MUCHACHA EN UNA BICICLETA DE HOMBRE
Entre el Parque G¨¹ell y la Monta?a Pelada, el autor barcelon¨¦s descubre los cimientos de la creaci¨®n literaria. Visi¨®n de una ninfa a los pies del drag¨®n.
Uno de los lugares que m¨¢s me gustan de este mundo no es nada del otro mundo y adem¨¢s no s¨¦ muy bien por qu¨¦ me gusta. No me parece especialmente acogedor, aunque lo frecuent¨¦ mucho en tiempos, estaba cerca de casa y lo ten¨ªa a mano, y nunca hab¨ªa sido tan visitado y admirado como en la actualidad. Ignoro totalmente el motivo de esa disposici¨®n an¨ªmica, esa antigua predilecci¨®n; tal vez se debe a que, hace muchos a?os, en medio de su delirante e indisciplinada eclosi¨®n de formas y de cromatismo, alberg¨® los sue?os heroicos del chaval de la calle de Mart¨ª, 106, que todav¨ªa hoy me mira, con sus botas destrozadas y una novela de Dickens o de Emily Bront? bajo el brazo, terco y expectante en su remoto verano de musara?as, gir¨¢ndose al pie de la escalinata del Drag¨®n, y porque, como en tantos otros reencuentros conmigo mismo en ¨¢mbitos ya abolidos o degradados, en otras escenograf¨ªas y territorios, reales o inventados, que conforman el peque?o mapa de mi vida, a¨²n prevalece la emoci¨®n m¨¢s que la raz¨®n, el sentimiento m¨¢s que el intelecto.
Desde ni?o supo que todo, o casi todo, por extravagante y disparatado que pudiera parecer, tendr¨ªa aqu¨ª lugar y sentido si consegu¨ªa embaucar al auditorio
Ciertamente, un d¨ªa viste esa paloma decapitada por las ruedas de un tranv¨ªa, pero sabes muy bien que por la calle Joan Blanques jam¨¢s pas¨® ning¨²n tranv¨ªa
El lugar en cuesti¨®n consiste en dos enclaves vecinos entre s¨ª, dos colinas o quiz¨¢ s¨®lo promontorios, diferenciados y aparentemente excluyentes, ya que uno vendr¨ªa a escenificar espectacularmente el ¨¢mbito de lo fant¨¢stico, singular y exuberante, y el otro (sobre todo para el solitario adolescente que entonces gustaba de identificarse con el joven y animoso Pip o con el vengativo y tenebroso Heatchcliff), el p¨¢ramo gris de la desolaci¨®n y la soledad, una colina sin vegetaci¨®n y pedregosa, nuestra particular y secreta parcela de cumbres borrascosas. En realidad, dos anfiteatros enclavados en la Barcelona pobre de la zona alta y con muy distintas perspectivas -de vida y de visi¨®n-, dos montes antag¨®nicos en fronda, vientos y v¨¦rtigos, la cara y cruz de una misma enso?aci¨®n con las infinitas variantes de una confusa aventi contada una y otra vez. El muchacho, que una soleada ma?ana del verano de 1946 remonta la calle Larrad o la carretera del Carmelo con las manos en los bolsillos y una maltrecha novela sin tapas en el sobaco, intuye que ambos enclaves, el Parque G¨¹ell y la Monta?a Pelada, toc¨¢ndose el uno con el otro, se complementan y configuran una suerte de presagio: presiente que aqu¨ª, en alguna parte, se tensa el lazo cordial que ha de atarle para siempre a esta doble escenograf¨ªa, a esta impertinencia infantil de cuento de hadas y a esta colina rapada y triste que en julio rinde al viento unas pocas crestas amarillas de ginesta y donde los ni?os pobres del barrio hacen volar sus pesadas cometas de fabricaci¨®n casera como si fueran estandartes guerreros. Ser¨ªa aqu¨ª, en esta cota entonces tan poco distinguida, con la sola compa?¨ªa de Pip o de Rastignac o de Edmundo Dant¨¦s sentados a su vera en el banco ondulado, o en la boca de una covacha de la colina pelada, frente a la ciudad que se extiende como una lepra hacia el mar, ser¨ªa aqu¨ª donde las trepidantes aventis que hab¨ªan compartido en el corro expectante de cabezas rapadas ir¨ªan adquiriendo secretamente las alas y las garras de la ficci¨®n literaria. Ciertamente, ¨¦ste es el territorio escogido y ¨¦ste el presagio: aqu¨ª las mentiras de ayer han de vertebrar las verdades de ma?ana, ¨¦stos son los montes donde corr¨ªan las sardinas y donde habr¨¢n de nadar las liebres. Desde ni?o supo que todo, o casi todo, por extravagante y disparatado que pudiera parecer, tendr¨ªa aqu¨ª lugar y sentido si consegu¨ªa embaucar al auditorio, entretenerlo (a?os despu¨¦s, el poeta Auden le susurr¨®: 'El arte quiz¨¢ no empieza, pero s¨ª termina -le guste o no a la est¨¦tica la idea- en un intento de entretener a los amigos').
