LAS AVENTURAS DE SAMANTHA
En 1990, Eduardo Rodr¨ªguez fue obligado a ingresar en un centro sanitario de La Habana dedicado al tratamiento de seropositivos y enfermos de sida. All¨ª se transform¨® en Samantha, un personaje que se ha convertido en s¨ªmbolo de la liberaci¨®n de los homosexuales cubanos.
Samantha no es una cubana normal. En un pa¨ªs que vive al d¨ªa, ella usa pelucas Dolly Parton de 200 d¨®lares, calza zapatos de aguja importados de Espa?a y se perfuma con esencias de Givenchy cuando sale. No ahorra en caprichos ni en maquillaje, y desde hace ocho a?os trabaja en una paladar (restaurante) y cobra en moneda dura, as¨ª que puede decirse que es una chica afortunada. Samantha no es especial s¨®lo porque vive al margen de la libreta de racionamiento en una isla donde todo, hasta la intolerancia, est¨¢ racionado: su verdadero nombre es Eduardo y es el transformista m¨¢s famoso de La Habana.
Es 13 de agosto, fecha del 66? cumplea?os de Fidel Castro, y Eduardo Rodr¨ªguez me recibe en la sala de su casa, en el barrio de La V¨ªbora. El presidente cubano se ha pasado el d¨ªa inaugurando obras sociales y graduando m¨¦dicos y enfermeras, pero esta tarde, mientras se encapota el cielo de La Habana, el sue?o de Eduardo es otro: que el pr¨®ximo fin de semana su Samantha vuelva a triunfar en el restaurante privado donde se presenta desde que sali¨® del sidatorio de Los Cocos, en 1994.
'Es mi obra maestra, es una mujer que perfectamente podr¨ªa trabajar en el Lido de Par¨ªs', dice Eduardo
'Hace 10 a?os en Cuba era impensable tanto libertinaje, pero 'Fresa y Chocolate' rompi¨® tab¨²es', afirma Miguel
En su cuarto hay una foto dedicada: 'Para Samantha, con mucho cari?o, Celia Cruz'; la casa es un pastel de cumplea?os cargado de dorados, jarrones, tallas y adornos de porcelana rosa, verde, amarilla, todo al son de una canci¨®n de Raphael que sale de un moderno equipo de sonido.
'Samantha es una gran vedette. Una gran artista. Es mi homenaje a todas las estrellas de Cuba con las que he trabajado', dice Eduardo. Me habla de Marucha, de Maggy Carl¨¦s, de Mirta Medina, pero sobre todo de Rosita Forn¨¦s, una de las divas de la escena cubana, a quien durante a?os le ha dise?ado vestidos y galas.
Samantha se hizo famosa en su pa¨ªs y en el extranjero el 28 de febrero de 1995, d¨ªa en que se celebr¨® en el teatro Am¨¦rica de La Habana un festival de transformistas en homenaje a Guillermo Ginesta, Gunilla, un enfermo de sida impulsor del travestismo en la isla que hab¨ªa muerto un a?o antes. Eduardo present¨® el espect¨¢culo vestido de esmoquin y con barba marcada, y antes de terminar la noche se convirti¨® en una mujerona impresionante.
'Fue un ¨¦xito total. Pero no s¨®lo Samantha triunf¨® aquella noche', explica Miguel, uno de los j¨®venes que estuvo en el Am¨¦rica ese d¨ªa. 'Despu¨¦s de a?os de incomprensi¨®n y marginaci¨®n, el festival supuso un gran paso de avance para nosotros los homosexuales'.
En aquellos momentos la crisis econ¨®mica y el Periodo Especial estaban en su apogeo. Miguel, que no conoce a Eduardo pero es admirador de Samantha desde hace a?os, recuerda muy bien las fatigas que pasaba entonces un travesti. 'Conseguir cualquier cosa era un problema; hab¨ªa que dejarse la piel para encontrar bases, pintalabios, sombras, pesta?as o pelucas'. A veces la t¨¦mpera sustitu¨ªa al colorete y los l¨¢pices escolares empapados en saliva a los delineadores de cejas, pero eso eran otros tiempos.
