Amor y verdad
Ella es una anciana a la que acaban de diagnosticar una met¨¢stasis. Le quedan pocas semanas de vida. Vive sola en una zona residencial de Ciudad del Cabo. Tiene una ¨²nica hija, que huy¨® hace tiempo de Sur¨¢frica, reneg¨® de su violento pa¨ªs y se instal¨® en Estados Unidos, donde ha fundado una familia. A esta hija va dirigida la carta que la anciana ha empezado a escribir: "Palabras salidas de mi cuerpo, gotas de m¨ª misma".
La carta comienza relatando el encuentro con un pordiosero que se ha instalado junto a la casa de la anciana, con su perro. La anciana no puede evitar que el hombre se le aparezca como un negro heraldo de su agon¨ªa inminente. La relaci¨®n que poco a poco va estableciendo con ¨¦l act¨²a de correlato de la que ella misma va estableciendo con su propia muerte. De ah¨ª que la anciana termine pensando en el pordiosero -y as¨ª se lo dice- como en un ¨¢ngel venido para mostrarle el camino.
LA EDAD DE HIERRO
J. M. Coetzee Traducci¨®n de Javier Calvo Mondadori. Barcelona, 2002 224 p¨¢ginas. 15,50 euros
A Vercueil (as¨ª se llama el pordiosero) le conf¨ªa la anciana la tarea de mandar a la hija, una vez ella haya muerto, la carta que est¨¢ escribiendo. ?sta viene a constituir una suerte de legado, de testamento: el lugar en donde el amor ha de encontrarse con la verdad -"amor y verdad reunidos por fin"-, esa verdad que el amor com¨²nmente oculta y disimula.
"Si Vercueil no te hace llegar estas p¨¢ginas", escribe la anciana a su hija, "nunca las leer¨¢s. Ni siquiera sabr¨¢s que han existido. Cierto volumen de verdad nunca se encarnar¨¢: mi verdad: que viv¨ª en esta ¨¦poca, en este lugar".
Un lugar dif¨ªcil: Sur¨¢frica. Y una ¨¦poca sombr¨ªa: la edad de hierro. Aqu¨¦lla en la que una feroz intransigencia, destilada de una tradici¨®n de odio y de violencia, se ha adue?ado de los corazones y los mueve a destruir, y a matar, y a inmolarse, en nombre de ideales vengativos, de palabras r¨ªgidas, apremiantes, ruidosas.
Con espanto ve la anciana
morir a su alrededor a adolescentes casi ni?os que han dejado de serlo para convertirse a toda prisa "en peque?os puritanos adustos, que desprecian la risa y desprecian los juegos". La brutalidad, las escenas de salvaje violencia a las que la anciana se ve en situaci¨®n de asistir, son el trasfondo tumultuoso y alucinante de lo que tiene mucho de personal descenso a los infiernos; si bien resulta m¨¢s apropiado referirse a la carta que la anciana escribe con un t¨¦rmino que ella misma emplea en alg¨²n momento: una tanatofan¨ªa.
Pues es la desnuda revelaci¨®n de la muerte propia la que, en medio de los gritos de muerte que no cesan de sonar alrededor, se va abriendo paso en la escritura de esta carta, cuyo prop¨®sito no es otro, sin embargo, que resistirse a la muerte. Una resistencia ¨¦sta que tiene un componente profundamente moral. "Intento mantener viva mi alma en una ¨¦poca que no es hospitalaria con el alma", escribe la anciana. Y a?ade: "Lo siento si digo tonter¨ªas. Estoy intentando no perder el rumbo. Estoy intentando mantener la sensaci¨®n de necesidad".
Resulta conmovedor e impresionante a la vez el modo en que la lucidez y el delirio se solapan progresivamente en una escritura en la que concurren -y en definitiva se armonizan- contradictorios sentimientos de honor y de verg¨¹enza, de soledad y de amor, de rechazo y de gratitud ante la vida, de indiferencia y de estupor, de exaltaci¨®n y de ruina. "Esta carta se ha convertido en un laberinto y yo en un perro encerrado en ¨¦l, correteando por los ramales y los t¨²neles, ara?ando y gimiendo en los mismos sitios de siempre, tedioso, fatigado".
La edad de hierro apareci¨® en ingl¨¦s en 1990. Es por tanto casi diez a?os anterior a Desgracia (1999), la novela que m¨¢s ha contribuido a que -en Espa?a y fuera de ella- Coetzee sea reconocido como un narrador excepcional, uno de los realmente grandes. Es dif¨ªcil encontrar para La edad de hierro elogio m¨¢s rotundo que el que supone decir que alcanza la altura casi insuperable de Desgracia. Y es interesante se?alar c¨®mo la lectura de uno y otro libro -no importa en qu¨¦ orden- dilata y complica su efecto y sus resonancias.
Pese a su tan diferente estrategia discursiva, no es dif¨ªcil establecer fecundos paralelismos entre las dos novelas, que ofrecen una visi¨®n en definitiva concurrente de una realidad atrozmente conflictiva. En La edad de hierro, con todo, se llega a¨²n m¨¢s lejos, si cabe, en el implacable y estremecedor proceso de degradaci¨®n personal mediante el cual el personaje desciende a las m¨¢s profundas simas de la verg¨¹enza para, desde ah¨ª, aferrarse incondicionalmente a la vida.
