La noche del eclipse
Desde hace varios a?os, y durante las pausas que ha hecho en la escritura de sus memorias, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez ha estado trabajando en una serie de seis cuentos que pueden leerse en cualquier orden y de manera independiente, y que, bajo el t¨ªtulo En agosto nos vemos, tambi¨¦n podr¨¢n leerse en orden, de principio a fin, con la continuidad dram¨¢tica de una novela. EL PA?S publica La noche del eclipse, el tercer cuento de la serie
Otros misterios de aquel hotel extravagante no fueron tan f¨¢ciles para Ana Magdalena Bach. Cuando encendi¨® un cigarrillo se dispar¨® un sistema de timbres y luces, y una voz autoritaria le dijo en tres idiomas que estaba en una habitaci¨®n para no fumadores, la ¨²nica que encontr¨® libre una noche de ferias. Tuvo que pedir ayuda para aprender que con la misma tarjeta de abrir la puerta se encend¨ªan las luces, la televisi¨®n, el aire acondicionado y la m¨²sica de ambiente. Le ense?aron a digitar en el teclado electr¨®nico de la ba?era redonda para regular la er¨®tica y la cl¨ªnica de jacuzzi. Loca de curiosidad se quit¨® la ropa ensopada de sudor por el sol del cementerio, se puso el gorro de ba?o para protegerse el peinado y se entreg¨® al remolino de la espuma. Feliz, marc¨® a larga distancia el tel¨¦fono de su casa, y le grit¨® al marido la verdad: "No te imaginas la falta que me haces". Fueron tan v¨ªvidos los fieros que le hizo, que ¨¦l sinti¨® en el tel¨¦fono la excitaci¨®n de la ba?era.
-Carajo -dijo- ¨¦ste me lo debes.
Ella hab¨ªa pensado pedir al cuarto algo de comer para no tener que vestirse, pero el recargo por el servicio de habitaci¨®n la decidi¨® a comer como pobre en la cafeter¨ªa. El vestido de seda negra, tubular y demasiado largo para la moda, le iba bien con el peinado. Se sinti¨® medio desvalida con el escote, pero el collar, los aretes y las sortijas de esmeraldas falsas le subieron la moral y aumentaron el fulgor de sus ojos.
Cuando baj¨® a cenar eran las ocho. Termin¨® pronto. Agobiada por el llanto de los ni?os y la m¨²sica estridente, decidi¨® regresar al cuarto para leer El d¨ªa de los Tr¨ªfidos, que ten¨ªa en turno desde hac¨ªa m¨¢s de tres meses. El remanso del vest¨ªbulo la reanim¨®, y al pasar frente al cabaret le llam¨® la atenci¨®n una pareja profesional que bailaba el Vals del Emperador con una t¨¦cnica perfecta. Permaneci¨® absorta en la puerta hasta que termin¨® el espect¨¢culo y la clientela com¨²n ocup¨® la pista de baile. Una voz dulce y varonil, muy cerca de sus espaldas, la sac¨® del ensue?o:
-?Bailamos?
Estaban tan cerca, que ella percibi¨® el tenue olor de su timidez detr¨¢s de la loci¨®n de afeitar. Entonces lo mir¨® por encima del hombro, y se qued¨® sin aliento. "Perdone", le dijo aturdida, "pero no estoy vestida para bailar". La r¨¦plica de ¨¦l fue inmediata:
-Es usted la que viste el vestido, se?ora.
La frase la impresion¨®. Con un gesto inconsciente se palp¨® los pechos intactos, los brazos desnudos, las caderas firmes, hasta comprobar que su cuerpo estaba en realidad donde lo sent¨ªa. Entonces mir¨® de nuevo por encima del hombro, ya no para reconocerlo, sino para apropi¨¢rselo con los ojos m¨¢s bellos que ¨¦l ver¨ªa jam¨¢s.
-Es usted muy gentil -le dijo con encanto-. Ya no hay hombres que digan esas cosas.
Entonces ¨¦l se puso a su lado y le reiter¨® en silencio la invitaci¨®n a bailar. Ana Magdalena Bach, sola y libre en su isla, se agarr¨® de aquella mano con todas las fuerzas de su alma como al borde de un precipicio.
