Lisboa, la distinci¨®n de otros tiempos
La Baixa, Alfama y el castillo de San Jorge, vistos desde el tranv¨ªa 28
Como ocurre con ciertas divas, hay ciudades cuya belleza fascina de inmediato. Es, sin duda, el caso de Par¨ªs, para no hablar del esplendor teatral de Venecia, de los rincones medievales de Praga o de las reminiscencias imperiales que a¨²n quedan en Viena. Con Lisboa, como en Roma, no ocurre lo mismo. Son secretas, de alg¨²n modo ¨ªntimas. S¨®lo si uno tiene la oportunidad de divisar Lisboa desde una terraza privilegiada -la del Hotel do Chiado, por ejemplo- a esa hora milagrosa en que un crep¨²sculo dorado va languideciendo en la colina dominada por el castillo de San Jorge, su encanto deja de ser oculto para hacerse deslumbrante, con las torres de la catedral alz¨¢ndose sobre las empinadas calles del barrio de Alfama y toda una pedrer¨ªa de luces tempranas descendiendo sosegadamente hacia el Tajo. El r¨ªo en aquel punto es inmenso. Algunas luces distantes parpadean en sus aguas. Su delta tiene ya la majestad del oc¨¦ano que lo aguarda dos leguas m¨¢s all¨¢, al otro lado de ese emblem¨¢tico puente Veinticinco de Abril cuyos soberbios arcos brillan como un enorme encaje de luces azules en la oscuridad. De alguna manera uno siente que Europa termina en aquel punto. Lisboa es su puerta de entrada y su puerta de salida.
La atm¨®sfera a?os treinta del Alc¨¢ntara Caf¨¦; la casa donde vivi¨® la cantante de fados Amalia Rodrigues, y la estatua de Pessoa frente al local A Brasileira. Tres puntos cardinales lisboetas.
Hay quienes dicen que el encanto secreto de esta ciudad reside en ciertos rasgos del pasado que han desaparecido ya en otras capitales del Viejo Continente. Tal vez tengan raz¨®n. Lo cierto es que -tambi¨¦n como en Roma- ese aire de otros tiempos se respira en las calles del Barrio Alto, de Lapa, Pr¨ªncipe Real o de Alfama. Estrechas y empinadas, de d¨ªa resplandecen al sol entre casas vestidas de azulejos o pintadas de colores inusitados -fresa, verde menta, amarillo canario-, y con balcones donde hay macetas de flores o ropa puesta a secar. De noche, esas calles parecen a veces un decorado de teatro con un misterio de faroles antiguos y persianas cerradas y un silencio s¨®lo roto por el paso quejumbroso del ¨²ltimo tranv¨ªa.
Por cierto, si uno quiere percibir el alma de la ciudad debe una noche dejar el auto en el garaje y tomar uno de esos viejos tranv¨ªas amarillos -el¨¦ctrico, los llaman- que a m¨ª me recuerdan los de la Bogot¨¢ de mi infancia; los abiertos, que iban, si no recuerdo mal, de San Fernando a San Crist¨®bal. Hay uno, en especial, el 28, que cruza como un fantasma el viejo coraz¨®n de la ciudad, desde el Cementerio dos Prazeres hasta el barrio de Gracia, pasando con su quejumbre de hierros y el repentino esc¨¢ndalo de campanillas por las calles de la Baixa, dormidas en la noche, antes de subir con ¨ªmpetu la calle que se retuerce delante de la catedral y prosigue luego su ascenso por el barrio de Alfama entre almacenes de anticuarios, plazas olvidadas y miradores, para dejarlo a uno en las m¨¢gicas inmediaciones del castillo de San Jorge, donde a partir de cierta hora s¨®lo se ven gatos furtivos.