'Antes hab¨ªa que inventar, pero hoy con d¨®lares se puede encontrar casi todo lo necesario para maquillarse', admite Eduardo.
Los d¨®lares se legalizaron en Cuba el 13 de agosto de 1993. Desde entonces, los travestis cubanos, como el resto de sus compatriotas, se dividen en dos: los que tienen acceso a esta moneda, como Samantha, y los que sobreviven a duras penas en el mundo del peso nacional. El a?o 1993, sin embargo, no s¨®lo fue importante para Eduardo Rodr¨ªguez por lo econ¨®mico: ese a?o, la pel¨ªcula cubana Fresa y Chocolate, con sus duras cr¨ªticas a la persecuci¨®n a que fueron sometidos los homosexuales durante d¨¦cadas, provoc¨® un terremoto en la isla. La realidad se impuso, y al igual que los d¨®lares se abrieron paso a codazos frente a la ortodoxia, el destape se col¨® por la puerta trasera de la revoluci¨®n.
Guillermo Ginesta y Eduardo se conocieron en el hospital de sida de La Habana. Fue en 1990, el a?o en que a Eduardo le detectaron que era seropositivo y lo fueron a buscar a su casa. 'En aquellos a?os era obligatorio ingresar en el hospital, aunque no quisieras. Si te resist¨ªas, la polic¨ªa te iba a buscar y te met¨ªa all¨ª a la fuerza', recuerda.
Para algunos, Los Cocos era un para¨ªso. Para otros, como Eduardo, al principio, un infierno. El hospital, con capacidad para 300 pacientes, ocupaba una extensi¨®n de 15 hect¨¢reas y estaba dividido en tres zonas: el Mara?¨®n, de casas bastante arregladas; Los Edificios, con apartamentos donde conviv¨ªan varias personas, y el Arco Iris, una especie de albergue con cuartos para dos personas y ba?o colectivo donde viv¨ªan los enfermos m¨¢s problem¨¢ticos y los ingresados recientemente.
'A m¨ª me dio un ataque. Yo no pod¨ªa entender que teniendo una casa con mis comodidades me encerraran all¨ª como si fuera un delincuente. Hab¨ªa que comer con bandeja en un comedor colectivo, estabas en un cuarto con una persona que no conoc¨ªas y no pod¨ªas salir si no era con un acompa?ante, as¨ª que te sent¨ªas preso, como si fueras un asesino, no un enfermo'.
Para Eduardo la situaci¨®n era intolerable, pero para otra gente acostumbrada a vivir en condiciones precarias, no. El tratamiento era esmerado y gratuito. En los cuartos hab¨ªa aire acondicionado y televisor, la comida era buena y las condiciones del centro eran m¨¢s que aceptables.
Eduardo lleg¨® a conocer a algunos j¨®venes que se inyectaron conscientemente sangre contaminada para poder entrar a Los Cocos y vivir mejor. Fue un caso muy sonado en La Habana, seguramente el m¨¢s dram¨¢tico del Periodo Especial que sobrevino en la isla tras la debacle del campo socialista.
'La mayor¨ªa eran frikis y marihuaneros, y se murieron al poco tiempo', afirma Eduardo. En la cl¨ªnica hab¨ªa tambi¨¦n ex combatientes de la guerra de Angola, m¨¦dicos que hab¨ªan cumplido misi¨®n internacionalista, rockeros, pero sobre todo homosexuales, como Guillermo y ¨¦l mismo.
'Yo fui gay desde peque?ito. A m¨ª siempre me gustaron los hombres', confiesa con orgullo. Sus padres eran m¨¦dicos y quer¨ªan que ¨¦l fuese cirujano, pero no era lo suyo. ?l se propuso ser un dise?ador de ¨¦xito y lo consigui¨®. Trabaj¨® en el Fondo de Bienes Culturales, en la televisi¨®n, en los mejores teatros de La Habana. Cuando a¨²n no hab¨ªa cumplido 30 a?os se convirti¨® en el dise?ador de Rosita Forn¨¦s, su sue?o, pero la desgracia le cay¨® precisamente durante una gira con ella por la isla, en 1990.
