Getseman¨ª
EN EL primer plano, al pie de una monta?a, con noche cerrada, entrevemos el perfil de un gigante, cuya silueta de cuerpo entero nos es revelada, entre tinieblas, por el fanal que porta, colgado de uno de sus brazos, haciendo que las hilachas de luz alumbren el suelo por debajo de sus rodillas. Cuando la mirada se acostumbra, apreciamos que ese siniestro corpach¨®n se alinea con otros, que le siguen en tropel, como si se tratara de una manada de osos en procesi¨®n, ¨¢vidos de sangre. Pero, al levantar la visi¨®n por encima de esta barrera de oscuros hombrones al acecho, descubrimos, all¨¢ a lo lejos, emplazada en las alturas de lo que se nos asemeja la cumbre de una profunda garganta o, quiz¨¢, el brocal de un pozo, su diminuta presa, una figura arrodillada, con los brazos abiertos en actitud de s¨²plica, algo ladeada, acentuando este desequilibrio su vacilaci¨®n pat¨¦tica, tanto como la tenue luz que, desde m¨¢s arriba, incide sobre ella, lo que nos descubre su l¨ªvida faz, la t¨²nica escarlata y el manto azul celeste que cubre sus hombros. De manera que, en la negra noche, son tres los focos de luz que engarzan la diagonal tr¨¢gica, que arranca culebreando por entre las pantorrillas del enorme perseguidor, luego relampaguea sobre la v¨ªctima exhausta y, por fin, se pierde por la escotadura del pardo cielo. Una diagonal luminosa, en vertiginosa ascensi¨®n telesc¨®pica, que parpadea para marcar los momentos culminantes del drama: el agrandado del odio en primer t¨¦rmino y a ras de tierra, el de la leve figura de la cima como columpiada en el dolor y el de esa oquedad celeste que derrama un escondido resplandor.
Estoy describiendo La oraci¨®n del huerto, que pint¨® Tiziano entre 1558 y 1562, quiz¨¢ a la edad aproximada de los 70 a?os, por encargo de Felipe II, un cuadro que se conserva en el Museo del Prado y que se puede contemplar all¨ª, en radiante compa?¨ªa de otras decenas de lienzos del genial artista veneciano, gracias a la maravillosa antol¨®gica, que ahora se exhibe. El cuadro pertenece al ¨²ltimo periodo del maestro, de tonalidad l¨²gubre, aunque no menos ardiente, si bien la pasi¨®n melanc¨®lica que delata nos impresiona m¨¢s al suceder a otros episodios biogr¨¢ficos, cuando el jovial ¨ªmpetu del todav¨ªa artista mozo le hac¨ªa poner un rictus de beat¨ªfica alegr¨ªa hasta en la decapitada cabeza del Bautista, o, cuando, en su espl¨¦ndida madurez, se gozaba en las sensuales carnaciones de Venus y D¨¢naes gloriosas.
?Qu¨¦ estaba pasando entonces por la mente del pintor en su alargada declinaci¨®n vital? Probablemente, agobiado por la estrechez claustrof¨®bica de la existencia, ya s¨®lo ten¨ªa ansias por alzar la vista hacia las alturas, escrutando a ciegas un p¨¢lpito de inspiraci¨®n escondida, mientras trataba in¨²tilmente de descifrar ese misterioso silencio paterno. He aqu¨ª, pues, el testimonio pict¨®rico de Tiziano sobre la soledad profunda, el Getseman¨ª del artista que m¨¢s am¨® la vida.
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