El Alc¨¢ntara Caf¨¦
En la misma l¨ªnea de hallazgos que pertenecen a otro tiempo, encontr¨¦ el otro d¨ªa, en una vieja zona de dep¨®sitos cercana al r¨ªo, un lugar que parece salido de una pel¨ªcula de los a?os treinta. Alt¨ªsimos techos con ventiladores de grandes aspas, luces tamizadas, plantas y decorados que reconstruye una atm¨®sfera de los a?os treinta, el Alc¨¢ntara Caf¨¦ es otro ejemplo de ese extra?o esp¨ªritu que sobrevive en Lisboa. No es s¨®lo una cuesti¨®n de ambientes preservados, de porteros o de bonitas y refinadas muchachas de ce?idos trajes largos que reciben a los clientes como si estuviesen invitados a una funci¨®n de gala, sino de algo que est¨¢ en el car¨¢cter de la gente, en su manera de vestir, sus f¨®rmulas de cortes¨ªa y en el culto de sus valores.
Como en la Bogot¨¢ de otros tiempos, los poetas -y de Camoens a hoy, Portugal ha sido siempre un pa¨ªs de buenos poetas- merecen aqu¨ª un respeto muy especial. Probablemente los caf¨¦s literarios o han desaparecido o est¨¢n hoy invadidos por turistas, pero no es menos cierto que los fantasmas de los poetas muertos siguen all¨ª, del mismo modo que un Pessoa en bronce contin¨²a ocupando una mesa tambi¨¦n de bronce en la terraza de la Brasileira, uno de los lugares donde hilvanaba sue?os y nostalgias, o que en las paredes de un penumbroso club exclusivo, llamado el Gremio Literario, quedan los retratos de escritores que por all¨ª pasaron 100 o 150 a?os atr¨¢s.
Otras pistas del mismo g¨¦nero lo acercan a uno al pa¨ªs, a su alma rec¨®ndita. El fado, desde luego. La casa donde vivi¨® Amalia Rodrigues, que est¨¢ a la vuelta de la que yo ahora ocupo, es visitada a¨²n por sus compatriotas con una especie de fervor lit¨²rgico. All¨ª est¨¢n sus trajes y sus joyas, su cama, y hasta el cepillo que pasaba por su pelo todas las ma?anas, y hay devotos suyos empe?ados en que la vieja calle de San Bento, repleta de anticuarios, donde ella vivi¨®, se llame ahora Rua Amalia. No s¨¦ si las autoridades les har¨¢n caso, pero lo cierto es que los fados de Amalia se cantan a¨²n cada noche en clubes nost¨¢lgicos.
Pa¨ªs de marineros y emigrantes, puesto de cara frente al inmenso Atl¨¢ntico, su desmesurada vocaci¨®n colonizadora lo llev¨® a dejar lo suyo en Am¨¦rica, ?frica y Oriente en una gesta que parece incre¨ªble cuando Portugal no era en ese punto de partida una potencia mar¨ªtima, sino una naci¨®n pobre y amenazada, con s¨®lo un mill¨®n de habitantes. De esa b¨²squeda o de esa di¨¢spora qued¨® la congoja de las partidas, la queja de lo que se deja atr¨¢s. Como las habaneras, el fado contiene la tristeza de quien se va sin saber si alg¨²n d¨ªa regresar¨¢. Tambi¨¦n palpita en ¨¦l, con la ligereza de un vuelo de gaviota, algo del olor, la soledad y los horizontes infinitos del oc¨¦ano.
Borges, que ten¨ªa un talento prodigioso para poner en pocas palabras divertidas maldades, dijo alguna vez que Portugal ten¨ªa la melancol¨ªa del pa¨ªs que ha perdido un imperio, en tanto que Espa?a proced¨ªa como si no lo hubiese perdido. A mi modo de ver, esos dos comportamientos tienen su propio valor. Me apresuro a decir que yo admiro el car¨¢cter espa?ol. Muchos latinoamericanos lo encuentran ¨¢spero, pero a m¨ª me gusta. No tiene los rodeos y la doblez que a veces envenenan nuestra vida pol¨ªtica y social. Es franco y rotundo, con una fuerza que qued¨® en la pintura de un Goya o de un Vel¨¢zquez, para no hablar del propio Picasso.
