El silencio del halc¨®n
San Francisco. La niebla nocturna y pegajosa difuminando las calles. Unas luces que parpadean en la acera e iluminan el cartel de una pel¨ªcula. Despu¨¦s, el tecleo de una m¨¢quina de escribir con el apagado rumor del rodillo y el retinglar del timbre. Los letreros de ne¨®n listan el aire en breves resplandores que entran a trav¨¦s de las persianas y subrayan la penumbra de la oficina. Sobre la mesa, junto al secante verde y los papeles amontonados, humea un cigarrillo. El detective Sam Spade acaba de llegar o bien est¨¢ a punto de marcharse. Todav¨ªa lleva puesto el sombrero y la gabardina. Y fuma despacio.
Dashiell Hammett no proced¨ªa de un ambiente intelectual como otros escritores de la camada negra. Antes de dedicarse a escribir y de conseguir un ¨¦xito popular inmediato a trav¨¦s de las p¨¢ginas de los pulp magazines, hab¨ªa desempe?ado los oficios m¨¢s variopintos: ferroviario, estibador, vendedor de peri¨®dicos... Tambi¨¦n trabaj¨® durante ocho a?os en la legendaria agencia de detectives Pinkerton, cuyas actividades no siempre fueron cristalinas.
Luis Cernuda escribi¨® una de las mejores necrol¨®gicas que jam¨¢s ha tenido un escritor
El descarnamiento moral que rezuma su primera novela, Cosecha roja (1929), al retratar sin tapujos las mafias ligadas al poder, no es una reconstrucci¨®n inventada, sino que est¨¢ arrancada del tejido urbano de aquellos a?os anteriores a la gran depresi¨®n y cosida a su propia vida. Todas sus novelas reflejan la conciencia social y pol¨ªtica del autor y su desesperanza. Hammett era guapo, flaco y tuberculoso, un tipo duro al igual que el personaje de Sam Spade y tambi¨¦n, como ¨¦l, orgulloso, aunque quiz¨¢ m¨¢s melanc¨®lico. No s¨¦ si era la melancol¨ªa lo que le hac¨ªa ahogarse literalmente en whisky y gin-tonics, o el deseo de destruirse, o las crisis creativas, o la pasi¨®n complicad¨ªsima que lo un¨ªa a la dramaturga Lillian Hellman, pero el hecho es que bebi¨® con desesperaci¨®n y perseverancia hasta su total extenuaci¨®n.
Si la ciudad esquinada con sus callejones y sus bares, nocturna y desoladora, constituye el punto de partida de esta nueva po¨¦tica de la modernidad que es el g¨¦nero negro, a Dashiell Hammett le corresponde el m¨¦rito de haber sellado su acta fundacional con El halc¨®n malt¨¦s. Cuando apareci¨® la novela en 1930, obtuvo un ¨¦xito inmediato de p¨²blico y cr¨ªtica. Fue la primera novela policiaca contempor¨¢nea que tuvo el honor de ser incluida en la selecta serie de la Modern Library. A los cinco meses la Warner ya compr¨® los derechos para la pantalla y en 1941, John Houston, otro realista melanc¨®lico y salvaje, realiz¨® la versi¨®n de la pel¨ªcula que catapult¨® a la fama a Humphrey Bogart y que pas¨® a la posteridad como emblema del cine negro.
El halc¨®n malt¨¦s es un cuento de hadas del siglo XX contado en clave dura, una cruzada para apoderarse de un sue?o en forma de p¨¢jaro recubierto de oro y piedras preciosas. Muchas veces me he preguntado ?de d¨®nde demonios habr¨¢ sacado Hammett la idea de la estatuilla que Carlos V regal¨® a los caballeros de la Orden del Malta? Es un hallazgo bueno, muy bueno. Creo que el secreto de esta f¨¢bula moderna radica precisamente en la forma en que combina, a golpe de talento, el romanticismo del tema con unos personajes de carne y hueso que se expresan con el lenguaje rudo y directo de los bajos fondos; y, por supuesto, en el personaje de Sam Spade, un tipo desapegado y cansado, de natural esc¨¦ptico, como el propio Hammett, inclinado al duelo verbal que practica con inimitable agudeza, ir¨®nico, r¨¢pido de pensamiento, un hombre solitario que desea ser tratado como un individuo orgulloso. Un strong silent man, que, sin embargo, como cualquiera de nosotros, tambi¨¦n huye de s¨ª mismo para precipitarse en su propio coraz¨®n.
