Gabo: memorias de la memoria
G¨¦nero. La memoria es el g¨¦nero que se atreve a decir su propio nombre. La biograf¨ªa nos dice: 'Eres lo que fuiste'. La novela nos dice: 'Eres lo que imaginas'. La confesi¨®n nos dice: 'Eres lo que hiciste'. Pero biograf¨ªa, confesi¨®n o novela requieren memoria, pues la memoria, dice Shakespeare, es el guardi¨¢n de la mente. Un guardi¨¢n, dir¨ªa yo, que se radica en el presente para mirar con una cara al pasado y la otra al porvenir. La b¨²squeda del tiempo perdido tambi¨¦n es, fatalmente, la b¨²squeda del tiempo deseado. Hoy, en el presente de este a?o tercero del segundo milenio despu¨¦s de Jes¨²s, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez rememora. A los que un d¨ªa le dir¨¢n: 'Esto fuiste', 'esto hiciste' o 'esto imaginaste', Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, ser¨¦, imagin¨¦. Esto recuerdo.
Cien a?os de soledad demostraba la compatibilidad de los g¨¦neros en una ¨¦poca de sequ¨ªa literaria determinada por la dictadura del nouveau roman franc¨¦s
La b¨²squeda del tiempo perdido tambi¨¦n es, fatalmente, la b¨²squeda del tiempo deseado
Mitterrand conoce a Gabo y escribe: 'Es un hombre id¨¦ntico a su obra. Cuadrado, s¨®lido, risue?o y silencioso'
Mi primer Garc¨ªa M¨¢rquez.
A
mediados de los a?os cincuenta dirig¨ªa junto con Emmanuel Carballo la Revista Mexicana de Literatura, adversa al chovinismo estrecho de nuestra anta?ona vida cultural. Una de las maneras de romper 'la cortina de nopal' (Cuevas dixit) consisti¨® en asociarnos con revistas latinoamericanas de esp¨ªritu similar. Eran dos, Or¨ªgenes, dirigida en La Habana por Cintio Vitier, que me permiti¨® iniciar una paradisiaca correspondencia con el gran Jos¨¦ Lezama Lima. Y Mito, publicada en Bogot¨¢ por Jorge Gait¨¢n Dur¨¢n, y que me puso en contacto con dos j¨®venes y ya grandes escritores colombianos, ?lvaro Mutis y Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Digo que conoc¨ª a Gabo antes de conocerlo, publicando en M¨¦xico Los funerales de la Mam¨¢ Grande y Mon¨®logo de Isabel viendo llover en Macondo. ?Qui¨¦n era, c¨®mo era este escritor transparente y luminoso que de un golpe sacaba al tr¨®pico del t¨®pico (La Vor¨¢gine, Canaima) y le daba esa tristeza levistrausiana que Claudio Magris ha descrito como un rasgo de la literatura latinoamericana? Contra la tentaci¨®n de la lectura ex¨®tica, Garc¨ªa M¨¢rquez nos ped¨ªa 'hacer la tarea escolar de re-leer una prosa melanc¨®lica, dif¨ªcil, dura'. El premio a su propia exigencia creativa, a contracorriente de la facilidad del momento, premi¨® a Garc¨ªa M¨¢rquez con una popularidad s¨®lo comparable, en la lengua castellana, a otra novela di¨¢fana porque es 'melanc¨®lica, dif¨ªcil, dura', el Quijote.
El primer encuentro. Fue en las
oficinas de ese M¨¦dicis yucateco exuberante, generoso, caprichoso y loco que era Manuel Barbachano Ponce. Una mansi¨®n decr¨¦pita en la calle de C¨®rdoba -la mansi¨®n de Dr¨¢cula, dijo Gabo- donde ?lvaro Mutis me present¨® a Garc¨ªa M¨¢rquez y naci¨® la amistad a primera vista. Creo que desde ese momento fuimos amigos para siempre al grado de que yo puedo marcar las etapas de mi vida a partir de los 32 a?os mediante los hitos de la amistad con Gabo y ¨¦l mismo ha dicho que 'si alguna vez escribi¨¦ramos nuestras memorias respectivas, los lectores se van a encontrar con p¨¢ginas intercambiables'.
P¨¢ginas intercambiables.