Bailaron tres valses a la manera antigua. Ella supuso desde los primeros pasos, por el cinismo de su maestr¨ªa, que ¨¦l era otro profesional alquilado por el hotel para animar las noches, y se dej¨® llevar en c¨ªrculos de vuelo, pero lo mantuvo firme a la distancia de su brazo. ?l le dijo mir¨¢ndola a los ojos: "Baila como una artista". Ella sab¨ªa que era cierto, pero sab¨ªa tambi¨¦n que ¨¦l se lo habr¨ªa dicho de todos modos a cualquier mujer que quisiera llevarse a la cama.
En el segundo valse, ¨¦l trat¨® de apretarla contra su cuerpo, y ella lo mantuvo en su lugar. ?l se esmer¨® en su arte, llev¨¢ndola por la cintura con la punta de los dedos, como una flor. A la mitad del tercer valse ella lo conoc¨ªa como si fuera desde siempre.
Nunca hab¨ªa concebido a un hombre tan anticuado en un empaque tan bello. Ten¨ªa la piel l¨ªvida, los ojos ardientes bajo unas cejas frondosas, el cabello de azabache absoluto aplanchado con gomina y con la l¨ªnea perfecta en el medio. El esmoquin tropical de seda cruda ce?ido a sus caderas estrechas completaba su estampa de lechuguino. Todo en ¨¦l era tan postizo como sus maneras, pero los ojos de fiebre parec¨ªan ¨¢vidos de compasi¨®n.
Al final de la tanda de valses ¨¦l la condujo a una mesa apartada sin anuncio ni permiso. No era necesario: ella lo sab¨ªa todo de antemano, y se alegr¨® de que ¨¦l ordenara champa?a. El sal¨®n en penumbra era bueno para vivir, y cada mesa ten¨ªa su propio ¨¢mbito de intimidad.
Ana Magdalena calcul¨® que su acompa?ante no pasaba de los treinta a?os, porque apenas si daba pie con el bolero. Ella lo encamin¨® con tacto sereno, hasta que ¨¦l encontr¨® el paso. Lo mantuvo a la distancia, para no darle el gusto de que sintiera en sus venas la sangre enfebrecida por la champa?a. Pero ¨¦l la forz¨®, primero con suavidad, y despu¨¦s con toda la fuerza de su brazo en la cintura. Ella sinti¨® entonces en su muslo lo que ¨¦l hab¨ªa querido que sintiera para marcar su territorio, y se maldijo por el batir de su sangre en las venas y el fogaje de su respiraci¨®n, pero supo oponerse a la segunda botella de champa?a. ?l debi¨® notarlo, pues la invit¨® a un paseo por la playa. Ella disimul¨® su disgusto con una frivolidad compasiva:
-?Sabe qu¨¦ edad tengo?
-No puedo imaginarme que usted tenga una edad -dijo ¨¦l.
-S¨®lo la que usted quiera.
No hab¨ªa acabado de decirlo cuando ella, hastiada de tanta mentira, le plante¨® a su cuerpo el dilema terminante: ahora o nunca. "Lo siento", dijo, poni¨¦ndose de pie. ?l se sobresalt¨®.
-?Qu¨¦ ha pasado?
-Tengo que irme -dijo ella-. La champa?a no es mi fuerte.
?l propuso otros programas inocentes, sin saber quiz¨¢s que cuando una mujer se va no hay poder humano ni divino que la detenga. Por fin se rindi¨®.
-?Me permite acompa?arla?
-No se moleste -dijo ella-. Y gracias, de veras, fue una noche inolvidable.
En el ascensor estaba ya arrepentida. Sent¨ªa un rencor feroz contra s¨ª misma, pero la compensaba el placer de haber hecho lo que correspond¨ªa. Entr¨® en el cuarto, se quit¨® los zapatos, se tir¨® bocarriba en la cama y encendi¨® un cigarrillo. Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta, y ella maldijo el hotel donde la ley persegu¨ªa a los hu¨¦spedes hasta su intimidad sagrada. Pero el que toc¨® no era la ley, era ¨¦l.
