Ser robado
El domingo pasado, en Barajas, en el aeropuerto de Madrid, mientras yo reclamaba unos pasajes pre-pagados en la ventanilla de Iberia, un ladr¨®n se rob¨® mi computadora. La extrajo de en medio de dos maletas y de debajo de un impermeable donde la hab¨ªa ocultado mi mujer en previsi¨®n de un posible latrocinio. Lo hizo de manera tan veloz y eficiente que mi primera reacci¨®n fue de respeto, casi de admiraci¨®n, por la destreza y audacia de ese caco. La segunda, la sensaci¨®n de haber sido admitido por fin en un vasto, democr¨¢tico club: casi todos mis amigos han sido desvalijados en Barajas de ordenadores, maletines, carteras, etc¨¦tera, y yo ten¨ªa ya la sensaci¨®n de estar disfrutando de un inmerecido privilegio. La tercera, fue caer en ese estado de desmoralizaci¨®n y orfandad -sentirse ultrajado en lo m¨¢s ¨ªntimo, objeto de una burla perversa y un poco est¨²pido- en que quedamos cada vez que somos violentamente despojados de algo que nos pertenece.
Es algo a lo que conviene irse acostumbrado porque la industria del robo, la m¨¢s pr¨®spera y extendida en todo el ancho globo, crece y seguir¨¢ creciendo de manera irresistible en el primero y en el tercer mundo, en los barrios m¨¢s pobres y m¨¢s ricos, y en todas partes, como la amenaza m¨¢s poderosa y efectiva contra la propiedad privada, desde que los socialistas ut¨®picos, por boca -o, mejor dicho, por la pluma- de Proudhon dictaminaron que aquella, por el solo hecho de existir, constitu¨ªa un atraco, un delito contra la justicia. Pues una de las m¨¢s deliciosas paradojas de nuestro tiempo es que no son los pobres, ni los obreros, ni los revolucionarios profesionales los que est¨¢n dando la batalla m¨¢s mort¨ªfera contra la propiedad privada sino los ladrones, una internacional sin ideales, puramente pragm¨¢tica, que cada d¨ªa gana m¨¢s adeptos y perpetra m¨¢s exitosas operaciones de demolici¨®n y desestabilizaci¨®n de lo que en alg¨²n momento de ingenuidad se lleg¨® a creer era la sacrosanta instituci¨®n de la democracia, base del progreso y sustento de la libertad.
Aporto, a favor de esta tesis pesimista sobre el futuro de la propiedad privada en el mundo, mi m¨ªnima experiencia personal de b¨ªpedo atracado por invisibles, an¨®nimos e inmejorables profesionales del robo en casi todos los pa¨ªses donde he vivido o vivo y en algunos por los que s¨®lo he pasado. En Barcelona, hace unos diez a?os, un ladr¨®n se las arregl¨® para deslizarse en el cuarto del Hotel Presidente que acab¨¢bamos de ocupar, abrir nuestras dos maletas, elegir en la de mi mujer su mejor vestido y un pu?ado de collares y llev¨¢rselos, en el brev¨ªsimo tiempo en que tardamos en bajar a un quiosco de la Diagonal, que est¨¢ junto al Hotel, a comprar un peri¨®dico. El asaltante, que desde?¨® llevarse nada m¨ªo, tampoco se llev¨® -por ignorancia, desprecio hacia lo primitivo o caridad- un collar prehisp¨¢nico que era lo m¨¢s valioso de nuestro equipaje. Cuando fuimos a denunciar el robo a la polic¨ªa, el amable comisario nos dijo que, un a?o atr¨¢s, los Garc¨ªa M¨¢rquez hab¨ªan sido v¨ªctimas de una fechor¨ªa parecida, en otro hotel de Barcelona. ?Un caco especializado en literatura latinoamericana, qu¨¦ duda cabe!