En el M¨¦xico de los sesenta, la vida literaria giraba entre dos caf¨¦s de la Zona Rosa, el Kineret y el Tirol. Gabo y yo decidimos institucionalizar los encuentros todos los domingos de las seis de la tarde en adelante en mi desvencijado caser¨®n en San Angel Inn. Por all¨ª pas¨® la humanidad entera, todos ¨¦ramos j¨®venes, todos ¨¦ramos promesas, todos fum¨¢bamos, todos beb¨ªamos, unos se quedaron en promesas, otros se propusieron ganar la m¨®dica medida del genio con la desmesura del trabajo. Todos bail¨¢bamos al ritmo de los reci¨¦n descubiertos Beatles y Rolling Stones. Prueba: una extraordinaria foto de Gabo bailando el watusi con Elena Garro. Todas las muchachas eran bellas. ?Qui¨¦n m¨¢s que la tr¨¢gica, fr¨¢gil orqu¨ªdea de un invernadero ¨ªstmico, Arabella Arbenz? Arabella, hija del derrocado (por la CIA) presidente de Guatemala Jacobo Arbenz, vino a M¨¦xico a hacer cine y Gabo y yo ¨¦ramos pareja de guionistas tan fr¨¢giles en nuestro m¨¦tier como Arabella en su vida. Escribimos juntos el libreto de El gallo de oro, cuento de Juan Rulfo que dirigir¨ªa Roberto Gavald¨®n, realizador tan en demanda que durante el d¨ªa escrib¨ªa un gui¨®n para Libertad Lamarque y de noche, con nosotros, El gallo de oro, de suerte que, confundidos, a veces pon¨ªamos al gallo a cantar tangos y a do?a Liber a cacarear. Un buen d¨ªa, Garc¨ªa M¨¢rquez me dijo: ?qu¨¦ vamos a hacer? ?Salvar al cine mexicano o escribir nuestras novelas? La suerte estaba echada.
Cien a?os de felicidad. Yo me
fui a vivir una larga temporada a Par¨ªs y Gabo se encerr¨® a escribir Cien a?os de soledad. Mercedes cerr¨® las puertas de la casa, cort¨® las l¨ªneas de tel¨¦fono y abasteci¨® el refrigerador. Un a?o m¨¢s tarde, me llegaron las primeras cincuenta p¨¢ginas de Cien a?os de soledad. Las le¨ª con emoci¨®n, asombro y sobre todo gratitud por tener un amigo de tan inmenso talento y de tan inmensa generosidad. Porque ¨¦sta era una novela generosa. En muchos sentidos. No s¨®lo daba y se daba. No s¨®lo pose¨ªa ese don de reconocimiento -la anagn¨®risis que da t¨ªtulo a un hermoso libro de Tom¨¢s Segovia, gran poeta de nuestra generaci¨®n-. No s¨®lo reun¨ªa en un haz las grandes tradiciones de la literatura hispanoamericana -mito de fundaci¨®n, ¨¦pica de destrucci¨®n, historia de recreaci¨®n- sino que, magistralmente, generosamente, demostraba la compatibilidad de los g¨¦neros en una ¨¦poca de sequ¨ªa literaria determinada por la dictadura del nouveau roman franc¨¦s, empe?ado en convertir la literatura en desierto. Frondoso por generoso, Garc¨ªa M¨¢rquez nos volv¨ªa a ubicar a todos en el territorio de La Mancha, la gran provincia trasatl¨¢ntica de Cervantes, donde se dan cita la ¨¦pica de caballer¨ªa, la picaresca, la novela buc¨®lica, la trama bizantina, la novela dentro de la novela, la c¨¢rcel de amor, la generosidad literaria que Garc¨ªa M¨¢rquez recupera para la Am¨¦rica Latina a partir de una tradici¨®n compartida y de una ubicaci¨®n geogr¨¢fica amorosa. El Caribe, la corriente de reconocimientos literarios que fluye del Misisip¨ª a William Faulkner por las 'islas de la corriente' de Ernest Hemingway, con escala en castellano en la Cuba de Alejo Carpentier y su concepto de lo real maravilloso, verdadero origen del realismo m¨¢gico, pero que se extiende a la lengua francesa de Jacques Roumain y los Thoby-Marcellin en Hait¨ª y Aim¨¦e C¨¦saire y Edouard Glissant en el Caribe franc¨®fono y Jean Rhys la desolada ni?a del Mar de los Sargazos vestida toda de blanco en el Caribe angloparlante y como un faro del castellano, resistiendo todos los embates del imperio, Luis Rafael S¨¢nchez en la roca madre de Puerto Rico. Y atr¨¢s, m¨¢s atr¨¢s, los cronistas de Indias, los navegantes, los bestiarios, la imaginaci¨®n casada con la memoria. De todo esto desciende, todo esto ha hecho visible y presente, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez el memorioso de hoy y de siempre.
