San Isidro electoral
Procedente de la Andaluc¨ªa profunda, llegu¨¦ a Madrid por cuestiones agrarias. En la estaci¨®n de Atocha, indiqu¨¦ la direcci¨®n al taxista y le aconsej¨¦ el itinerario m¨¢s conveniente, pero me contest¨® con modos poco diplom¨¢ticos que conoc¨ªa bien su oficio y, a¨²n mejor, el callejero de la ciudad. Por despreciar mis indicaciones, nos enganchamos a una caravana electoral que recorri¨® las fuentes de Neptuno y Cibeles, la Gran V¨ªa, la plaza de Oriente y la Puerta del Sol. Cuando la polic¨ªa de tr¨¢fico nos desvi¨® del mitin y aparcamos junto a la f¨¢brica de piensos, que era el objeto de mi viaje a la capital de Espa?a, el comit¨¦ de recepci¨®n se hab¨ªa cansado de esperarme.
Soy hombre del campo, sin dobleces ni protocolos. Enfadado, no quise abonar la carrera y me defendi¨® el guardia de seguridad del edificio. La confrontaci¨®n entre ambos dej¨® al aut¨®nomo del volante en KO t¨¦cnico, pues mientras los facultativos del Samur lo estabilizaban hemodin¨¢micamente, el contumaz ondeaba la banderita del partido pol¨ªtico cuya ruta hab¨ªamos suscrito. Al poco de llev¨¢rselo la ambulancia, un municipal se person¨® en el lugar con rostro de p¨®quer. Agradec¨ª su diligencia en levantar el atestado y replic¨® con un ataque preventivo porque, pretextando oler la biznaga de mi solapa, explor¨® con su lengua castellana mi cavidad bucal.
Con premura -y un ribete de celos-, el mismo hombre que envi¨® a mi taxista al quir¨®fano me desplaz¨® del boca a boca con el agente. A trav¨¦s del telefonillo de la conserjer¨ªa denunci¨¦ mi situaci¨®n y un representante femenino del comit¨¦ de bienvenida prometi¨® ocuparse de m¨ª. Mientras la aguardaba, aport¨¦ al apareamiento de los uniformados -que era risue?o y ardiente- las picard¨ªas que proporciona mi enclave tur¨ªstico desde los fenicios. Pero, por la atenci¨®n que me prestaban, record¨¦ al Bautista cuando predicaba en desierto.
Del picante espect¨¢culo me retir¨® la funcionaria ?ngela con hospitalidad menos efusiva. Enzarzados en una conversaci¨®n meteorol¨®gica, subimos en ascensor hasta la altura dominada por una azafata que, nada m¨¢s abrirse la puerta, me tom¨® a su cargo. Deprimida por la ausencia de anticicl¨®n en el pr¨®ximo fin de semana, ?ngela se hundi¨® por donde hab¨ªa venido, mientras yo me enardec¨ªa con el voluptuoso anadeo de mi nueva acompa?ante, que deshonr¨® su nombre de Virtudes en el primer aseo que hallamos.
No hab¨ªamos procedido a unirnos cuando ?ngela reapareci¨® -como quien ha olvidado la bufanda- para trasladarme a una salita donde me pregunt¨® sobre las repercusiones de la lluvia amarilla en vegas y huertos. Quiz¨¢ no satisfice su curiosidad, porque desapareci¨® tras colocarme frente a un televisor que mostraba una manifestaci¨®n de veh¨ªculos por el centro de Madrid. Identifiqu¨¦ el taxi donde hab¨ªa viajado y el rostro, a¨²n sin vendas, de mi conductor entre los seguidores del partido pol¨ªtico que organizaba la comitiva y financiaba el anuncio de la tele.
Hab¨ªa actuado de figurante en aquella comparsa. No ser¨ªa la ¨²nica sorpresa de la pantalla, porque los dos servidores del orden que se hab¨ªan acoplado delante de m¨ª se desengancharon ¨¢gilmente y solicitaron el voto para una agrupaci¨®n homosexual de la Baja Campi?a. En la siguiente secuencia que ofreci¨® el televisor, observ¨¦ que mis palabras sobre fen¨®menos atmosf¨¦ricos, pronunciadas a requerimiento de ?ngela, enmarcaban la propaganda de una cooperativa rural. Pero mi perplejidad no tuvo l¨ªmite cuando aquel desnudo de Virtudes en el retrete donde estall¨® nuestra pasi¨®n se convirti¨® en reclamo ecologista.
?Todo lo que estaba viviendo desde que sal¨ª del tren se utilizaba para las elecciones? Era la pregunta adecuada, pero me absorb¨ªa el cuerpo televisado de Virtudes, que parec¨ªa posar para un zool¨®gico. No le escatim¨¦ mi homenaje, y cuando me ahuecaba los pantalones compareci¨® un adefesio. Moviendo las caderas igual que una noria, cant¨® Las espigadoras, de La rosa del azafr¨¢n, del maestro Guerrero, para incitarme a partir. Imit¨¦ su vaiv¨¦n a rega?adientes, porque mis ¨²ltimas manipulaciones me instaban a caminar a horcajadas. Con este salero acced¨ª a las dependencias del personaje con quien deseaba entrevistarme. Por fortuna, me advirti¨® su secretario, no guardar¨ªa antesala.
El despacho estaba oscuro y en un silencio religioso. Hab¨ªa un aroma a incienso que se mezclaba con los olores agrarios de establo y sementera, aprendidos en mi ni?ez m¨¢s temprana. Consumaba mi objetivo despu¨¦s de cinco horas de tren, dos de taxi y otras dos en los interiores de esta empresa. Desde una distancia incalculable, o¨ª decir a mi interlocutor que deb¨ªamos posponer la cita, ya que, en periodo electoral, el absentismo era la norma de funcionamiento colectivo. "Ahora, en Madrid", se?al¨® con desenfado, "nadie est¨¢ en su sitio ni cumple con su obligaci¨®n; se dedica a buscar votos". Y por la rendija de luz de la puerta le vi colocarse la corona de santo y salir a la pradera del Manzanares con los bueyes.
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