De todos los robos que he sufrido, el que menos me molest¨® -incluso, dir¨¦ que hasta me quit¨® un peso de encima- ocurri¨® en Lima, en 1981, a poco de llegar de los Estados Unidos, donde hab¨ªa pasado un a?o en el Wilson Centre. All¨ª compr¨¦ una radio, empotrada en un autom¨®vil Toyota, que me vendi¨® un extraordinario vendedor, con una capacidad de persuasi¨®n literalmente irresistible. Me vendi¨® el auto en menos de un minuto; para infligirme la radio se demor¨® cerca de media hora. No era propiamente una radio; era un milagro, un prodigio, que conectaba al oyente con todas las estaciones de la tierra, en todas las frecuencias, y una calidad de audici¨®n que, sobre todo en las piezas cl¨¢sicas, hac¨ªa llorar a los t¨ªmpanos de agradecimiento y emoci¨®n. Costaba car¨ªsima, pero la compr¨¦, convencido de que hubiese sido poco menos que un sacrilegio criminal desechar una ganga semejante. Ahora bien: nunca consegu¨ª que funcionara, que emitiera un sonido, que saliera de esa radio portentosa ni el simulacro de una voz. S¨®lo emit¨ªa unas g¨¢rgaras radiof¨®nicas de repugnante monoton¨ªa, ofensivas y burlonas. Aquella noche, en el centro de Lima, cuando, al salir de una representaci¨®n del Grupo Ensayo de una obra de Abelardo S¨¢nchez Le¨®n, me encontr¨¦ con la puerta de mi Toyota forzada, y el tablero de bordo desfondado, con un hueco lleno de alambres in¨²tiles donde hab¨ªa estado la maldita radio, respir¨¦, aliviado, secretamente agradecido al atracador por haberme liberado de ese humillante objeto, el s¨ªmbolo mismo de mi torpeza en materia tecnol¨®gica y en el toma y daca consumista.
Tengo, tambi¨¦n, alguna historia bonita, y con final feliz, en materia de robos. En 1977 pas¨¦ un a?o en Cambridge, y, aunque la Universidad y el lugar me gustaban mucho, me produc¨ªan a veces cierta claustrofobia, por lo que, vez que pod¨ªa, me escapaba a Londres. Es lo que hicimos, aquel fin de semana, con un viejo amigo, el pintor Fernando de Szyszlo, que hab¨ªa venido a pasar unos d¨ªas con nosotros. Tomamos por tel¨¦fono una pensi¨®n que alguien nos recomend¨® -Durley House- y all¨ª partimos. Entrando a Londres, paramos en el Museo Brit¨¢nico, donde estuvimos un par de horas. Al arrancar el auto, que dej¨¦ aparcado en un parking, escuchamos un ruido sospechoso. Hab¨ªan abierto la maletera y se hab¨ªan llevado nuestras tres maletas. Szyszlo ten¨ªa en la suya todo su equipaje -incluida una c¨¢mara fotogr¨¢fica, sus pasajes y todas sus tarjetas de cr¨¦dito- pues de Londres regresar¨ªa a Lima, y nosotros, en la nuestra, los pasaportes de
toda la familia, que llev¨¢bamos al consulado peruano, para renovarlos. La sensaci¨®n de cat¨¢strofe nos dej¨® aturdidos y mudos. El desva¨ªdo polic¨ªa de Bloomsbury Square al que dimos cuenta del robo me respondi¨®, cuando le pregunt¨¦ si cre¨ªa que hab¨ªa alguna posibilidad de recuperar lo perdido: 'A veces ocurren milagros'. Pasamos aquella tarde en estado de depresi¨®n comatosa, anulando tarjetas de cr¨¦dito, dando cuenta de la p¨¦rdida de los pasaportes -el caco nos hab¨ªa convertido en parias- y tratando de adaptarnos a la nueva situaci¨®n. A eso de las tres de la madrugada trin¨® el tel¨¦fono en mi velador. Levant¨¦ el auricular. Una voz remota pregunt¨® si, quien respond¨ªa la llamada, era 'M¨ªster Lousa'. Deduje que aqu¨¦lla era una versi¨®n angl¨®fila de mi apellido materno y dije s¨ª. El misterioso interlocutor me pregunt¨® si hab¨ªa perdido unas maletas. Yo rug¨ª, gem¨ª, implor¨¦ que s¨ª: tres, esta tarde, en el Parking del Museo Brit¨¢nico. ?Con qui¨¦n ten¨ªa el gusto? Con el comisario de polic¨ªa de un suburbio de Reading. Un abogado residente en aquella localidad, al llegar a su casa aquella noche, luego de su jornada de trabajo londinense, abri¨® la maletera de su coche y se llev¨® la may¨²scula sorpresa: alguien hab¨ªa metido all¨ª tres maletas que no eran suyas. De inmediato las llev¨® a la polic¨ªa.
