Poes¨ªa y desnutrici¨®n
Aunque hay quien dice que la est¨¦tica es al arte lo que la ornitolog¨ªa a los p¨¢jaros, no deja de haber tratados que son la mejor gu¨ªa para apreciar el canto de las aves en todo lo que vale. Por otro lado, los ensayos sobre literatura tienen algo de libros de gastronom¨ªa, con la ventaja de que muchas veces hay en ellos recetas (digamos Proust) que valen tanto como los platos a los que se refieren (digamos el Ruskin de Proust). Pues bien, Augusto Monterroso acaba de agrupar en un volumen sus notas sobre escritores, aves de varia pluma y raras donde las haya. Monterroso o sus editores, porque los materiales que componen este P¨¢jaros de Hispanoam¨¦rica aparecieron en peri¨®dicos y revistas y muchos formaban ya parte de t¨ªtulos del propio narrador guatemalteco como La vaca, La letra e o La palabra m¨¢gica.
P?JAROS DE HISPANOAM?RICA
AUGUSTO MONTERROSO. ALFAGUARA. MADRID, 2002240 P?GINAS. 15 EUROS
Consciente de que "los cr¨ªticos s¨®lo se equivocan cuando se trata de obras importantes" y de que hay que ser muy sabio para no dejarse "tentar por el saber y la seguridad", el autor de La oveja negra y dem¨¢s f¨¢bulas ha optado por no empe?arse en acu?ar artificiales teor¨ªas generales que facilitaran la convivencia en su zool¨®gico literario. As¨ª, puede que el ¨²nico rasgo com¨²n a los 37 autores a los que se refiere sea el que comparten con las aves de ciudad: todos las amenazan; ellas cantan. Aun as¨ª, no siempre los p¨¢jaros de Monterroso son especies amenazadas: entre ellos hay premios Nobel (Miguel ?ngel Asturias), premios Cervantes (Ernesto S¨¢bato, Rulfo o Borges, del que se extrae un ocurrente dec¨¢logo de influencias ben¨¦ficas y mal¨¦ficas) y premios Planeta (Alfredo Bryce Echenique). Aunque tal vez sea ¨¦sa la mayor amenazada. No en vano, al hablar de los peruanos Edgar O'Hara y Emilio Adolfo Westphalen, se nos avisa: "Debe de ser horrible ser un poeta aceptado por la sociedad". Eso s¨ª, ah¨ª est¨¢ Ren¨¦ Acu?a, que en 1959 se muestra dispuesto a trabajar en lo que sea: "Puedo traducir lat¨ªn o colocar ladrillos, pero de esto ¨²ltimo ya me aburr¨ª; es lo que he estado haciendo las ¨²ltimas dos semanas".
Aunque en estas p¨¢ginas hay m¨¢s traductores que alba?iles, el desparpajo es lo ¨²ltimo que se pierde. As¨ª, el nicarag¨¹ense Ernesto Cardenal, sacerdote y ministro sandinista, es alguien al que la gente no le pide aut¨®grafos, sino la bendici¨®n, y el mexicano Adam Rubalcava, un escritor de pal¨ªndromos -Ad¨¢n no calla con nada, por ejemplo- y completo humanista, "por tanto, hombre de muy buen humor".
Monterroso es tan ben¨¦volo con algunos escritores como mal¨¦volo con algunas ideas, empezando por la modernidad -"ese espejismo de dos caras que s¨®lo se hace realidad cuando ha quedado atr¨¢s y siendo antiguo permanece"- y terminando, pol¨ªticamente incorrecto, por ciertos juicios sobre el arte aut¨®ctono: "No faltan quienes est¨¦n dispuestos a asombrarse quiz¨¢s un poco m¨¢s de la cuenta y a atribuir a tales trabajos un m¨¦rito que seguramente no tienen: el de haber sido hechos o escritos por seres inferiores al hombre". No obstante, como la iron¨ªa bien entendida empieza por uno mismo, una de las mejores semblanzas es el autorretrato del propio Augusto Monterroso con las bromas sobre su metro sesenta y sobre la idea de que la desnutrici¨®n, que lleva a la baja estatura, conduce tambi¨¦n a la afici¨®n de escribir versos. Ah¨ª est¨¢n Pope, Alfonso Reyes y Leopardi para atestiguarlo. Y donde dice brevedad en la media puede leerse brevedad en la escritura -ya sabemos que estamos ante el autor del cuento (que es novela) m¨¢s breve del mundo-. El exceso lleva a la pobreza literaria; el defecto, a la an¨¦cdota. Y alguna hay en este libro que mezcla retratos, semblanzas, apuntes, impresiones y juicios de lector. Entre estos ¨²ltimos est¨¢n las mejores p¨¢ginas, sobre todo las dedicadas a Horacio Quiroga -que sab¨ªa tanto sobre c¨®mo escribir cuentos y tan poco sobre c¨®mo vivir la vida- y a Juan Rulfo, astuto como el zorro de la f¨¢bula y cuya influencia, se nos dice, deber¨ªa ser general: "La falta de prisa de sus primeros a?os y su reacia negativa posterior a publicar libros que no considera a su propia altura son un gesto heroico de quien, en un mundo ¨¢vido de sus obras, se respeta a s¨ª mismo y respeta, y quiz¨¢ teme, a los dem¨¢s". La conclusi¨®n parece escrita con un ojo en el autor de El llano en llamas y otro en estas mismas p¨¢ginas nuevamente publicadas: "Hasta donde pude, trat¨¦ de recibir su influencia y de imitarlo en esto. Pero la carne es d¨¦bil".
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