Una cantante silenciosa
Es imposible reproducir las obras porque una c¨¢mara no puede andar, vacilar, retroceder, dudar ni hurgar con un dedo por detr¨¢s. Al describirlas con palabras nos arriesgamos a hacerlas sonar mucho m¨¢s cerebrales y portentosas de lo que son y, en cualquier caso, ruegan silencio, porque cada obra tiene que ver con el escuchar, escuchar un espacio fugitivo o una luz que llega. Del mismo modo que las estatuas, cuando se exhiben, se sol¨ªan colocar sobre peanas de madera o de piedra, sus instalaciones quedan en invisibles tiendas de silencio. Quiz¨¢ deber¨ªa comenzar diciendo de d¨®nde creo que proceden las obras de Iglesias, en lugar de lo que hay en ellas. Proceden de una sensaci¨®n de lo inexplicable, y de la decepci¨®n, confusi¨®n y p¨¦rdida, as¨ª como del asombro, que muchas veces acompa?an a esa sensaci¨®n. Esto no es lo que las obras expresan, es de lo que pretenden escapar, sin recurrir a la ret¨®rica o el sentimentalismo. Proceden de la necesidad humana de encontrar una salida -una salida compartida, aunque secreta- del sinsentido, y abordan esa necesidad. Vivimos en un momento en el que el sinsentido es especialmente denso. La guerra absurda y criminal que ha tenido lugar lo acent¨²a, pero la oscuridad lleva una d¨¦cada o m¨¢s form¨¢ndose. El nuevo Orden Mundial de sociedades mercantiles y B-52 no construye carreteras ni redes ferroviarias ni pistas de aterrizaje, sino muros ciegos. Muros para separar f¨ªsicamente al rico del pobre, muros de desinformaci¨®n, muros de exclusi¨®n, muros de verdadera ignorancia. Y todos estos muros insin¨²an juntos un sinsentido global.
Iglesias no es una artista did¨¢cti
ca. Es una cantante silenciosa que transporta al oyente a otro lugar, oculto pero familiar, que fomenta una b¨²squeda personal de significado. Sus canciones son los lugares que crea. A veces son lamentos. A menudo hacen referencia al miedo. Pero guardada secretamente en cada una de ellas hay una se?al, como una mano extendida en solidaridad desde detr¨¢s de lo que est¨¢ ah¨ª. El medio para estas se?ales es la luz que se infiltra. Inventa esquinas de calles y callejones, como los que abundan tras los muros ciegos para mantener fuera al pobre. Desmantela peque?as cajas de cart¨®n y las convierte en moradas con puertas y pasillos. Luego fotograf¨ªa la maqueta y serigraf¨ªa la imagen en una enorme placa de cobre, que hace que el lugar adquiera un tama?o natural. Viviendas absurdas, improvisadas, ba?adas en una luz cobriza que sugiere calor humano. Una insinuaci¨®n que refuerza el absurdo y que, simult¨¢neamente, es un recordatorio de un peque?o consuelo posible.
Construye serpenteantes celdas de tracer¨ªa enrejada en las que penetramos como un p¨¢jaro enjaulado, o que nos ponemos como si fuera una mantilla gigante. La tracer¨ªa incluye letras que casi logran hacer frases, pero finalmente no lo consiguen. Es el lenguaje dado que ya no logra explicar lo que importa. Pero los vac¨ªos y espacios forman otro alfabeto imaginario de un deseo sin nombre. Quiz¨¢ el deseo de estar encerrado, de estar dentro. No inocentemente como en el ¨²tero de la madre, sino con experiencia, con todo lo que uno ha vivido y sufrido incluido. Estar encerrado en un horizonte propio, en el extremo lejano de los horizontes habituales. Hace laberintos de paneles de resina en los que la dens¨ªsima vegetaci¨®n narra una asfixiante historia de muerte, putrefacci¨®n y proliferaci¨®n. Pero en la misma historia est¨¢ la evoluci¨®n de la yema del dedo humano con sus incontables terminaciones nerviosas, cuya sensibilidad es tal que el dedo puede trazar exactamente el contorno de cualquier hoja, o puede acariciar de tal forma que el acariciado siente mientras dura la caricia que toda la vida es un don.
Se pregunta c¨®mo los lugares es
tan impregnados por lo que ha ocurrido en ellos. Si las paredes hablaran..., pero no pueden. Sus recuerdos son silenciosos. Contra el muro de la galer¨ªa construye otro en un plano ligeramente tangencial, como si el segundo muro estuviera esperando a ser despegado del primero. Y entre los dos, en su conexi¨®n oculta, la memoria comprimida de un jard¨ªn, sugerido por un tapiz. Dise?a alfombras de rafia y, en lugar de colocarlas en el suelo, las cuelga, entreteji¨¦ndolas unas con otras, desde el techo, y la luz pasa a trav¨¦s de los agujeros en forma de lazo de modo que cuando las alfombras se mueven en el aire, en el suelo se proyecta un dibujo moteado de luces y sombras, un dibujo que, en el silencio, ansiamos ver y sentir sobre la piel. Una invitaci¨®n silenciosa, desde el accesorio dom¨¦stico m¨¢s endeble que existe, propone las dimensiones de un hogar en un mundo hostil. Salidas del sinsentido, variadas y art¨ªsticas, descubiertas en silencio.
Tras visitar la exposici¨®n de Whitechapel, en Londres, me fui a la National Gallery de Trafalgar Square y me dirig¨ª a la Sala 32 donde cuelga un autorretrato de Salvator Rosa. Justo despu¨¦s de que el marido de Cristina Iglesias, Juan Mu?oz, muriera de forma completamente inesperada en agosto de 2001, me paseaba por la Sala 32 y, de repente, este cuadro atrajo mi atenci¨®n y me paraliz¨®, porque me recordaba intensamente a Juan. No por un parecido facial sino por la postura, la intransigencia y la forma de afrontar y a la vez desafiar la vida pr¨¢cticamente id¨¦nticas. Esta vez fui porque quer¨ªa comprobarlo. Segu¨ªa siendo as¨ª, pero lo que hab¨ªa olvidado del todo era la estoica inscripci¨®n en la parte inferior del cuadro: "Qu¨¦dese callado, a menos que lo que tenga que decir sea mejor que el silencio".
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