Amigos de los amigos. Digo en
mi libro En esto creo: 'Lo que no tenemos lo encontramos en el amigo'. Gabo y yo compartimos muchas amistades y algunas enemistades. En la pol¨ªtica, son inevitables las diferencias de opini¨®n y la prueba de la amistad es que lo que podr¨ªa separarnos nos une a¨²n m¨¢s: el respeto. Dejo de lado a nuestra conflictiva latinoamericanidad, pensando a veces que la Am¨¦rica Latina s¨®lo se concibe a s¨ª misma, pol¨ªtica y econ¨®micamente, como un problema que obliga al mundo a fijarse en nosotros y, una y otra vez, rescatarnos de nuestra propia incompetencia. A Gabo le fascina el fen¨®meno del poder y El oto?o del patriarca no s¨®lo da fe, sino que encarna en todas las direcciones la picaresca y la tragedia del poder. Desde mi punto de vista, en nuestra relaci¨®n con hombres de poder, destacar¨ªa tres. Con Fran?ois Mitterand, un demonio de inteligencia, cultura literaria y maquiavelismo pol¨ªtico. En sus memorias, La paja y el grano, Mitterrand recuerda que fue otro querid¨ªsimo amigo com¨²n, Pablo Neruda, quien le dijo: 'Lea inmediatamente Cien a?os de soledad. Es la m¨¢s bella novela producida por la Am¨¦rica Latina desde la pasada guerra'. Mitterrand conoce a Garc¨ªa M¨¢rquez y escribe: 'Es un hombre id¨¦ntico a su obra. Cuadrado, s¨®lido, risue?o y silencioso'. Con William Styron, Arthur Miller y Garc¨ªa M¨¢rquez, asist¨ª a la rumbosa inauguraci¨®n del presidente Mitterrand en mayo de 1981. Luego fuimos testigos de su primer acto de gobierno: firmar sendos decretos otorg¨¢ndoles la nacionalidad francesa a Milan Kundera y a Julio Cort¨¢zar, ambos exiliados por las dictaduras, comunista la de Praga, fascista la de Buenos Aires. La cultura literaria de un presidente franc¨¦s nunca sorprende. Neruda me cont¨® que sus reuniones con el presidente Pompidou siendo Pablo embajador de Chile en Francia, ten¨ªan como pretexto discutir la pol¨ªtica econ¨®mica del Club de Par¨ªs, pero en realidad eran largas pl¨¢ticas sobre la poes¨ªa de Baudelaire. Lo que sorprende es que un presidente de Estados Unidos lea libros. Cosa que descubrimos Gabo y yo una noche en Martha's Vineyard, escuchando a Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner, demostrar que ¨¦l s¨ª hab¨ªa le¨ªdo el Quijote y por qu¨¦ Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta innecesaria: ?qu¨¦ habr¨¢ le¨ªdo Bush? Y para cerrar el cap¨ªtulo pol¨ªtico, otro lector-estadista: Felipe Gonz¨¢lez, un hombre que habla como un libro porque piensa como un libro porque ha le¨ªdo todos los libros y sin embargo -oh Mallarm¨¦- no est¨¢ triste. Digo que amigos y enemigos literarios Gabo y yo hemos tenido -no siempre compartido- muchos. Pero mirando nuestra vida de cap¨ªtulos intercambiables, creo que hay un amigo escritor o mejor dicho un escritor amigo de ambos al que Gabo y yo colocamos por encima de todos. Es Julio Cort¨¢zar y creo que ni Gabo ni yo ser¨ªamos lo que somos o lo que aun quisi¨¦ramos ser sin la radiante amistad del Gran Cronopio. En Cort¨¢zar se daban cita el genio literario y la modestia personal, la cultura universal y el coraje local ('Las Malvinas son argentinas -sol¨ªa decir-. Los desaparecidos tambi¨¦n'). Lo hab¨ªa le¨ªdo todo, visto todo, s¨®lo para compartirlo todo. Una de las noches inolvidables de nuestra amistad ocurri¨® en el tren Par¨ªs-Praga en diciembre de 1968. ?bamos invitados por Kundera a mantener la ficci¨®n -es decir, la esperanza- de una cultura checa independiente en un pa¨ªs rodeado de tanques sovi¨¦ticos. Cort¨¢zar fue hilvanando temas como un cuentista ¨¢rabe de la plaza de Marrakech. Cuando llegamos de madrugada a Praga, nos esperaba en la estaci¨®n Kundera, nos llev¨® a Gabo y a m¨ª a una sauna y cuando pedimos una ducha para quitarnos el calor, Milan nos condujo al r¨ªo Ultava y nos empuj¨®, encuerados como lombrices, al agua congelada. Recuerdo el comentario de Gabo cuando salimos morados del r¨ªo. 'Por un instante, Carlos, cre¨ª que ¨ªbamos a morir juntos en la tierra de Kafka'.