En El halc¨®n malt¨¦s aparecen ya todos los elementos que ser¨¢n esenciales del g¨¦nero: el detective desencantado pero capaz de un ¨²ltimo gesto de honestidad, aun contra s¨ª mismo; la polic¨ªa ineficaz y corrupta; el origen del caso aparentemente sencillo que se va complicando; una amplia galer¨ªa de delincuentes que retratan todo el submundo del hampa; la mujer intrigante y seductora, inagotable fuente de problemas, para respetar la tradicional misoginia del g¨¦nero negro, a la que ni siquiera Patricia Highsmith pudo sustraerse, y que en El halc¨®n malt¨¦s alcanza su cumbre en el famoso di¨¢logo final de la novela. "No me atrae lo m¨¢s m¨ªnimo la idea de que ni remotamente pudiera ocurrir que hubieras jugado conmigo como un imb¨¦cil". Claro que hay que imaginarse a la mujer a quien va dirigida la advertencia, lista y calculadora, con sus aparentes buenos modales, el sombrerito azul y los labios furiosamente pintados de rojo. Todos los ingredientes de El halc¨®n malt¨¦s crean escuela, hasta el mismo final aleg¨®rico, pero ajeno a cualquier intenci¨®n moral, en el que todos pierden, incluso Sam Spade, y quiz¨¢ ¨¦l m¨¢s que nadie.
Le¨ª la novela por primera vez en esa edad en la que los libros todav¨ªa tienen el poder de construirnos por dentro. Y cada vez que he vuelto a leerlo despu¨¦s he encontrado nuevas razones para venerarlo. Me acuerdo hasta del tabaco de hebra Bull Durham que fumaba Sam Spade. Me parece estar vi¨¦ndolo ahora con el gesto minucioso, volcando la medida justa de hebras oscuras sobre el papel combado, en una de las primeras escenas ¨ªntimas con Brigid O'Shaughnessy:
"-?Hay algo de verdad en todo ese cuento que me has colocado?
-Algo... -susurr¨® ella.
-?Cu¨¢nto?
-Pues... no mucho.
-Bueno -sonri¨® como si ya se lo imaginara y a?adi¨®- tenemos toda la noche por delante".
En 1951, en plena caza de brujas del macartismo, cuando el Comit¨¦ de Actividades Antiamericanas le reclama nombres, Dashiell Hammett alcanza la altura humana del strong silent man de sus novelas (el hombre fuerte que sabe callar). Ya no era fuerte porque estaba gravemente enfermo, como se puede comprobar en las fotograf¨ªas de su entrada en la c¨¢rcel. Cuando su mujer, Lillian Hellman, preocupada por su precaria salud, le pregunta una y otra vez por qu¨¦ no resuelve de mejor modo la situaci¨®n, ¨¦l le contesta: "Detesto esta condenada clase de charla. Pero quiz¨¢ ser¨¢ mejor que te diga que si hubiese en juego algo m¨¢s que la c¨¢rcel, har¨ªa exactamente lo mismo, porque tengo mis propias ideas sobre lo que debe ser una democracia, y no permitir¨¦ que ni la polic¨ªa ni los jueces me ordenen lo que debo pensar". As¨ª era. Cuando muri¨® en 1961, el poeta Luis Cernuda escribi¨® para ¨¦l una de las mejores necrol¨®gicas que jam¨¢s ha tenido ning¨²n escritor.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.