarme, pues no sab¨ªa si ese resplandor anunciaba la vida o la muerte.
Gu¨ªa pr¨¢ctica
- Datos b¨¢sicos
Poblaci¨®n: 316.580 habitantes.
- Dormir
Hotel Mozart (983 29 77 77). Men¨¦ndez Pelayo, 7. En una casa del siglo XIX. La habitaci¨®n doble, 51 euros.
Hotel Catedral (983 29 88 11). Nu?ez de Arce, 11. Peque?o hotel con solera. 50 euros.
Hotel Felipe IV (983 30 70 00). Gamazo, 16. Los fines de semana, 66 euros la doble.
Lasa (983 39 02 55). Recoletos, 21. 67,55 euros.
- Comer
F¨¢tima (983 34 28 39). Pasi¨®n, 3-1?. 42 euros el men¨² degustaci¨®n.
La Goya (983 34 00 23). Puente Colgante, 79. Unos 30 euros.
La Parrilla de San Lorenzo (983 33 50 88). Pedro Ni?o, 1. 30 euros.
- Informaci¨®n tur¨ªstica
983 34 40 13.
ISIDORO MERINO
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