Vida y muerte. Cuando muri¨®
Cort¨¢zar, llam¨¦ a Garc¨ªa M¨¢rquez conmovido por la desaparici¨®n de nuestro incomparable amigo. Gabo me contest¨®, memorablemente: no creas todo lo que lees en los peri¨®dicos. Es cierto: no hay mortalidad en la literatura. O¨ªr a Gabo hablar de libros y autores es o¨ªrle hablar de lo m¨¢s vivo, lo m¨¢s pr¨®ximo, lo m¨¢s entra?able. Gabriel posee una memoria po¨¦tica fabulosa, hecho que -entre otros- le envidio como se lo envidio a Carlos Monsiv¨¢is (capaz de pasar una tarde con Neruda haciendo conversaci¨®n sin otras palabras que citas de la poes¨ªa de Neruda); a Chema P¨¦rez Gay (que adem¨¢s cita a H?lderlin, Goethe y Rilke en alem¨¢n); o a Antonia Fraser, que memoriza un poema cada noche. Gabo se sabe de memoria la poes¨ªa de Garcilaso ('escrito est¨¢ en mi alma vuestro gesto / y cuanto escribir de vos deseo / vos sola lo escribistes, yo lo leo / tan solo, que aun de voz me guardo en esto'). A veces, Garc¨ªa M¨¢rquez deja entrever la literatura que se guarda. Es Kafka y La metamorfosis, la lectura que lo precipit¨® angustiado y anhelante en la escritura. Es Faulkner y la convicci¨®n de que el presente empez¨® hace 10.000 a?os. Es Rulfo y el clamor de los silencios. Y es, sorpresivamente, Dumas y El conde de Montecristo como f¨¢bula de f¨¢bulas que encierra el enigma del enigma: ?c¨®mo escapar de la prisi¨®n del Castillo de If? Que el lector se ponga a pensar y ver¨¢ c¨®mo las combinaciones posibles son infinitas, tan infinitas como la lectura. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez y Alejandro Dumas y Franz Kafka: c¨®mo entrar al Castillo, c¨®mo salir del Castillo. La llave se llama la literatura. Pero ella tambi¨¦n est¨¢ escondida. Est¨¢ en la isla del tesoro. No la de Stevenson, sino la de Defoe, autor preferido de Garc¨ªa M¨¢rquez no tanto por el Robinson sino por El diario del a?o de la c¨®lera. El t¨ªtulo lo dice todo. El Robinson de Gabo es el del muy admirado Coetzee: una noticia falsa que alguien le cuenta a Defoe. Mi Robinson es el de Bu?uel: el solitario gritando desde la cumbre de la monta?a para escuchar el eco de su voz y sentirse acompa?ado.
Sitios de la memoria. La Barcelo
na de la Gauche Divine, Carlos Barral y los Goytisolo, 'Rosa Reg¨¢s, qu¨¦ buena est¨¢s' y nuestros tres monstru¨®logos, Cecilia, Rodrigo y Gonzalo, rondando los cines de Sarri¨¢ a los diez a?os en busca de pel¨ªculas de Frankenstein y Dr¨¢cula, como si intuyeran algo que los dem¨¢s explic¨¢bamos con demasiada l¨®gica: la Espa?a de Franco. La ciudad de M¨¦xico, donde Gabo y yo nos hacemos cruces tratando de entender rebeliones, asesinatos, brujas, entierros, tapados, destapados hasta que Garc¨ªa M¨¢rquez, salutariamente, va al Museo de Antropolog¨ªa, se para diez minutos frente a la mole de la Diosa Madre Coatlicue con su falda de serpientes y se retira diciendo: 'Ya entend¨ª'. ?Qu¨¦ entendimos? En los caf¨¦s de Par¨ªs, en los bares de Venecia, entre tapas de Madrid y caminatas en Oviedo, que la realidad es siempre m¨¢s novelesca que la ficci¨®n. De all¨ª que la ficci¨®n deba superar, no a la realidad, sino a la ficci¨®n de la realidad. Dura, dolorosa realidad de la patria colombiana, tan orgullosa de Gabo, donde en las calles de su adorada Cartagena le saludan: 'Adi¨®s, Don Nobel'. Una patria secuestrada, acribillada, prostituida, extenuada, enga?ada. Con raz¨®n Gabo encuentra en M¨¦xico una segunda patria que para ¨¦l es todo lo que no es para muchos mexicanos: un remanso, un acierto, una seguridad. Tal es su voluntad mexicana y yo, mexicano, su amigo, no tengo m¨¢s remedio que respetarla. Porque al fin y al cabo, junto con nuestras esposas y nuestros hijos, nuestros amigos y nuestra Mam¨¢ Grande, Papisa y Regazo de Todo Mal, Carmen Balcells, nuestra memoria es nuestro respeto y nuestro respeto eso que los latinos llamaban verecundia, el honor debido a quienes queremos. O como dir¨ªa Bob Hope, 'gracias por la memoria'. As¨ª es: Vivir para contarla.
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