Las puertas del cielo
Protus Lumiti ha criado, querido y enterrado a cien ni?os. Tiene 34 a?os, no est¨¢ casado y no tiene hijos propios. Hace lo que hace por pura bondad de coraz¨®n: sirve de padre, madre y hermano mayor a hu¨¦rfanos del sida abandonados. En la actualidad, como director del orfanato de Nyumbani, situado en el campo, a las afueras de Nairobi, tiene a su cuidado d¨ªa y noche a 91 hu¨¦rfanos, todos seropositivos, todos ellos vivos a duras penas, pero s¨®lo uno -un peque?o de nombre Samuel- en las puertas de la muerte.
Es el trabajo m¨¢s tr¨¢gico del mundo, pero Protus tiene el consuelo de saber que ser¨ªa pr¨¢cticamente imposible hacerlo mejor. Si hay que buscar a una persona y un sitio que permitan exprimir toda la esperanza y la alegr¨ªa posibles en una vida breve y sin padres, Protus es el hombre y Nyumbani el lugar.
Hay tres millones de ni?os que padecen sida; la mayor¨ªa, hu¨¦rfanos que no suelen vivir m¨¢s de cinco a?os
Enterrar ni?os hoy en ?frica es una industria en expansi¨®n para sepultureros y fabricantes de ata¨²des
Protus estudiaba para ser sacerdote cat¨®lico cuando recibi¨® la llamada para trabajar en Nyumbani
A Caroline no le preocupaba ni la cara hinchada ni el pus. Manten¨ªa la esperanza de que iba a curarse
Nyumbani es el Rolls Royce de los orfanatos. Creado por un jesuita, se financia con dinero privado de EE UU
Financiado casi por completo gracias a las donaciones de extranjeros particulares, Nyumbani es el ¨²nico lugar de su categor¨ªa en ?frica y un modelo de lo que la gente rica del mundo puede hacer por los pobres cuando se lo propone. Los ni?os viven en unas casitas limpias y aireadas, en peque?as familias supervisadas por madres de dedicaci¨®n exclusiva. Cuentan con atenci¨®n m¨¦dica especializada en el centro y tienen acceso al m¨¢s escaso elixir para las v¨ªctimas de la gran plaga africana: los f¨¢rmacos antirretrovirales que alargan la vida. Tienen fuentes, jardines en los que jugar, abundancia de juguetes y columpios que no resultar¨ªan extra?os en el Central Park de Nueva York. Y el escenario natural es magn¨ªfico. La combinaci¨®n de altitud y latitud en Nairobi -1.700 metros en el Ecuador- permite una enorme abundancia. Pinos, cactus y pl¨¢tanos; una tierra negra y rica en la que crecen zanahorias, coles y buganvillas.
Ser¨ªa el para¨ªso si no fuera porque en el para¨ªso no hay cementerios. Detr¨¢s del campo de coles, perfectamente ordenadas bajo un gran eucalipto, hay 13 cruces peque?as de madera blanca. Cuando muere un ni?o, en la mayor¨ªa de los casos, miembros de su familia suelen reclamar el cad¨¢ver para enterrarlo en la comunidad en la que naci¨®, pero estas cruces indican las tumbas de los ni?os olvidados, de los que nadie ha querido saber nada fuera de Nyumbani.
Enterrar ni?os es hoy una industria en expansi¨®n en un continente en el que los ¨²nicos que se enriquecen son los enterradores o los fabricantes de ata¨²des. En ?frica hay tres millones de ni?os que padecen sida, en su gran mayor¨ªa hu¨¦rfanos que no suelen vivir m¨¢s de cinco a?os. En Nyumbani, los m¨¢s afortunados de los ni?os desafortunados de ?frica est¨¢n empezando a vencer los elementos en contra gracias a los costosos antirretrovirales (conocidos como ARV) que les proporcionan los donantes extranjeros. En los tres a?os transcurridos desde que los f¨¢rmacos empezaron a aparecer en el mercado, el ¨ªndice de mortalidad ha disminuido. Antes mor¨ªa un ni?o cada mes. Protus dirige Nyumbani y vive de d¨ªa y de noche con los ni?os desde que se fund¨® el orfanato, en 1992.
?C¨®mo lo soporta? ?C¨®mo reacciona un ser humano ante una desolaci¨®n tan constante?