En lo que podr¨ªamos llamar el acto fundacional de esta fidelidad a unos enclaves urbanos, el taciturno jovenzuelo con la novela bajo el brazo distingue la imagen turbadora y germinal de una muchacha de unos 14 o 15 a?os montando con descarada impostura una bicicleta de hombre. Aparece en la entrada sur del Parque G¨¹ell, frenando, un pie calzado en sandalia de goma ya en tierra -el otro en el pedal, el cuadro amarillo de la bici entre los muslos, el cuerpo doblado hacia atr¨¢s, entreg¨¢ndose tenso a la frenada y ce?ido por un vestido verde y un ancho cintur¨®n blanco-, y el pasmado c¨®mplice de Pip parado al pie de la escalinata del Drag¨®n se la queda mirando. No volver¨¢ a verla jam¨¢s, nunca sabr¨¢ su nombre ni d¨®nde vive, y, sin embargo, hoy jurar¨ªa que, desde aquel luminoso domingo, ni un solo d¨ªa de su vida -lo mismo le ocurri¨® al fiel empleado solter¨®n de Charles Foster Kane- ha dejado de pensar en ella. Eternamente varada junto a uno de los pabellones de entrada del parque, est¨¢ hablando con un hombre mayor cuya espalda derrotada parece acusar el peso de la enorme maleta de cart¨®n que acaba de depositar en el suelo... Pide disculpas la prolija memoria, pero nimiedades como ¨¦stas ser¨¢n los cimientos invisibles de futuras estructuras narrativas, los nervios secretos y veraces de algunas ficciones muy vinculadas a estos sitios. Porque si atiendo como es debido al t¨ªmido fantasma que fui, este ni?o lector ensimismado que en secreto espera su hora en las esquinas del barrio, vuelvo a escuchar la voz apagada pero agresiva de la chica, una inflexi¨®n nasal que sofoca su desd¨¦n, aunque no alcanzo a entender lo que dice. Sus ojos glaucos, que nunca m¨¢s hab¨ªan de posarse en m¨ª, conservan en el recuerdo el destello h¨²medo y fugaz de un agravio cuando el hombre de la maleta le dice: 'Me acuerdo de tu madre. Tambi¨¦n era muy guapa'. La muchacha se despide, se va balance¨¢ndose lentamente erguida sobre los pedales y gira a la izquierda en la calle de Olot sin sentarse en el sill¨ªn y sin volver la cabeza (muchos a?os despu¨¦s, al trasladar su pedaleo en equilibrio sobre la misma bici junto a un barranco del Guinard¨®, sus cabellos ya no ser¨¢n negros, sino una llamarada roja al viento, llevar¨¢ una falda amarilla con grandes bolsillos verdes y, sujeta con dos correas al cuadro de la bicicleta, la funda negra de un viol¨ªn). Ella ser¨¢ una suerte de icono en la fabulaci¨®n fundacional del territorio, una de las im¨¢genes emblem¨¢ticas en esta parcela acotada, este paisaje ya trastocado por el paso del tiempo y por coyunturales escaparates de la modernidad. En todo caso, los cambios en la epidermis urbana, en el Carmelo y el Guinard¨® sobre todo, son espectaculares, y ah¨ª no ha lugar para la denostada nostalgia. Deseo constatar solamente que de aquel entonces tan precario, de aquellos d¨ªas tan expoliados, datan no pocas visiones embrionarias, apenas retocadas al pasar a la ficci¨®n: las vivarachas hu¨¦rfanas de la calle de Verdi entrando en el teatrito de Las ?nimas con polvo de reclinatorio en las rodillas y calcetines flojos en los tobillos; el sol del verano filtr¨¢ndose como un oro l¨ªquido por entre las guirnaldas y flecos de papel de seda en la calle de Sors adornada para las fiestas; la hermosa peluquera que viene a peinar a mi madre en casa se gira discretamente subi¨¦ndose un poco la falda y hace chasquear la liga el¨¢stica sobre el muslo; recostada en su cama de la torre de la calle de Laurel, en medio de un intenso aroma a vahos de eucalipto, la hermana mayor de mis dos amigos del cole lee revistas de cine y se pinta las u?as; en el bar de la esquina hombres con peinadores alrededor del cuello y espuma de jab¨®n en la cara comentan mirando el techo el crimen de la calle de Legalidad; reci¨¦n salido de la c¨¢rcel Modelo, un hombre con boina y la chaqueta del pijama permanece horas y horas en su balc¨®n sobre la calle de Torrente de las Flores; surgiendo de una vieja torre semiderruida del barrio del Carmelo, un muchacho endomingado con furia en los cabellos se pone un clavel rojo en el ojal...
