Nostalgia del voto feliz
Deplora el autor el empobrecimiento del debate pol¨ªtico y el recurso en las campa?as electorales a cualquier procedimiento para denigrar al adversario.
Sabio o ciego, el tiempo nos emplaza una y otra vez a acudir a las urnas. Nos tuvo mucho a?os privados de hacerlo y nos seduc¨ªa con la promesa del d¨ªa en que, felices ya y con el futuro definitivamente despejado, podr¨ªamos votar. Esa seducci¨®n, que no nos promet¨ªa m¨¢s -ni menos- que el puro gozo de llegar a ser ciudadanos libres, nos acompa?¨® la primera vez que votamos.
Las esperanzas desorbitadas de entonces no nos pod¨ªan traer, lo sabemos ahora, m¨¢s que desencanto, porque el futuro que cada uno de nosotros dibujamos entonces en nuestro interior ten¨ªa la cara y los perfiles m¨¢s hermosos de la democracia. Luego, el tiempo, sabio o ciego, nos ha ido mostrando el rostro de la democracia m¨¢s tosco y, a la vez, m¨¢s cercano a nuestra propia e individual imperfecci¨®n, esa tornadiza condici¨®n de ideal nunca del todo conquistado al que se refer¨ªa Jacques Maritain en los a?os de rearme moral posteriores a la Segunda Guerra Mundial: "La tragedia de las democracias modernas es que no han acertado todav¨ªa a realizar la democracia".
M¨¢s que el resultado que salga de las urnas, me preocupa el modo en que hemos llegado a ellas
De nuevo ante las urnas, mucho m¨¢s que el resultado que salga de ellas, me inquietan el modo en el que hemos llegado a ese acto de reafirmaci¨®n civil -muchos de los candidatos, amenazados; otros, ilegalizados- y el presentimiento de que poco cambiar¨¢ tras depositar nuestro voto. Esta vez, el motivo de mi inquietud no es tanto la violencia terrorista que lo encanalla todo (el atentado de Casablanca se produc¨ªa casi al mismo tiempo en el que repasaba esta l¨ªneas), sino el encanallamiento que esa violencia ha generado en la red de nuestras relaciones pol¨ªticas y sociales.
En el origen est¨¢ la violencia -malos tiempos ¨¦stos que nos obligan a reafirmarnos en lo obvio y elemental-, y s¨¦ tambi¨¦n que sin ella no es posible explicar -lo cual no significa aceptar- la deriva de muchos principios democr¨¢ticos y la oscura urdimbre de muchos actos y procedimientos que deber¨ªan estar iluminados por una exquisita y estricta luz democr¨¢tica.
"Mal vive quien tiene el pensamiento por enemigo", escrib¨ªa Ausi¨¤s March a finales del siglo XV, y uno se reafirma cada vez m¨¢s en la creencia de que estos ¨²ltimos a?os estamos viviendo, en lo que a modos democr¨¢ticos se refiere, de espaldas al pensamiento, el matiz y la duda razonable, y, lo que es m¨¢s grave, sordos y ciegos ante todo discurso que no nos reafirme en el propio.
La historia nos da variadas y muy tr¨¢gicas muestras de que el matiz ha sido siempre detestado por el poder. Por ello, cuando una determinada posici¨®n recibe el aplauso casi un¨¢nime por el hecho de ser firme y no tener fisuras, me obligo a considerar la posibilidad de que la democracia, seg¨²n su esquivo proceder, est¨¦ ya en otra esquina. Creo que, de alguna manera, Stuart Mill se refer¨ªa tambi¨¦n a ello cuando escrib¨ªa: "Debiera haber en toda constituci¨®n un centro de resistencia contra el poder dominante y, por consecuencia, en una constituci¨®n democr¨¢tica, un medio de resistencia contra la misma democracia".
Nada justifica todo. Pero hay lo que hay: la violencia que lo encanalla todo, el encanallamiento que nos convierte en nada. La violencia convertida en argumento que viene como anillo al dedo a quienes consideran que nuestro futuro est¨¢ en el pasado -a?oranza de una Espa?a que, afortunadamente, nunca m¨¢s ser¨¢-; la violencia como bruma espesa que oculta las carencias democr¨¢ticas actuales y justifica otras por venir; la violencia como c¨¢lculo siniestro seg¨²n el cual todo viene bien para el convento.
As¨ª, gran parte de la clase pol¨ªtica y un zurriburri medi¨¢tico cada vez m¨¢s espeso nos restriegan, como si estuvieran en posesi¨®n de la verdad absoluta, su "irreducible e inequ¨ªvoca actitud ante la violencia", al tiempo que cierran sus ojos y labios ante las quiebras democr¨¢ticas que, bajo la excusa de atajar la violencia, va sembrando su locuacidad. Cuanto m¨¢s llenan de improperios sus bocas, m¨¢s posibilidades tienen de estar en primera fila en esa carrera, cruel y ambiciosa, de quienes se ven obligados a alardear de pedigr¨ª democr¨¢tico sin que les importe una higa la bosta que van dejando tras su trote.
Pero tengo para m¨ª que nuestro mayor problema, m¨¢s que la violencia -ETA, el terrorismo internacional, el eje del mal no dependen de nosotros: actuar¨¢n a nuestro pesar-, es el modo en que nos la encaramos, ese mecanismo, explicable desde la psicolog¨ªa pero letal para la democracia, que nos lleva a enfatizar nuestro juicio o mitigarlo seg¨²n convenga. Y, a mi entender, no hay otro medio de combatir la violencia: a m¨¢s terror, m¨¢s democracia (m¨¢s independencia de juicio), con esa hermosa balanza en la que justicia y libertad mantienen un dif¨ªcil pero sostenido equilibrio.
Le¨ªa hace pocos d¨ªas en estas mismas p¨¢ginas a Adela Cortina: "En el aprendizaje moral radica el aut¨¦ntico progreso, la emancipaci¨®n aut¨¦ntica". Cuando los que reneg¨¢bamos del franquismo fuimos por primera vez a votar, nos sentimos alumnos ilusionados de esa larga carrera que es la emancipaci¨®n aut¨¦ntica. Hemos aprendido a ir a las urnas. S¨®lo resta que lo hagamos con el criterio emancipado que procura el aprendizaje moral.
Anjel Lertxundi es escritor.
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