El viaje de Londres a Reading, en un amanecer con lluvia, nieve y neblina, estuvo lleno de patinazos y de euforia, entrecortada por momentos de incertidumbre y angustia: ?con qu¨¦ nos encontrar¨ªamos al llegar a aquella comisar¨ªa? Nos encontramos con la prueba inequ¨ªvoca de que nuestro ladr¨®n -tal vez eran varios- no era s¨®lo un profesional eximio, sino tambi¨¦n un hombre considerado y exquisito. En lo que parece ser ya una constante en mi vida, poco menos que un destino, desde?¨® totalmente mis pertenencias y a m¨ª no me birl¨® ni un pa?uelo. De mi mujer se dign¨® escoger un bolso y un conjunto de cuero pero despreci¨® el resto. A Szyszlo, que es un hombre elegante, lo privilegi¨®, apoder¨¢ndose de un buen n¨²mero de trajes, corbatas y camisas, adem¨¢s de su c¨¢mara. No cometi¨® la vulgaridad de quedarse con las tarjetas de cr¨¦dito ni con los pasaportes, como hacen los cacos subdesarrollados. Lo m¨¢s notable es que, una vez hecha su rigurosa selecci¨®n, el fino atracador dobl¨® la ropa y la acomod¨® bien, antes de ir a depositar las maletas en el coche de aquel vecino de Reading que nos las devolvi¨®.
?C¨®mo me hab¨ªa encontrado el comisario en aquella pensi¨®n, donde nosotros no hab¨ªamos estado jam¨¢s antes de ese d¨ªa, en una ciudad de doce millones de habitantes? Se lo pregunt¨¦ y, algo inc¨®modo, me explic¨® que no hab¨ªa tenido m¨¢s remedio que hurgar mis chaquetas y pantalones, a ver si en sus bolsillos encontraba alguna pista sobre el paradero de los due?os de aquellas maletas. Y, en efecto, en un bolsillo encontr¨® una tarjetita con el nombre y la direcci¨®n del Durley House. Desde entonces, mi admiraci¨®n por los bobbies brit¨¢nicos es ilimitada y no tengo el menor empacho en proclamar a gritos, a quien quiera escucharme, que la polic¨ªa inglesa es la mejor del mundo.
Pero eso no es obst¨¢culo para que los ladrones en Gran Breta?a sean, tambi¨¦n, los mejores del mundo. Dos veces se han metido a mi departamento, por efracci¨®n, y las dos, ay, me han humillado desechando mis trajes, zapatos, su¨¦ters y camisas, como unas birrias indignas de ser robadas por un caco ingl¨¦s que se respete. Han sido mucho m¨¢s galantes con mi mujer, cuyo vestuario han aligerado de abrigos, vestidos, blusas, bolsas y otras menudencias. Nunca me han robado un libro, felizmente. Pero s¨ª un viejo autom¨®vil, un BMW al que yo le ten¨ªa el cari?o que se tiene a un perro de la familia, y que una de mis nueras estacion¨®, en Chelsea, junto a la casa de Donatella Versace. Cuando fuimos a buscarlo, hab¨ªa un ominoso vac¨ªo en su lugar. Se inici¨® entonces un largo proceso para tratar de recuperarlo o cobrar el seguro, con visitas a la comisar¨ªa, e interrogatorios interminables de un simp¨¢tico coronel, que, luego de retirarse del Ej¨¦rcito, trabajaba para nuestra compa?¨ªa de seguros, tratando de establecer si quienes reclamaban reparaciones por robos o p¨¦rdidas eran de verdad v¨ªctimas o unos estafadores. S¨®lo a la tercera visita, el simp¨¢tico coronel de atusados bigotes, decret¨® que ¨¦ramos clientes honrados.