'Los primeros 15 d¨ªas en Los Cocos los pas¨¦ en la sala de psiquiatr¨ªa. Yo estaba muy mal', dice Eduardo. Poco a poco se fue adaptando a la vida del hospital y empez¨® otra vez a dise?ar trajes y escenarios para las fiestas que se hac¨ªan en la cl¨ªnica y que ¨¦l mismo organizaba. En una de ellas, con motivo del d¨ªa del m¨¦dico, naci¨® Samantha.
'La primera vez actu¨¦ con un traje y una peluca que me prest¨® Rosita Forn¨¦s. Todo sali¨® muy bien, y despu¨¦s, aconsejado por la gente, empec¨¦ a perfeccionar el personaje'.
La misma tarde del deb¨², Guillermo Ginesta le bautiz¨® como Samantha -'por Samantha Fox, ya sabes'-, y lo que comenz¨® siendo un simple divertimento se convirti¨® en la raz¨®n de ser de su existencia. 'Samantha es mi obra maestra, es una mujer que perfectamente podr¨ªa trabajar en el Lido de Par¨ªs, es perfecta', dice Eduardo, y los ojos le hacen chiribitas. Mientras habla, miro las fotos que hay sobre una mesilla. Samantha, rubia platino. Samantha vestida de impecable traje largo. Samantha posando junto a Rosita Forn¨¦s. Salvo por la diferencia de a?os, ?son pr¨¢cticamente iguales!
Miguel y Eduardo, en cambio, son diferentes. Eduardo s¨®lo se viste de mujer para trabajar, nunca utiliza su personaje para enamorar a otros hombres. Miguel s¨ª. Cuando la noche cae sobre La Habana, uno lo puede ver paseando por La Rampa en direcci¨®n al Malec¨®n, un punto de reuni¨®n de gays, lesbianas, travestidos y parejitas heterosexuales a las que les va la marcha.
'Hace diez a?os, en Cuba era impensable tanto libertinaje, pero Fresa y Chocolate rompi¨® tab¨²es y esquemas pol¨ªticos. La pel¨ªcula fue una bendici¨®n, se les escap¨® de las manos', dice Miguel, con una cerveza en la mano. No deja que le hagan fotos, pero m¨¢s que hablar, larga: 'A veces la polic¨ªa se pone pesada y nos echa de donde estamos, pero ya no les queda m¨¢s remedio que aceptar que existimos, contra eso no pueden hacer nada'.
Miguel tiene raz¨®n. A la revoluci¨®n no le ha quedado otra alternativa que asumir cosas que hasta hace no mucho rechazaba: las paladares nunca gustaron, pero ah¨ª aguantan; los d¨®lares antes eran un delito, pero finalmente partieron el pa¨ªs marginando del bienestar a los que m¨¢s se sacrificaron; los homosexuales y los travestis, antes acosados y humillados, son los que m¨¢s se divierten este verano en las noches de La Habana.
El a?o 1993 fue crucial. Para Eduardo y para la revoluci¨®n. Ese a?o la crisis semiparaliz¨® la isla y dej¨® en los huesos a los cubanos. Los espectaculares culos de los ochenta desaparecieron del panorama y, al mismo tiempo, llegaron los apagones de ocho horas diarias, mientras los pilares de la ideolog¨ªa temblaban.
'Debido a la recesi¨®n, en 1993 el hospital me ofreci¨® volver a mi casa, pero yo prefer¨ª quedarme', recuerda Eduardo. Estuvo en Los Cocos un a?o m¨¢s, hasta que el trabajo de Samantha se hizo incompatible con la vida diaria en el sidatorio de La Habana.
