El t¨ªmido matador de fieras de Kumaon
El d¨ªa que vi una huella de leopardo cerca de Rudraprayag fue uno de los m¨¢s felices de mi vida. La salvaje impronta de la fiera hab¨ªa quedado profundamente grabada en la tierra h¨²meda y conjuraba un universo de emoci¨®n y peligro con el que hab¨ªa so?ado desde ni?o. En la misma zona, entre el 9 de junio de 1918 y el 14 de abril de 1926, transcurri¨® la temible carrera del m¨¢s c¨¦lebre leopardo devorador de hombres de la India: 125 personas murieron entre sus garras, algunas arrancadas de su propio lecho durante una pesadilla hecha realidad, hasta que un hombre valiente acab¨® con la bestia, tras una larga y peligrosa persecuci¨®n. Ese cazador -que liquid¨® a una docena de tigres y leopardos asesinos responsables de haber matado y devorado a no menos de 1.500 personas- era el coronel Jim Corbett (Naini Tal, India, 1875-Nyeri, Kenia, 1955), y si ha habido en el mundo alguien merecedor del calificativo de h¨¦roe, ha sido, sin duda, ¨¦l. Es cierto que a la vez fue muy t¨ªmido y a lo largo de su vida arrastr¨® una relaci¨®n de ribetes incestuosos con su hermana mayor, Margaret Winifred (Maggie), pero, en fin, todo el mundo tiene sus defectos.
Coleccionaba mariposas, imitaba como nadie el grito de alarma de los langures y macacos, y permaneci¨® soltero toda su vida junto a su hermana Maggie
Rastrear al lejano cazador, que cont¨® sus peripecias en t¨ªtulos tan emocionantes como Man-eaters of Kumaon, The man-eating leopard of Rudraprayag o The temple tiger (hay ediciones espa?olas, de lujo y limitadas, en Cairel), es sumergirse en una arc¨¢dica Hircania de selvas perdidas, estampas amarillentas y libros viejos, un melanc¨®lico mundo de senderos desechos por el tiempo y la lluvia, como dec¨ªa Kipling.
En todos los retratos que conozco de Corbett aparece con los ojos tristes, una apariencia extraordinariamente discreta e -incluso con salacot- una actitud despojada de toda arrogancia. Un rasgo ins¨®lito en alguien que logr¨® la amistad y la admiraci¨®n del maharaja de Jind y del virrey marqu¨¦s de Linlithgow y fue capaz de acabar con un bicho como el Soltero
de Powalgarh, tenido por el tigre m¨¢s grande jam¨¢s visto en la India. No arroja para nada Corbett, que adem¨¢s mostr¨® siempre un gran cari?o y piedad por los desheredados de la India, la estampa cl¨¢sica de un representante del orgulloso Raj brit¨¢nico. Es verdad que aparte de cazar tigres tambi¨¦n coleccionaba mariposas, imitaba como nadie el grito de alarma de los langures y macacos y fue incapaz, en parte por los celos de Maggie, de lograr la mano de ninguna de las mujeres de las que se enamor¨® (v¨¦ase su biograf¨ªa Carpet
Sahib, de Martin Booth, 1986; otro bi¨®grafo, Durga C. Kala, va m¨¢s all¨¢ y establece una relaci¨®n freudiana entre la pasi¨®n de Corbett por la vida salvaje y la represi¨®n que le provoc¨® su posesiva hermana). Como soldado, pele¨® en la tercera guerra afgana y en Waziristan, y ya mayor, durante la II Guerra Mundial, entren¨® en t¨¦cnicas de supervivencia en la jungla a los comandos aliados, entre ellos a un grupo de los c¨¦lebres Chindits de Orde Wingate. Pero su mayor proeza fue regresar en 1918 de los campos de Flandes sin haber perdido en batalla (muri¨® un hombre, pero de mareo en el barco) ni uno s¨®lo de los 500 kumaon¨ªs del contingente que reclut¨® para la I Guerra Mundial. Octavo de los 10 hijos de un ex militar y funcionario asentado en Naini Tal, en la regi¨®n himalaya de Kumaon, Edward James Corbett parece haber sido, adem¨¢s de valiente, lo que se dice una buena persona.