Pasaron varios meses, al menos seis. Un d¨ªa son¨® el tel¨¦fono y otra voz dificultosa inquiri¨® por 'M¨ªster Lousa'. Me pregunt¨® si un coche de mi pertenecia hab¨ªa sido robado. Exclam¨¦, grit¨¦, rogu¨¦ que s¨ª. ?Hab¨ªa aparecido, pues? Me respondi¨® un extra?o silencio con carrasperas que, por fin, murmur¨®, extra?amente: 'En cierto modo, s¨ª'. Y, luego de una larga pausa, a?adi¨® esta pregunta que me pareci¨® incomprensible o imb¨¦cil: '?Le gustar¨ªa verlo?'. 'Naturalmente que me gustar¨ªa verlo. Y tambi¨¦n recuperarlo, se?or comisario'. Otra pausa inexplicable. Y, por fin, esta frase terrible: 'Bien. Pero, le advierto que podr¨ªa ser doloroso'. En efecto, lo fue. Mi coche hab¨ªa sido robado por una banda de ladrones turcos e irlandeses, especializados en Mercedes-Benz y BMW, que exportaban a Rusia y pa¨ªses de Europa Central. La pol¨ªcia hab¨ªa descubierto el dep¨®sito donde los reun¨ªan y maquillaban antes de sacarlos al extranjero. Mi auto, por viejo y mal tenido, no mereci¨® este tratamiento. Fue cortado en pedazos, desventrado y masacrado, destinado a proveedor de repuestos. Cuando fuimos a identificarlo, en un recinto policial de las afueras de Londres, tuvimos ganas de llorar, como supuso el sensible comisario. Era un mont¨®n de piezas recortadas, abolladas, infamemente mutiladas. S¨®lo tuvimos la seguridad de que era el nuestro cuando la llave que yo conservaba hizo funcionar el seguro en uno de esos miembros desgajados donde se divisaba la cerradura. La experiencia fue traum¨¢tica y aleccionadora: no he vuelto ni volver¨¦ a tener un auto en Londres y desde entonces la vida me parece mejor.
Podr¨ªa seguir contando muchas otras historias de esta ¨ªndole, pero me parece que con las anteriores basta y sobra para lo que quer¨ªa apuntar. El robo ya no es -si es que lo fue alguna vez en la historia- un accidente, una excepcionalidad, un hecho inusitado en la vida de los contempor¨¢neos. No. Es una experiencia integrada a la vida de todo el mundo, algunos m¨¢s que otros, desde luego, pero nadie est¨¢ a salvo o exonerado de esa realidad que ha pasado a formar parte de la experiencia general, como ir al cine, o salir de vacaciones, o romperse el alma trabajando por no morirse de hambre. El robo es, por desgracia, una industria que prospera m¨¢s f¨¢cilmente en las sociedades abiertas que bajo los sistemas autoritarios o totalitarios, porque en ¨¦stos la represi¨®n, la brutalidad de las sanciones, la vigilancia asfixiante de la intimidad, hacen infinitamente m¨¢s costosa y dif¨ªcil la vida de los ladrones. Pero el precio que la sociedad paga por tener una mayor seguridad en lo que concierne a su patrimonio y vida cotidiana es tan alto -en falta de libertad, en arbitrariedades y en atropellos de toda ¨ªndole, en indignidades c¨ªvicas y pol¨ªticas- que nadie que sea m¨ªnimamente sensato y decente est¨¢ dispuesto a pagarlo. La libertad siempre es preferible, aunque ella aproveche tambi¨¦n -y cada vez m¨¢s- a los ladrones.
? Mario Vargas Llosa, 2002. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2002.
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