"Cuando se encuentran mal, yo me encuentro mal", dice. "Cuando caen, caigo yo. Les veo crecer, les conozco, les quiero como si fueran m¨ªos. Y luego les veo caer. He visto morir a cien, y he acompa?ado a todos en sus ¨²ltimas fases, les he cogido de la mano, les he enterrado. A todos y cada uno".
Protus, un hombre delgado, vestido con traje azul y corbata, habla sin orgullo ni superioridad. No tiene esa vanidad que se ve a veces en las personas conscientes de estar haciendo algo excepcionalmente bueno y generoso. No es ni l¨²gubre ni presumido, y resulta convincente gracias a su personalidad fuerte y discreta y al extraordinario drama que es su vida, que ¨¦l relata con sencillez. Est¨¢ sentado ante su mesa en un peque?o despacho abigarrado, como un ser humano normal que lleva a cabo una tarea sobrehumana. Cuando le pregunto si ha desarrollado alg¨²n tipo de defensa emocional, responde que no. Explica que, aunque no puede permitirse el lujo de dejarlo ver, sigue siendo tan vulnerable como el d¨ªa en el que empez¨® a trabajar.
"Siempre duele, siempre le consume a uno. En 1999, cuando muri¨® una ni?a de 11 a?os, estuve a punto de irme, casi no pude resistirlo m¨¢s. Era demasiado. Pero entonces pens¨¦ que, si me iba, no sab¨ªa qu¨¦ iba a ocurrir con las enfermeras, las cuidadoras y el resto del personal; ?se ir¨ªan tambi¨¦n, iban a seguir mi ejemplo? Ten¨ªa que quedarme".
Quedarse significa aprender a controlar el dolor y sumergirse con paciencia y sabidur¨ªa infinitas en el mundo de un grupo de ni?os con unas lesiones psicol¨®gicas que la ciencia todav¨ªa no ha tenido tiempo de comprender. "Todos los ni?os que llegan, en una u otra medida, han sufrido alg¨²n tipo de rechazo, no les han querido, no les han tocado como necesitan". Los ni?os que consiguen alcanzar cierta normalidad tienen que enfrentarse a la experiencia de la escuela. "Otros ni?os, e incluso los profesores, les han tratado con crueldad. Les han dicho que van a morir, les han marginado. Las cosas van mejorando a medida que la gente est¨¢ m¨¢s informada sobre el sida, pero los ni?os siguen estigmatizados. Ha sido un trauma terrible para ellos".
El siguiente obst¨¢culo aparece cuando los ni?os cumplen 12 a?os y comienzan la adolescencia. "Empiezan a preguntar por qu¨¦ est¨¢n aqu¨ª, en Nyumbani, por qu¨¦ las medicinas, por qu¨¦ somos diferentes. Y se lo decimos francamente. Tenemos a consejeros que hablan personalmente con ellos para ayudarles a encajar la situaci¨®n".
Nyumbani -Protus lo reconoce- es el Rolls Royce de los orfanatos. Creado por un jesuita estadounidense y financiado sobre todo con dinero de particulares estadounidenses, los ni?os no obtendr¨ªan mejor tratamiento si estuvieran en el mejor establecimiento de California. Y no tendr¨ªan mejor atenci¨®n ni m¨¢s dedicaci¨®n que la que obtienen de Protus, al que rodean como si fuera Jesucristo cuando sale al patio con ellos. Los ni?os de Nyumbani son los escogidos, rescatados del horror que aflige a los dem¨¢s millones a los que Protus y todos los que trabajan con ¨¦l querr¨ªan ver extendidos los mismos beneficios si dispusieran milagrosamente del dinero necesario; a toda Kenia; al resto de ?frica. El gran lujo de Nyumbani son los ARV. Hasta ahora, los f¨¢rmacos, corrientes en Europa y Estados Unidos, s¨®lo est¨¢n a disposici¨®n de 50.000 personas en ?frica de los 30 millones que padecen VIH. Sin embargo, con todo su poder milagroso, los ARV no proporcionan una vida plena y feliz. La belleza y la opulencia relativa de Nyumbani disminuyen la tragedia, pero tambi¨¦n, en cierto modo, la hacen m¨¢s dolorosa.
