El terrario del zoo: el reino de la pit¨®n
No recuerdo cu¨¢ndo empec¨¦ a frecuentar a las pitones. S¨®lo s¨¦ que un d¨ªa, a¨²n en pantal¨®n corto, estaba ah¨ª, ante sus grandes guaridas acristaladas, y empec¨¦ a tomar conciencia de m¨ª mismo imaginando el abrazo de los herc¨²leos anillos sembrados de escamas iridiscentes. Llevo a?os, de hecho toda la vida, acudiendo regularmente al terrario del jard¨ªn zool¨®gico de Barcelona para asomarme al hipnotizante espect¨¢culo de su colecci¨®n, un completo viaje al universo reptiliano que me proporciona, apaciguados con el tiempo el asombro y el miedo, una extra?a calma y una perspectiva fr¨ªa y carente de las f¨²tiles y siempre decepcionantes expectativas de la condici¨®n de mam¨ªfero. En los ojos de bronce de las serpientes avizoro otras posibilidades de existencia. Una vida invulnerable a los sentimientos y a los planes, sinuosa pero no retorcida, lenta y pl¨¢cida; a m¨¢s largo plazo. Dicen que el r¨ªo Congo es una gran serpiente. Yo dejo navegar la mente sobre los cuerpos aletargados y consigo una suerte de felicidad. Entro en una especie de trance acunado por el espejear del agua en las picas donde muchas veces las pitones, boas y anacondas permanecen medio sumergidas en un sopor a mitad de camino entre la vigilia y el sue?o.
Me siento bien en el terrario, donde la estruendosa vehemencia del mundo de fuera, que se exhibe vertiginosamente a cielo abierto, se disuelve en un ¨²tero vaporoso, sofocante y primigenio, un cubil anterior a las responsabilidades y riesgos, un Para¨ªso sin pecado. Nunca hay mucha gente -la multitud prefiere los delfines- y yo no suelo dirigir la palabra a nadie, a no ser para pedir que no golpeen los cristales o, m¨¢s excepcionalmente, cuando intuyo un alma gemela para compartir el asombroso nombre hindi de la boa -thut thur samp- o recabar su atenci¨®n sobre tal o cual aspecto llamativo de la vida en el lugar: el inicio de una muda, una tentativa de apareamiento o la siempre interesante llegada de la comida, en gran parte presas vivas. Aunque he hecho alguna amistad rara, los ocasionales visitantes suelen rehuirme; al rev¨¦s que los reptiles, que, sin llegar a la intimidad de un Harry Potter -todav¨ªa ninguna pit¨®n me ha hablado-, han premiado mi constancia con ciertas escenas ins¨®litas, que atesoro.
Durante una ¨¦poca me dio por musitar ante las serpientes, que son un p¨²blico formidable, fragmentos de la dramatizaci¨®n radiof¨®nica que hizo Orson Welles de El coraz¨®n de las tinieblas: "Vi la estaci¨®n llena de blancos con sus largos palos en las manos, deambulando como un mont¨®n de peregrinos sin fe en el interior de una cerca podrida". Fue Welles el que dijo que la novela de Conrad -como el terrario, me atrevo a a?adir- provoca un encantamiento sin paliativos, "como si estuvi¨¦ramos persuadidos de que hay algo despu¨¦s de todo, algo esencial, esper¨¢ndonos en las zonas oscuras del mundo, aborigen y repugnante, inconmensurable, completamente indecible". Durante un tiempo, cuando el azar quiso que yo reuniera mi propia colecci¨®n de serpientes, mis visitas al terrario se espaciaron. Pero mis pobres culebras locales nunca pudieron competir con aquellas tan enormes del zoo, ¨¦mulas de las sagradas pitones de Goa Lawah o de Dahomey, y yo jam¨¢s logr¨¦ recrear entre mis cuatro paredes la poderosa fascinaci¨®n de la Gran Casa de las Serpientes.
No imagino la ciudad sin ese refugio tropical y siseante engastado en el seno de la Ciutadella. Dec¨ªa el coronel Fawcett que de las fauces de la anaconda emana un olor penetrante destinado a paralizar a la presa en un instante eterno antes de engullirla. Sue?o con que alg¨²n d¨ªa caigan las barreras de vidrio del terrario para poder comprobarlo y as¨ª entrar a formar parte, definitivamente, del reino perdido de los impasibles reptiles.
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