Habr¨¢ quien se pregunte si eso es compatible, aparte de con su condici¨®n colonial (tem¨ªa la independencia de la India, y de hecho dej¨® el pa¨ªs en 1947, con Maggie, temeroso de un nuevo mot¨ªn como el que afrontaron sus padres), con la caza de algunas de las criaturas m¨¢s bellas del planeta -los grandes gatos- y que adem¨¢s est¨¢n hoy en peligro de extinci¨®n. Pero estamos hablando de otros tiempos y, en general, de shaitanes, demonios, verdaderos depredadores de seres humanos, como los tigres de Chowgarh, el leopardo de Panar (m¨¢s letal a¨²n que el de Rudraprayag) o la tigresa de Champawat, que, al matarla Corbett, vomit¨® los dedos de una ni?a, la ¨²ltima de sus 436 v¨ªctimas. Eran fieras que ten¨ªan aterrorizadas comarcas enteras que se cobraban un tributo en vidas sin que nadie pudiera hacerles frente, tales eran su antinatural inteligencia, su perverso gusto por la carne humana -desarrollado muchas veces a causa de alg¨²n defecto que les imped¨ªa cazar las presas habituales- y su poder.
Un rifle a su servicio
Corbett pon¨ªa su certero rifle al servicio de una comunidad espantada e indefensa y corr¨ªa riesgos y penalidades sin admitir nunca una recompensa, pues se consideraba obligado a emplear sus habilidades de shikari, de cazador, para librar a los aldeanos del mal moteado o rayado, de afilados colmillos. Fernando Savater, hombre de referencia en estos asuntos desde que nos regal¨® su elogio de Kenneth Anderson, el inolvidable autor de La pantera negra de Sivanipalli, en La infancia
recuperada, opina que el gran inter¨¦s de los libros de Corbett, como de los de Anderson, estriba en que se leen como relatos policiacos, un caso criminal en el que el cazador, de hecho, persigue a un serial
killer. Tambi¨¦n forma parte de su encanto, me dijo, que las historias de feroces tigres alimentaron nuestra imaginaci¨®n infantil, "la primera y la mejor forma de viajar".
Corbett, gran amante de la fauna y la naturaleza, evolucion¨® hacia posturas conservacionistas, abjurando al fin de la caza deportiva, y fue, am¨¦n de un pionero en la fotograf¨ªa de animales salvajes, promotor de la primera reserva natural de la India, el parque nacional que hoy, desde 1957, lleva su nombre (y en el que se desarrolla precisamente el Proyecto Tigre de protecci¨®n de la especie).
En 1947, Corbett se instal¨® en Kenia, donde ten¨ªa inversiones en plantaciones. Y all¨ª, el viejo cazador, que hab¨ªa abatido su ¨²ltimo devorador de hombres en el valle indio de Lathya con 71 a?os, ofreci¨® su postrero gran gesto: en 1952 mont¨® guardia toda una noche empu?ando su rifle al pie del arb¨®reo hotel Treetops durante la estancia de Isabel de Inglaterra, para protegerla de los rebeldes del Mau Mau. Tres a?os despu¨¦s muri¨®. Y en una olvidada tumba de Nyeri, donde recibi¨® luego sepultura tambi¨¦n su hermana, acaba el rastro del acechador de fieras, para el que no hay mejor epitafio, seguramente, que aquella canci¨®n de Kipling: "Descanse bien quien guard¨® la Ley de la Jungla".
A oscuras en el ba?o con una cobra
JIM CORBETT, hu¨¦rfano de padre a los seis a?os, se cr¨ªo en algunos aspectos como un indio, aprendi¨® el dialecto kumaon¨ª y siempre mostr¨® simpat¨ªas hacia el hindu¨ªsmo. Tambi¨¦n adquiri¨® supersticiones sorprendentes en un brit¨¢nico, como la creencia en el churail, el esp¨ªritu diab¨®lico de la selva, o su convencimiento de que era un presagio la visi¨®n de una serpiente, que le horrorizaban. En Mi India (Ediciones del Viento, 2003) explica su espanto al quedar encerrado en el ba?o a oscuras con una cobra, lo que sin duda ha de ser un mal trago. Desde ni?o, Corbett desarroll¨® un apasionado inter¨¦s por la jungla y sus habitantes. El relato propio de c¨®mo se aventuraba en la espesura con su perro y el tirachinas (en el m¨¢s bello de sus seis libros, Jungle Lore) es delicioso: en una ocasi¨®n se topa con un leopardo y en otra pisa una enorme pit¨®n. Y siempre persevera en su af¨¢n por aprender del "libro de la naturaleza", un conocimiento que, dec¨ªa, ¨²nicamente se logra por absorci¨®n y no tiene fin. S¨®lo esa obsesi¨®n continuada por adquirir la sabidur¨ªa o la "sensibilidad" de la jungla -ayudado por el furtivo Kunwar Singh, su Dersu Uzala particular-, explica la incre¨ªble capacidad desarrollada por Corbett para seguir rastros o discernir con rapidez las intenciones de un tigre.
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