Hablando en t¨¦rminos estrictamente geogr¨¢ficos, est¨¢ claro que el plano real de estos enclaves y la estampa real de estos personajes yacen sepultados bajo las necesidades y caprichos de una imaginaci¨®n activa y de una memoria incierta que, al cabo, entender¨¢ que el ¨²nico modo de ser fiel a la verdad del espejo es ponerse la m¨¢scara. As¨ª pues, ser¨¢ muy poco lo que no inventes, y acaso no muy distinguido, pero ese poco, le aconseja Pip sentado a su vera, debes contarlo sencillamente y bien, sin alardear de su origen veraz o documental (en las obras de ficci¨®n todo es veraz, o no es nada en absoluto). Podr¨¢s decir, por ejemplo: en medio de la calle de Joan Blanques yace una paloma decapitada por las ruedas de un tranv¨ªa de la l¨ªnea 39 abarrotado de alegres ba?istas que van a las playas de la Barceloneta -y ciertamente un d¨ªa viste esa paloma con la tr¨¢quea seccionada, pero sabes muy bien que por la calle de Joan Blanques jam¨¢s pas¨® ning¨²n tranv¨ªa...
Abarcando con el tiempo nuevas parcelas y nuevas perspectivas, algunas falsas, nuestro paseante novelero ampl¨ªa los horizontes urbanos de la fabulaci¨®n. Desde lo alto de la Monta?a Pelada divisa una vez m¨¢s el territorio acotado cuya doble personalidad le ser¨¢ revelada a?os despu¨¦s. Las fronteras de este territorio son muy claras: al sur limita con la Travessera de Gr¨¤cia, al norte con el Monte Carmelo y el Parque G¨¹ell, al este con la plaza Lesseps y Gran de Gr¨¤cia y al oeste con el Guinard¨®. Aqu¨ª y all¨¢, grandes avenidas hoy fren¨¦ticas de f¨²lgidos metales y estruendo de motores fueron senderos de miseria y de soledades, cuestas empinadas y callejones enfangados, balconadas de peque?as huertas y atalayas de barracas. Ahora, lo mismo que el humo de un cigarrillo en una pel¨ªcula plateada de los a?os treinta, un humo que se eleva lent¨ªsimo como en sue?os y se enrosca y brilla en el aire tocado por una luz que no es de este mundo, ahora tambi¨¦n el polvo blanquecino que levantan las ruedas de las bicicletas infantiles en la plaza del parque se enrosca en torno a la cabeza del animoso joven explorador nuevamente rendida sobre el libro abierto, cuando se sienta en el banco ondulado de cara a la ciudad. Aparentemente, el tenaz lector quincea?ero est¨¢ solo, y ese polvo denso del entorno, con su acre olor a verano suburbial, a gomas quemadas y a pobreza, le bastan para reconocer el territorio y saber cu¨¢l ha de ser en ¨¦l su lugar frente a la ciudad aplastada y leprosa de entonces. A su lado se levanta el joven Rastignac, sacude unas motas de polvo en las solapas de su levita y lanza sobre el perfil de la ciudad una mirada desafiante. Luego observa al p¨¢lido lector y, antes de irse, le oigo decir: 'Ah¨ª te quedas, chaval'. Y aqu¨ª sigo, al pie de las colinas, en el umbral del sue?o.
Las huellas de Gaud¨ª
Edificios en Barcelona
Parque G¨¹ell (934 13 24 00). Olot, s/n. De 10.00 a 20.00. Gratis.
Casa Batll¨® (934 88 06 66). Paseo de Gracia, 43. De 9.00 a 14.00. 10 euros.
La Pedrera (934 84 59 00). Paseo de Gracia, 92. De 10.00 a 19.30. 6 euros.
Sagrada Familia (932 07 30 31). Plaza de la Sagrada Familia, s/n. De 9.00 a 20.00. 6 euros.
Casa Vicens (934 88 01 39). Carolines, 24. S¨®lo se visitan los jardines.
Pabellones G¨¹ell (932 04 52 50). Avenida de Pedralbes, 7. De 10.00 a 13.00. Entrada gratuita.
Palau G¨¹ell (933 17 39 74). Nou de la Rambla, 3. De 10.15 a 18,15. 3 euros.
Casa Calvet (934 88 01 39). S¨®lo mi¨¦rcoles, de 9.15 a 13.30 y de 16.15 a 19.30. Gratis.
Informaci¨®n
933 01 77 75; www.gaudi2002.bcn.es.
ISIDORO MERINO
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