"Cuando cumplen 15 o 16 a?os, se preguntan cu¨¢l va a ser su futuro. El problema es que quieren tener una vida normal, est¨¢n impacientes por ser como la gente normal de su edad, tener relaciones sexuales, casarse, tener hijos. Los m¨¦dicos dicen que pueden, pero en el mundo real no es tan f¨¢cil. ?Van a dejar unos padres que su hija se case con un joven seropositivo? ?Pueden ser padres unos chicos que tienen la amenaza de la muerte sobre sus cabezas todo el tiempo? Si un seropositivo se casa con otro seropositivo, ser¨¢ dif¨ªcil que tengan hijos. ?Se arriesgan a tener un ni?o tambi¨¦n seropositivo? Son dilemas terribles. La verdad es que el destino de estos j¨®venes, por mucha capacidad intelectual que tengan, es tener unas vidas restringidas".
La antec¨¢mara de la muerte
Que es mucho mejor que no tener ninguna vida. El mayor trauma para todos los ni?os se produce, seg¨²n Protus, cuando hay una muerte en el orfanato. Un lugar que ha sido un refugio para ellos, pasan a verlo con una luz oscura y siniestra, como la antec¨¢mara de la muerte. "Empiezan a preocuparse y creen que van a ser los pr¨®ximos, imaginan s¨ªntomas y tienen la sensaci¨®n de que se van a morir pronto. En ese momento tenemos que redoblar nuestros esfuerzos para darles consuelo y esperanza; con el tiempo se olvidan y la vida vuelve a la normalidad".
Nyumbani dispone de lo que llaman "la sala de cuidados". Una peque?a enfermer¨ªa, bien equipada y atendida por enfermeras de plena dedicaci¨®n. Protus cuenta que, antes de la aparici¨®n de los ARV en 1999, estaba siempre llena, siete u ocho ni?os al mismo tiempo. Y, una vez que entraban, no sol¨ªan salir. Los ni?os la consideraban -con raz¨®n- como la sala de la muerte.
Cuando visito Nyumbani, el ¨²nico que est¨¢ all¨ª es Samuel. Un ni?o de nueve a?os, terriblemente consumido, que est¨¢ sentado en una cama mientras sobre su cabeza se mece un juguetito de peluche colgado de una cuerda. Tose cada 20 segundos, con una tos que parece salir de un hueco en el fondo del est¨®mago. La tos caracter¨ªstica de los enfermos de sida que ya est¨¢n desahuciados. Le pregunto a la enfermera si puede salir un momento para explicarme cu¨¢l es su situaci¨®n sin que ¨¦l lo oiga, pero dice que lo siente, que tiene que permanecer con ¨¦l todo el tiempo. Miro a Samuel de perfil, frente a la ventana; se vuelve hacia m¨ª un instante, con una mirada que me parece de una tristeza desgarradora. Luego se vuelve otra vez y mira por la ventana. Media hora despu¨¦s, entro de nuevo y sigue en la misma posici¨®n, mirando por la ventana, inm¨®vil, pensando en Dios sabe qu¨¦, con un aire solemne y reflexivo como el que tendr¨ªa, en las mismas circunstancias, una persona con 10 veces su edad.
"El sistema de Samuel se est¨¢ apagando", explica Protus. "Tiene la enfermedad completamente desarrollada. Lo ¨²nico que podemos hacer es darle paliativos para mitigar un poco su dolor. Empeora sin cesar desde hace tres a?os.Ha tenido muchas transfusiones sangu¨ªneas. Suplementos alimenticios, hierro, ARV. Pero ya no responde a nada. Est¨¢ en fase terminal. Va a morir pronto".
Resulta insoportable o¨ªr todo esto incluso para alguien que nunca ha hablado con Samuel, que s¨®lo le ha visto un instante. Y Protus vive con ¨¦l desde hace m¨¢s de siete a?os. Sin embargo, la sensaci¨®n que transmite es la de un hombre totalmente due?o de s¨ª mismo, con una profunda calma interior, que sonr¨ªe con frecuencia, pero r¨ªe pocas veces. Uno debe de adquirir una sabidur¨ªa especial cuando es testigo de tanto sufrimiento. Pero es de imaginar, adem¨¢s, que tiene que mantener esa imagen de tranquilidad para crear la atm¨®sfera necesaria entre sus colaboradores y entre los ni?os, por miedo a que, si deja ver una grieta, se venga abajo todo el edificio.
