La desesperaci¨®n en negro
Cuando era joven cre¨ªa que era muy elegante vivir en la desesperaci¨®n.
He vivido en ese error casi toda mi vida, en realidad hasta agosto de este a?o no se tambale¨® esta ¨ªntima creencia en la elegancia de la desesperaci¨®n. Como un castillo de naipes, fueron cayendo poco despu¨¦s otras creencias no menos pintorescas. Como, por ejemplo, la de pensar que la flacura es esencial para ser intelectual y que los gordos -a medida que yo engordaba a¨²n lo pensaba m¨¢s- no son po¨¦ticos ni pueden ser demasiado inteligentes.
Fui a Par¨ªs este agosto y al atardecer fui hasta el Caf¨¦ Flore, a cien metros de la que hab¨ªa sido mi casa en otro tiempo. Andaba yo como si un d¨ªa m¨¢s, al atardecer, regresara al hogar. Pero de pronto me di cuenta de que ten¨ªa yo algo de fantasma, de hombre muerto al que le hubieran dado un permiso de unas horas para levantarse de la tumba y regresar a las calles de su juventud y comprobar que en ellas ya nadie me conoc¨ªa, ya nada segu¨ªa igual, y ni tan siquiera pod¨ªa volver a casa. En otros d¨ªas, andar como un fantasma me hab¨ªa parecido muy elegante. Pero ese atardecer de agosto, al ver que en mi barrio de Par¨ªs ya no era nadie, supe qu¨¦ clase de desastre inmenso se escond¨ªa en el interior de la elegante desesperaci¨®n. Una cantante callejera, para m¨¢s sorna, cantaba La vie en rose.
Tal vez, lo elegante sea vivir en la alegr¨ªa del presente, que es una forma de sentirnos inmortales
Me acord¨¦ del amigo que, en los d¨ªas del pasado, viv¨ªa en la Rue Jacob, cerca de mi casa, me acord¨¦ de ese amigo que cuando ca¨ªa en el pozo negro de la demencia se paseaba por el barrio sinti¨¦ndose Napole¨®n. Me lo encontraba a veces sentado a lo Bonaparte en el confortable jard¨ªn del Museo Delacroix de la Place de Furstemberg. A veces me sentaba a su lado y conversaba con ¨¦l. "Ya ves", recuerdo que me dijo un d¨ªa, "ayer era pataf¨ªsico y hoy en cambio s¨®lo soy Napole¨®n".
?Qu¨¦ era eso de ser pataf¨ªsico? Comenc¨¦ a caminar por la ruta de la locura del Napole¨®n del barrio y, al cabo de unos meses de haber llegado a Par¨ªs, empec¨¦ a vestir de joven asesino, camisa y pantalones rigurosamente negros, mis gafas tambi¨¦n negras, el rostro herm¨¦tico, ausente, terriblemente moderno: todo negro hasta el porvenir. S¨®lo quer¨ªa ser un escritor maldito, el m¨¢s elegante de los desesperados. Comenc¨¦ a leer, por una parte, a H?lderlin, Nietzsche y Mallarm¨¦, y por otra, a lo que podr¨ªamos llamar el pante¨®n negro de la literatura: Lautr¨¦amont, Sade, Rimbaud, Jarry, Artaud, Roussel.
En aquellos d¨ªas paseaba por el
barrio consider¨¢ndome una persona interesante, entre otras cosas por que a esas alturas sab¨ªa perfectamente ya qu¨¦ era la pataf¨ªsica. A veces me sentaba en la terraza del Flore o en la del Bonaparte y buscaba que los transe¨²ntes repararan en m¨ª, observaran que le¨ªa con aires de joven poeta franc¨¦s peligroso. De vez en cuando -lo ten¨ªa muy estudiado- levantaba la vista del libro que fing¨ªa leer, y entonces mi penetrante mirada pataf¨ªsica o rimbaudiana de escritor maldito no pod¨ªa ser m¨¢s impostada.
"Adi¨®s, Lautr¨¦amont", me dijeron burlonamente un d¨ªa. En aquellos d¨ªas dec¨ªa yo a menudo que no soportaba la vida y que deseaba morir por encima de cualquier otra cosa. "En el fondo, un truco para evitar la humillaci¨®n de aceptar que despu¨¦s de la muerte de Dios, ya no eras nadie", me coment¨® a?os despu¨¦s en Barcelona un amigo muy inteligente. Fue la primera vez que advert¨ª que tal vez lo elegante pod¨ªa ser algo distinto de lo que siempre hab¨ªa cre¨ªdo, tal vez lo elegante era vivir en la alegr¨ªa del presente, que es una forma de sentirnos inmortales.
Nadie nos pide que vivamos exactamente la vida en rosa, pero tampoco la desesperaci¨®n en negro. Como dice el proverbio chino, ning¨²n hombre puede impedir que el p¨¢jaro oscuro de la tristeza vuele sobre su cabeza, pero lo que s¨ª puede impedir es que anide en su cabellera. "No hago nada sin alegr¨ªa", dec¨ªa Montaigne. Al comienzo de El antiedipo hallamos esta gran frase de Foucault: "No creas que porque eres revolucionario debes sentirte triste".
Pero en aquellos d¨ªas de juven-
tud en Par¨ªs yo cre¨ªa que la alegr¨ªa era una tonter¨ªa y una vulgaridad imperdonable y, con notable impostura, fing¨ªa leer a Lautr¨¦amont y no paraba de molestar a los amigos insinuando a todas horas que el mundo era triste y que no tardar¨ªa en suicidarme, pues s¨®lo pensaba en estar muerto. Hasta que un d¨ªa me encontr¨¦ con Severo Sarduy en la Closerie des Lilas y me pregunt¨® qu¨¦ pensaba hacer el s¨¢bado por la noche. "Matarme", le respond¨ª, muy circunspecto, con deje sumamente tr¨¢gico. "Entonces quedemos el viernes", dijo Sarduy.
A partir de aquel momento, molest¨¦ menos a los amigos con esa idea de la muerte por mano propia, pero durante mucho tiempo mantuve todav¨ªa -hasta agosto de este a?o no qued¨® plenamente pulverizada- mi creencia en la elegancia intr¨ªnseca de la desesperaci¨®n. Hasta que descubr¨ª lo poco elegante que puede ser pasear triste, muerto y desesperado, por las calles que te vieron anta?o pasar, por las calles de tu barrio de Par¨ªs. Eso lo comprend¨ª este agosto. Y desde entonces la elegancia la encuentro en la alegr¨ªa. "Varias veces emprend¨ª el estudio de la metaf¨ªsica, pero me interrumpi¨® siempre la felicidad", dec¨ªa Macedonio Fern¨¢ndez. Ahora pienso que no es elegante sino de merluzos estar en el mundo sin experimentar la alegr¨ªa de vivir. Dice Savater que el dicho castizo tomarse las cosas con filosof¨ªa no significa tomarse las cosas con resignaci¨®n, ni tampoco con gravedad, sino tom¨¢rselas alegremente. Claro. Despu¨¦s de todo, para estar desesperados tenemos toda la eternidad.
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