La torre de Montaigne
No s¨¦ a qu¨¦ esper¨¢is, qu¨¦ hac¨¦is tumbados al sol, todos con las mismas gafas -transparencias creo que se llaman-, cuando podr¨ªais estar nada m¨¢s ni nada menos que visitando este pueblecito de Burdeos, Saint Michel de Montaigne. Os aseguro que vale la pena, que la sensaci¨®n es parecida a la de sumergirse en un mar tropical, pero de vi?edos, y que entre las aguas se alza el castillo del autor del Que sais-je, un hombre singular donde los hubo, que inici¨® sus ensayos con la c¨¦lebre advertencia: 'Yo mismo soy el contenido de este libro'. Por eso, hay que visitarlo, porque don Miguel de la Monta?a -como lo llamaba con cari?o el ingenuo Benito Feijoo- tan s¨®lo consigo mismo llen¨® cientos de p¨¢ginas, lo cual pocas veces ha vuelto a suceder.
Os recomiendo que inici¨¦is la visita por la peque?a ermita donde se conserva su coraz¨®n, e inmediatamente acced¨¢is a su castillo, entre el mar de vi?edos. Un incendio destruy¨® gran parte del antiguo edificio, pero afortunadamente respet¨® -'milagrosamente' anuncia el d¨ªptico tur¨ªstico- la torre del fil¨®sofo. Subid con cuidado los estrechos pelda?os, sentid la quietud del momento. En realidad, en la torre de Montaigne no hay casi nada que ver, tan s¨®lo la espl¨¦ndida vista de ese mar de vi?edos espolvoreados de azufre. Pasead lentamente por la habitaci¨®n del fil¨®sofo y fijaos en el peque?o lecho, qui¨¦n sabe si aut¨¦ntico: el sire de Montaigne era de corta estatura y sufr¨ªa cuando alguien preguntaba, sin distinguirlo de inmediato entre los suyos: '?D¨®nde se encuentra el se?or?'. En cambio no estaba descontento de su rostro: ten¨ªa la frente despejada, los ojos 'blancos y dulces', los dientes sanos y correctamente dispuestos, una barba espesa de un color pardo 'de corteza de casta?o', la cara agradable, los miembros bien proporcionados. Pero, como ¨¦l mismo comentaba con enojo, ?de qu¨¦ sirven a un gentilhombre todos estos atributos sin el de la talla?
Acceded a la ¨²ltima planta, donde se conserva su biblioteca, y sorprendeos de la ausencia de libros. Pero creedme que es la m¨¢s bella biblioteca que jam¨¢s hay¨¢is visto. Porque al levantar la vista en seguida advertir¨¦is que todas las vigas de aquel techo est¨¢n grabadas con sentencias griegas y latinas. Os leo una al azar: 'Quantus est in rebus inane' ('?Cu¨¢nto vac¨ªo hay en las cosas!'). Cada una de aquellas vigas contiene una m¨¢xima, a veces varias, porque cuando el se?or de Montaigne se cansaba de una de ellas, hac¨ªa llamar a su carpintero, que diligentemente, y con admirable y pr¨®diga paciencia, le superpon¨ªa otra, si cabe m¨¢s acertada: 'La pasi¨®n de saber Dios se la ha dado al hombre para atormentarlo'. Y de este modo cada viga de aquel mar de vi?edos es un palimpsesto de sabidur¨ªa, y cada hoja de vi?a, desde aquella ventana, es como el reflejo de cada una de aquellas palabras, como peces fulgentes entre aguas transparentes.
Antes de partir, os sugiero que compr¨¦is alguna edici¨®n de los Ensayos, o un estudio sobre el fil¨®sofo, en la peque?a tienda improvisada en el patio de la torre. Sin duda el gu¨ªa -un voluntario estudiante de letras- os recomendar¨¢ la obra m¨¢s actual y completa. Yo os propongo el trabajo de Jean Starobinski Montaigne en mouvement, que se inicia con una cita de los Ensayos: 'El disimulo es la m¨¢s notable cualidad de este siglo... El enga?o mantiene y nutre la mayor parte de los actos humanos'. Como veis las cosas no han cambiado nada desde entonces... Tomad una peque?a hoja de vid y conservadla entre aquellas p¨¢ginas, como recuerdo de la tierra -de aquel mar ondulante de vi?edos de azufre- de Michel Eyquiem, se?or de Montaigne.
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