El espa?ol, como dec¨ªa tambi¨¦n Borges, ignora la duda. Portugal no; la siembra de reflexiones, nostalgias y cautelas a la manera de un poeta que ve en la realidad toda clase de tonalidades y matices. De ah¨ª que uno descubra sutilezas in¨¦ditas en la prosa de sus ensayistas y narradores, y no me refiero s¨®lo a sus figuras emblem¨¢ticas (E?a de Queiroz, Pessoa, Saramago), sino tambi¨¦n a un brillante analista pol¨ªtico como Eduardo Louren?o o a un gran novelista como Antonio Lobo Antunes, cuya evocaci¨®n dura y m¨¢gica del crep¨²sculo colonial de Portugal en Angola roza de una manera extra?a nuestro propio mundo, el de Jorge Amado o Garc¨ªa M¨¢rquez.
La misma fineza de an¨¢lisis, m¨¢s propia de un intelectual que de un pol¨ªtico, la encuentra uno en los textos escritos por el propio presidente de la rep¨²blica, Jorge Sampaio. Con ¨¦l cabe un di¨¢logo que no se queda en las cautelas y ceremonias diplom¨¢ticas. Se puede ir tranquilamente m¨¢s lejos, si uno pone gramos de humor y algo de reflexiones propias, para hablar de Colombia, de nuestro alborotado vecindario y de toda la dimensi¨®n que cobra en el mundo el problema de la droga en sus dos polos, la producci¨®n y el consumo, y la manera como ¨¦sta se propaga obedeciendo a un t¨ªpico fen¨®meno de una sociedad industrial que exige a todo el mundo sobredosis de energ¨ªa.
Pasteles de Belem
Que es un hombre sencillo lo pudimos comprobar el otro d¨ªa. Era un mi¨¦rcoles a las diez de la ma?ana. Muy cerca del palacio presidencial hay un famoso establecimiento, con muchas salas y mesas, donde la gente de Lisboa viene a saborear los deliciosos pasteles de Belem, especialidad de la casa. Pues bien, all¨ª en una mesa, leyendo el peri¨®dico y tom¨¢ndose un caf¨¦, solo como cualquier ciudadano raso, estaba el propio presidente. Ni escoltas ni consejeros, nadie lo acompa?aba ni a nadie se le ocurr¨ªa interrumpir aquellos pac¨ªficos instantes de ocio abiertos seguramente en medio de una agenda enmara?ada. Lo ve¨ªamos y no pod¨ªamos creerlo. Ahora la nostalgia corri¨® por mi cuenta. Tuvimos en Colombia, antes de que en medio de las llamas y la sangre del 9 de abril de 1948 la violencia ingresara como t¨¦trico actor de nuestra historia contempor¨¢nea, una democracia y tal vez una vida como la del Portugal de hoy, con poetas, caf¨¦s, tranv¨ªas y presidentes que pod¨ªan salir a la calle sin una nube de escoltas. Nadie parece recordar aquello. La memoria de ese pa¨ªs todav¨ªa pac¨ªfico que perdimos entonces, tan parecido a ¨¦ste, tiene el polvo y el ¨®xido de los a?os. Y resucita, de una manera extra?a, en este rinc¨®n de Europa que mantiene a¨²n lo que otras capitales perdieron. Algo indefinible, un charme; s¨ª, quiz¨¢ una distinci¨®n de otros tiempos.
- Plinio Apuleyo Mendoza, autor de A?os de fuga y Aquellos a?os con Gabo (Plaza y Jan¨¦s), es embajador de Colombia en Portugal.
GU?A PR?CTICA
Datos b¨¢sicos
Poblaci¨®n: 663.000 habitantes. Prefijo telef¨®nico: 00 351 21.
Dormir
- Roma (796 77 61). Avenida de Roma, 33. Habitaci¨®n doble, 125 euros.
- Lisboa Tejo (886 61 82). Poco do Borrat¨¦m, 4. Habitaci¨®n doble, 98 euros.
- Lar do Areeiro (849 31 50).
Praca Dr. Francisco S¨¢ Carneiro, 4. Unos 56 euros la doble.
Comer
- D'Avis (868 13 54). Rua do Grilo, 98. Cocina alentejana. Unos 16 euros.
- A Travessa (390 20 34). Travessa do Convento das Bernardas, 12. Unos 25 euros.
- Tavares (342 11 12). Rua da Miseric¨®rdia, 37. Unos 50 euros.
- Casa da Comida (388 53 76). Travessa das Amoreiras, 1. 45 euros.
Informaci¨®n
- Turismo de Portugal: 902 19 00 19.
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