El 'kitsch' gubernamental
En 1951, en sus Observaciones sobre el kitsch, Hermann Broch escrib¨ªa que al kitsch se lo identifica de buena gana con la mentira, pero que el reproche recae tambi¨¦n sobre el hombre que necesita ese espejo mentiroso para reconocerse en ¨¦l y, no sin cierta satisfacci¨®n, tomar el partido de su falsedad. Y m¨¢s adelante advierte: "Recordemos que el kitsch moderno est¨¢ manifiestamente lejos de haber terminado su carrera victoriosa, y que tambi¨¦n ¨¦l, en particular en el cine, desborda de alm¨ªbar y de sangre...".
No solamente en el cine. La actualidad en casi todos sus aspectos est¨¢ tan saturada de kitsch que es casi imposible diferenciarlo de la sociedad misma, hasta tal punto se ha transformado, tanto en el plano art¨ªstico como en el ceremonial, en el valor de referencia. En el plano art¨ªstico ser¨ªa absurdo dar ejemplos, e incluso injusto, porque a decir verdad casi nadie podr¨ªa tirar la primera piedra, y los dos o tres pobres diablos acusados p¨²blicamente de practicar el kitsch tendr¨ªan que entresacarse al azar de una lista tan larga que, por falta de espacio, quedar¨ªa al abrigo de la denuncia. Sin duda, la comunicaci¨®n de masas es responsable en buena parte de la situaci¨®n, pero el discurso y los ritos gubernamentales, el lenguaje diplom¨¢tico, el carnaval acad¨¦mico, etc¨¦tera, tambi¨¦n tienen algo que ver con lo que ocurre, y el destinatario de todo ese despliegue, por el insaciable apetito de mal gusto que Broch le atribuye con tanta pertinencia, dista mucho de ser una v¨ªctima inocente.
No existe casi esfera oficial en la que el discurso, el aparato, no est¨¦n siempre, como dice Broch, "derivando hacia la frontera donde empieza la pacotilla"
Para hablar con propiedad habr¨ªa que decir no que el kitsch naci¨® en Alemania y en el siglo XIX (como lo hace desde su punto de vista la historia del arte), sino m¨¢s bien que fue identificado all¨ª, como podr¨ªa decirse de un virus que asume formas m¨¢s o menos variadas en distintas latitudes, pero que tiene uno o m¨¢s elementos constantes que le otorgan su identidad biol¨®gica. El contraste de alm¨ªbar y de sangre es kitsch, pero tambi¨¦n puede serlo la irrupci¨®n de lo po¨¦tico en la jerga pol¨ªtica o diplom¨¢tica, como en la expresi¨®n la paix des braves (la paz de los bravos), que pretende darle un sentido ¨¦pico a la interrupci¨®n moment¨¢nea de una serie de hechos de sangre perpetrados por los beligerantes, que se autocalifican de valientes, con las armas m¨¢s viciosas, cobardes y traicioneras. En esa expresi¨®n, lo kitsch no es la hipocres¨ªa sino el giro desenfadadamente po¨¦tico que asume el eufemismo.
Al pasar, Broch se?ala
que no es por casualidad que Hitler y su predecesor, el k¨¢iser Guillermo II, eran partidarios fervientes del kitsch, y que Ner¨®n lo practic¨® en sus mil facetas, incluido el incendio de Roma, durante el cual, para el emperador, el espect¨¢culo de "los cristianos transformados en antorchas vivientes, en los jardines imperiales, ten¨ªa sin duda ciertas tonalidades art¨ªsticas si se pod¨ªan olvidar los gritos de dolor de las v¨ªctimas". Pero se trata de casos extremos: no hay que olvidar que, como Hitler, Winston Churchill tambi¨¦n pintaba cuadros, y que cuando escribi¨® sus memorias, por las que recibi¨® el Nobel de Literatura, le puso de t¨ªtulo al volumen que contaba la inminencia de la Segunda Guerra Mundial: Se cierne la tormenta. Tal vez, a Ner¨®n y a Hitler, el kitsch les quedaba chico, y ser¨ªa mejor aplicarles la definici¨®n que Roland Barthes forj¨® para el estilo de T¨¢cito: el barroco f¨²nebre. Por ahora, en el marco de la cultura occidental, dondequiera que se manifiesten sus efectos, no existe casi esfera oficial en la que el discurso, el aparato, la ret¨®rica, no est¨¦n siempre, como dice Broch, "derivando hacia la frontera donde empieza la pacotilla".