Eduardo tiene ahora 39 a?os. Lleva 13 siendo seropositivo y no ha desarrollado enfermedad pese a que no sigue tratamiento alguno. En caso de que lo necesitara, tiene amigos en Miami que ya le han ofrecido suministrarle los medicamentos de ¨²ltima generaci¨®n, pero, aunque no fuese as¨ª, el sistema de salud cubano le garantiza la terapia que est¨¢ dentro de sus posibilidades de forma gratuita, igual que a la mayor¨ªa de las 2.000 personas que tienen sida en la isla, seg¨²n datos oficiales.
'?Es Samantha revolucionaria?', le pregunto a bocajarro a Eduardo en el sal¨®n de su casa esta tarde de calor y tormenta en la que Fidel Castro cumple a?os. Eduardo lleva barba de tres d¨ªas. Suda. Pero no es por la pregunta. En los ¨²ltimos a?os ha sido entrevistado por numerosos periodistas extranjeros, y hasta se ha hecho un documental sobre su vida.
'Samantha es cubana. Y es artista. Los artistas no entienden de pol¨ªtica', responde con serenidad.
Samantha se ha ganado el respeto en su barrio. Todo el mundo la conoce y muchos la admiran. El 26 de julio de 2001, fecha en que se conmemor¨® el 48? aniversario del asalto al cuartel Moncada por Fidel Castro, Samantha actu¨® en Tropicana. Condujo el espect¨¢culo del famoso cabar¨¦ la noche entera. Eduardo me lo cuenta y pienso en lo que me dijo ayer Miguel: 'En Cuba no hay casualidades'.
Salgo de La V¨ªbora por una calle llena de baches. Las casas de la calle de Lageruda, donde vive Eduardo, est¨¢n en un estado deplorable. A algunas le faltan las cornisas, otras se sostienen milagrosamente despu¨¦s de 40 a?os sin mantenimiento. Cae la tarde y en La Habana comienza a llover.
Billetes (de d¨®lar, por supuesto) en el escote
La transformaci¨®n en Samantha es una liturgia compleja que comienza los viernes a media tarde, cuando Eduardo Rodr¨ªguez se depila meticulosamente el pecho y la barba. 'A las siete me ba?o y despu¨¦s me maquillo. A las ocho y media ya he acabado y me visto, me pongo las medias, la peluca, las u?as...'. El espect¨¢culo en la paladar de Lawton, donde trabaja Samantha, comienza despu¨¦s de las diez de la noche. Suele doblar a artistas cubanas como Maggy Carles en Mujer de carne y hueso, pero tambi¨¦n le mete a No llores por m¨ª, Argentina y Qui¨¦reme siempre en la voz de Paloma San Basilio. La italiana Mina y Rosita Forn¨¦s suelen estar tambi¨¦n en su repertorio. Desde hace a?os es una costumbre que el p¨²blico meta billetes en el escote y el vestido de los transformistas. Samantha es una privilegiada, pues es tan popular que en una mala noche saca alrededor de 20 d¨®lares, el equivalente a lo que gana un m¨¦dico al mes. Eduardo tambi¨¦n dise?a trajes y ropa que vende en Cuba, as¨ª que al mes puede ganar 200 o 300 d¨®lares, una fortuna en un pa¨ªs en el que el peso cubano se cambia a raz¨®n de 26 por d¨®lar y el salario medio de un obrero no llega a los 300 pesos. Eduardo es vegetariano y compra en el mercado agropecuario, donde un kilo de tomates cuesta 30 pesos, un simple aguacate 10 y un kilo de carne de cerdo, 50. Por supuesto, estos precios est¨¢n fuera del alcance de la mayor¨ªa de la poblaci¨®n, que vive en pesos y ha de basar su alimentaci¨®n en los productos que el Estado ofrece a precios subvencionados por la cartilla de racionamiento, fundamentalmente arroz, frijoles, az¨²car, huevos y muy peque?as cantidades de pollo o picadillo de carne. 'En la situaci¨®n de hoy, Samantha no es una cubana cualquiera', admite Eduardo. Sin duda, es algo cierto: ella tiene un hombre que se ocupa de que no le falte de nada.
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