Parec¨ªa una figura del museo de cera en la penumbra del corredor. Ella lo comprob¨® con la mano en el pomo de la puerta, sin una pizca de indulgencia, y al fin le cedi¨® el paso. ?l entr¨® como en su casa.
-Ofr¨¦zcame algo -dijo.
-S¨ªrvase usted mismo -dijo ella-. No tengo la menor idea de c¨®mo funciona esta nave espacial.
?l, en cambio, lo sab¨ªa todo. Moder¨® las luces, puso la m¨²sica de ambiente y sirvi¨® dos copas de champa?a del minibar con la maestr¨ªa de un director de orquesta. Ella se prest¨® al juego, no como ella misma, sino como protagonista de su propio papel. Estaban en el brindis cuando son¨® el tel¨¦fono, y ella contest¨® alarmada. Un oficial de la seguridad del hotel le advirti¨® muy amable que ning¨²n invitado pod¨ªa permanecer en una suite despu¨¦s de la medianoche sin registrarse en la recepci¨®n.
-No necesita explic¨¢rmelo, por favor -lo interrumpi¨® ella, abochornada-. Perdone usted.
Colg¨® con la cara congestionada por el rubor. ?l, como si hubiera o¨ªdo la advertencia, la justific¨® con una raz¨®n f¨¢cil: "Son mormones". Y sin m¨¢s vueltas la invit¨® a contemplar un eclipse total de luna desde la playa. La noticia era nueva para ella. Ten¨ªa una pasi¨®n infantil por los eclipses, pero toda la noche se hab¨ªa debatido entre el decoro y la tentaci¨®n, y no encontr¨® un argumento v¨¢lido para no aceptar.
-No tenemos escapatoria -dijo ¨¦l-. Es nuestro destino.
La invocaci¨®n sobrenatural la dispens¨® de escr¨²pulos. As¨ª que se fueron a ver el eclipse en la camioneta de ¨¦l, a una bah¨ªa escondida en un bosque de cocoteros, sin huellas de turistas. En el horizonte se ve¨ªa el resplandor remoto de la ciudad, y el cielo era di¨¢fano y con una luna solitaria y triste. ?l estacion¨® al abrigo de las palmeras, se quit¨® los zapatos, se afloj¨® el cintur¨®n y abati¨® el asiento para relajarse. Ella descubri¨® que la camioneta no ten¨ªa m¨¢s que los dos asientos delanteros, que se convert¨ªan en camas con s¨®lo apretar un bot¨®n. El resto era un bar m¨ªnimo, un equipo de m¨²sica con el saxo de Fausto Papetti, y un ba?o min¨²sculo con un bid¨¦ port¨¢til detr¨¢s de una cortina carmes¨ª. Ella entendi¨® todo.
-No habr¨¢ eclipse -dijo-. S¨®lo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto creciente.
?l se mantuvo imperturbable.
-Entonces ser¨¢ de sol -dijo-. Tenemos tiempo.
No hubo m¨¢s tr¨¢mites. Ambos sab¨ªan ya a lo que iban, y ella sab¨ªa adem¨¢s qu¨¦ era lo ¨²nico distinto que pod¨ªa esperar de ¨¦l desde que bailaron el primer bolero. La asombr¨® la maestr¨ªa de mago de sal¨®n con que la desnud¨® pieza por pieza, casi hilo por hilo, con la punta de los dedos y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla. Con la primera embestida del minotauro ella se sinti¨® morir por el dolor con una humillaci¨®n atroz de gallina descuartizada. Qued¨® sin aire y empapada en un sudor helado, pero apel¨® a sus instintos primarios para no sentirse menos ni dejarse sentir menos que ¨¦l, y se entregaron juntos al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada por la ternura. Ana Magdalena no se preocup¨® por saber qui¨¦n era ¨¦l, ni lo pretendi¨®, hasta unos tres a?os despu¨¦s de aquella noche inolvidable, cuando reconoci¨® en la televisi¨®n su retrato hablado de vampiro triste, solicitado por todas las polic¨ªas del Caribe como estafador y proxeneta de viudas alegres y solitarias, y probable asesino de dos.
? GABRIEL GARC?A M?RQUEZ, 2003
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