En su dram¨¢tica sordidez, en
su humanidad decr¨¦pita, en la resignada animalidad de su mutuo acercamiento, m¨¢s ac¨¢ de toda comunicaci¨®n real, la relaci¨®n de la anciana con Vercueil trae, ya hacia el final, el recuerdo imponente de Beckett, autor a quien Coetzee ha le¨ªdo concienzudamente. Si bien la lectura de Coetzee resulta, si cabe, a¨²n m¨¢s desoladora, pues no est¨¢ aliviada, como la de Beckett, por el humor que ¨¦ste arranca al sentimiento del absurdo. S¨ª lo est¨¢, en cambio, por una recalcitrante confianza en la palabra.
Por otro lado, y al contrario de lo que ocurre con Beckett, es en el radical despojamiento de su humanidad, en el allanamiento de su dignidad hasta el nivel de la animalidad, donde los personajes de Coetzee, embargados de una suerte de franciscana piedad, encuentran su redenci¨®n. Algo que en Desgracia ilustraba el destino final del profesor Lurie convertido en cuidador de perros destinados al sacrificio. Y que en La edad de hierro ilustra la figura pat¨¦tica de la anciana compartiendo lecho con Vercueil.
"Perd¨®name si la imagen te ofende", le escribe a su hija. "Uno tiene que amar lo que tiene m¨¢s cerca. Uno tiene que amar lo que tiene a mano, que es como aman los perros".
Vida del artista
EN JUVENTUD, su ¨²ltimo libro publicado, Coetzee reemprende el recuento autobiogr¨¢fico de Infancia. Lo reemprende en el punto en que ah¨ª qued¨® suspendido. Y lo hace con el mismo severo distanciamiento que impone al relato el empleo de la tercera persona.
El autor rememora sus a?os de estudiante de matem¨¢ticas en la Universidad de Ciudad del Cabo y su partida a Londres, adonde lleg¨® a comienzos de los sesenta, con apenas veinte a?os, huyendo de la explosiva realidad de su pa¨ªs y determinado a llevar una "vida de artista", a la que se sent¨ªa llamado por su afici¨®n a la poes¨ªa.
En Londres vive Coetzee en una soledad casi extrema y se gana la vida penosamente, trabajando como programador inform¨¢tico. No logra sintonizar con la efervescente vida de la ciudad, y s¨®lo el cine y la radio, las prolongadas sesiones de lectura en el British Museum y los interminables callejeos lo sustraen del embrutecimiento. Sus escasos amor¨ªos son todos s¨®rdidos, desva¨ªdos, insatisfactorios. Permanece continuamente al acecho de una "experiencia" que nunca llega, y el ideal de la vida de artista se le escabulle en una triste y perpleja sucesi¨®n de decepciones, bochornos, fracasos y sufrimientos.
En los a?os de Londres, Coetzee reorienta su vocaci¨®n de poeta hacia la de prosista. Y bajo la influencia -casi tutela- de Ezra Pound selecciona sus lecturas: Flaubert, Henry James, Ford Madox Ford, Joyce, Lawrence, Beckett. En poes¨ªa, adem¨¢s de Pound y Eliot, lee en alem¨¢n a H?lderlin, y a Rilke; y en espa?ol, a Vallejo, a Nicol¨¢s Guill¨¦n, a Neruda. Admira tambi¨¦n a Brodsky, a Ingeborg Bachmann, a Herbert.
El paso a la prosa lo determina el superior control que a trav¨¦s de ella obtiene de sus emociones. "Le horroriza derramar mera emoci¨®n en la p¨¢gina. Una vez ha empezado a derramarse, no sabe c¨®mo detenerla. La prosa, afortunadamente, no requiere emoci¨®n: eso puede decirse a su favor", escribe. Por ah¨ª empieza a forjarse el estilo frugal, severo, tajante, de Coetzee. Esa "actitud de lac¨®nica decencia elemental" que ¨¦l mismo admira en un personaje de Madox Ford y que entretanto ha terminado por constituir un rasgo sobresaliente de su escritura.
Resulta aleccionadora la forma en que el empleo de la tercera persona inhibe en este recuento autobiogr¨¢fico cualquier asomo de efusi¨®n, de impudor, de sentimentalismo. Y c¨®mo, lejos de atenuarlo, la neutralidad de la voz narradora potencia el impacto de la confesi¨®n, por una vez desnuda de toda ret¨®rica egotista. La distancia que Coetzee impone entre ¨¦l mismo y el joven que fue lo exonera, en cuanto narrador, de la culpa, de la verg¨¹enza, del arrepentimiento, de la inevitable tendencia a condenarse o a justificarse que suele ir asociada al recuento de los propios actos. El juicio sobre las conductas y los comportamientos evocados -a menudo lamentables, a veces terribles- recae completamente sobre el lector, que dif¨ªcilmente acertar¨¢ a mantener respecto a ellos la g¨¦lida, casi cruel, impasibilidad que su autor manifiesta.
En las orillas de su ejemplar obra narrativa, J. M. Coetzee viene escribiendo -en Infancia, en Juventud- la novela de su vida. Viene haci¨¦ndolo con la soberana continencia que le es caracter¨ªstica. Y adem¨¢s de las claves sobre su propia forja como hombre y como escritor, viene ofreciendo, a contracorriente una vez m¨¢s de todo uso establecido, un impresionante, original y hermos¨ªsimo modelo de rigor art¨ªstico y moral.
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