Apenas comprendemos que
quien recibe har¨¢ lo que se le ocurra con ellos, en democracia como en cualquier otro sistema, las ceremonias de traspaso de poderes se vuelven inexorablemente kitsch. Y lo son siempre un poco, aun cuando el virtuoso dirigente que jura ante la bandera, la Constituci¨®n o la Biblia tenga la intenci¨®n de cumplir sus promesas. El elemento sacro de las ceremonias pol¨ªticas es kitsch en s¨ª mismo, es el alm¨ªbar que se combina con la sangre. Su supervivencia es m¨¢s una cuesti¨®n de propaganda que de rutina o, peor a¨²n, de creencia, pero una propaganda ya tan interiorizada que hasta quienes le sacan provecho la consideran como una tradici¨®n sagrada. Los mismos que hoy d¨ªa quieren terminar de una vez por todas con el Estado, sienten su coraz¨®n latir m¨¢s fuerte cuando oyen el himno nacional. El protocolo del kitsch puede llegar a ser complicado. Hace unos a?os, se invit¨® en Francia al Ej¨¦rcito alem¨¢n a participar en un desfile del 14 de julio, lo cual levant¨® una recia pol¨¦mica entre los partidarios y los opositores a esa participaci¨®n alemana en un desfile militar franc¨¦s. Una sola persona, que vio el lado kitsch de la cosa, tuvo la perspicacia de contestar: "Estoy porque los alemanes participen en el desfile, pero estoy en contra de los desfiles militares".
En el kitsch siempre hay un efecto de anacronismo, como en los westerns, donde una escaramuza entre vaqueros e indios insumisos viene invariablemente acompa?ada de m¨²sica sinf¨®nica, o en la arquitectura monumental posmoderna, en la que un enorme rascacielos se remata en la altura en forma de templete griego o de pir¨¢mide vagamente maya o azteca. En el kitsch a escala gubernamental, el ojo experto percibe de inmediato que lo que introduce el anacronismo es la raz¨®n de Estado. Pero si, con el pretexto de que el destinario aprecia el kitsch, alguien argumenta que la figuraci¨®n estatal es necesaria para que los gobernados se identifiquen con los s¨ªmbolos del Gobierno, podr¨ªa responderse que el buen gobernante ser¨ªa m¨¢s bien aquel que indujera a sus gobernados a aprobar o desaprobar racionalmente sus actos y no a conformarse ciegamente con la ret¨®rica dudosa del Estado. Pero tambi¨¦n el que gobierna flota, como todo el mundo, en el barco que deriva hacia las islas de Pacotilla, con una diferencia preocupante sin embargo, la de que est¨¢ convencido de tener bien agarrado el tim¨®n.
Del kitsch gubernamental vive
mucha gente, que podr¨ªamos llamar artistas de utilidad p¨²blica, desde los que decoran la ciudad para las fiestas hasta los que construyen puentes y ministerios, pasando por los que dibujan los sellos, acu?an medallas al m¨¦rito, o ejecutan los monumentos que, de la noche a la ma?ana, aparecen en los cruces de avenidas o en las plazas. Pero los principales artistas son los dirigentes mismos, como cuando interpretan diferentes roles, leyendo textos escritos por otros o cambiando de vestimenta o de comportamiento seg¨²n las circunstancias, vacaciones, discurso a la naci¨®n, etc¨¦tera, siempre a trav¨¦s de esquemas invariables y acartonados. Todo esto ser¨ªa risible (y lo es sin duda en peque?a escala), pero en un mundo diferente. En el nuestro, esas mascaradas pueden terminar en masacre.
Tal vez, el fen¨®meno kitsch m¨¢s llamativo sea la devoci¨®n del pueblo norteamericano por su bandera, fijaci¨®n obsesiva anterior al 11-S, y que es muy curiosa cuando se est¨¢ al tanto de que en Estados Unidos cada vez menos ciudadanos acuden a las urnas. Pero ellos embanderan todo. Los presidentes se llevan la mano al coraz¨®n en presencia de la bandera, aunque con estilos diferentes. El gesto de Bill Clinton suger¨ªa una simplicidad distendida, un estilo de interpretaci¨®n desdramatizada, que era en general el estilo de sus apariciones p¨²blicas. El de George Bush en cambio transpira solemnidad: la bandera, la mano en el coraz¨®n, la boca apretada, el ment¨®n saliente, la intensidad sagrada de la situaci¨®n, ni uno solo de los ingredientes del kitsch gubernamental ha sido olvidado. Se dir¨¢ que es puro teatro, pero, fingida o aut¨¦ntica, esa gravedad excesiva instala un clima de amenaza. Hay que estar atentos porque, como ha ocurrido tantas otras veces, cuando se exageran los rasgos de esa ret¨®rica transnochada empiezan a insinuarse, impacientes y ¨¢vidos, los belfos de la bestia.
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