Statu quo (2)
Aquel a?o fue grande la cosecha de miedo. Y de asco.
El verano del 2002 nos dej¨® el recuerdo de dos verdades muertas en Santa Pola. La verdad, escribi¨® Jules Renard, es de peque?as dimensiones. Una de esas verdades era as¨ª, muy peque?a. Una ni?a de la que sabemos que se llamaba Silvia y que estaba bailando ante sus familiares cuando estall¨® la bomba. En estos casos, los responsables del horror, pertenecientes a una organizaci¨®n separatista vasca, sol¨ªan hablar, en lenguaje militar, de 'da?os colaterales'. Y sus afines pol¨ªticos relacionaban lo ocurrido con 'un conflicto que dura siglos'. As¨ª, como en un cuento cruel, la peque?a verdad era v¨ªctima no de un acto personal, protagonizado por seres conscientes, sino de una abstracci¨®n, ogro o madrasta, con el apodo de Historia, necesitada de sacrificios humanos en espectaculares, que es como llaman en M¨¦xico DF a las vallas publicitarias. Y la peque?a verdad, fr¨¢gil y bailarina, no perd¨ªa la existencia en un d¨ªa concreto de aquel a?o 2002, sino en un tiempo brumoso, donde campaban como espectros gerifaltes de anta?o.
Ese nacionalismo gore s¨®lo pod¨ªa suscitar un dilema aut¨¦ntico: humanidad o inhumanidad. Si el conflicto era secular, ?no era esa misma perduraci¨®n una raz¨®n de m¨¢s para abandonar las bestialidades? ?Eso s¨ª que ser¨ªa una revoluci¨®n! Decirle a los siglos: '?Est¨¢n ustedes lentejos! ?Qu¨¦ peso insoportable!'. (Aunque los siglos podr¨ªan responderles: '?D¨¦jennos en paz, huevones!'). Renard habla del se?or Vernet que, despu¨¦s de muchos a?os, dej¨® de pescar el d¨ªa en que mir¨® por vez primera a los ojos del pez mientras le extra¨ªa el anzuelo.
No, en aquel verano del 2002 las cosas no estaban para bromas. La mudez era, en casos, un signo de miedo, pero, en otros, de odio, cuya producci¨®n aumentaba mientras se reduc¨ªa el valor de las acciones. En cuanto al Gobierno, ahora es f¨¢cil decirlo, a m¨ª no me gustaba el estilo imperante. Cuando cerraba la maleta, el presidente recortaba las mangas y las perneras que no entraban. Utilizar la palabra di¨¢logo se consideraba una impertinencia. O algo peor.
Algunos lo fuimos, impertinentes, pero no peores, y preguntamos por qu¨¦ el presidente del Gobierno espa?ol y el lehendakari vasco no dialogaban. No ya para hablar de su verdad, sino al menos de las peque?as verdades.
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