Como estuvo a punto de ocurrir cuando muri¨® la ni?a de 11 a?os en 1999. "Se llamaba Caroline", dice Protus. "Est¨¢ enterrada aqu¨ª. No ten¨ªa familia. Lleg¨® con su hermano, que era m¨¢s peque?o, y muri¨® antes que ella. Cuando ella ten¨ªa siete a?os y ¨¦l cuatro. Para ella fue un momento determinante, porque cuidaba de ¨¦l. El hermano se llamaba George y era el centro de su vida, su amor, lo que le daba alegr¨ªa y significado a su vida".
"La peque?a hab¨ªa tenido toda su vida el rostro lleno de verrugas. (Otro s¨ªntoma del VIH, del que ahora es posible librarse gracias a los ARV). Pero nunca le preocuparon la cara hinchada y dolida o el pus repugnante, y siempre mantuvo la esperanza de que iba a curarse. Una eterna optimista. Incluso en sus ¨²ltimos tiempos,cuando ya ten¨ªa el cuerpo consumido, segu¨ªa llena de una vitalidad asombrosa".
"Se neg¨® violentamente a ir a la sala de cuidados. Se neg¨® una y otra vez, cuando ya hac¨ªa tiempo que ten¨ªa que haber ido. Un d¨ªa la visit¨¦ en su casa para convencerla de que hab¨ªa llegado el momento, y, cuando me vio la cara y lo serio y decidido que estaba, empez¨® a llorar sin parar. Repet¨ªa: 'Ojal¨¢ pudiera vivir, ojal¨¢ pudiera ponerme buena'. Pero sab¨ªa que iba a ir. La sent¨¦ en mi regazo y la mir¨¦; no dejaba de llorar. Le dije: 'Caroline, ?tienes miedo de morir?' Asinti¨® con la cabeza. Y le expliqu¨¦: 'Ac¨¦ptalo. Di que s¨ª, y no te preocupes. Di que est¨¢s lista y ve a la sala de cuidados, donde estar¨¢s tranquila y atendida'. Volvi¨® a asentir y la llevamos a la sala de cuidados, que ella consideraba la sala de la muerte; aun as¨ª, parec¨ªa feliz".
"Era domingo cuando muri¨®. Est¨¢bamos en misa. La vi antes y todav¨ªa ten¨ªa la voz bien, aunque el cuerpo estaba desgastado. En mitad de la misa, vino la enfermera y me dijo que Caroline hab¨ªa muerto. Me cont¨®: 'Me ha dicho quiero marcharme, y ¨¦sas han sido sus ¨²ltimas palabras; luego se ha vuelto como para descansar y se ha muerto'. No s¨¦ c¨®mo, de forma irracional, con toda la ciencia en contra, pensaba que pod¨ªa no morir, que pod¨ªa salir adelante. Ten¨ªa tanta vitalidad siempre... Estaba preparado para un milagro, pero, al final, nada".
Protus relata la historia como si hubiera ocurrido ayer, y como si Caroline hubiera sido hija suya. Pero no derrama l¨¢grimas. Cuenta la historia con calma, sin melodrama. Conmovido de forma tan profunda que no se puede ver. Protus es creyente. Estudiaba para ser sacerdote cat¨®lico cuando recibi¨® la llamada para trabajar en Nyumbani. Quiz¨¢ termine un d¨ªa sus estudios, con una fe que no se ha visto afectada por la injusticia c¨®smica que presencia a diario.
El gran misterio
Ivan Karamazov, el personaje de Dostoievski, declara que est¨¢ tan indignado y horrorizado por el sufrimiento de los ni?os que "incluso, aunque" existiera Dios, rechazar¨ªa la vida eterna. Protus dice que entiende por qu¨¦ piensa as¨ª Ivan. "Por supuesto que pregunto por qu¨¦ tienen que sufrir unos ni?os inocentes, por qu¨¦ tienen que vivir todo esto. Pero sigo creyendo. En cierto modo, nuestra espiritualidad, nuestra fe en Dios, se fortalece en este lugar. Tal vez porque estamos muy cerca de la muerte, del gran misterio. Pero tambi¨¦n porque los ni?os mueren con dignidad. Me duele, pero veo que lo primero que se consume es el cuerpo, que al final sigue habiendo vida y que valoramos esa vida, aunque tenga un rostro podrido".
Le sugiero que trabaja en el sector de la esperanza. S¨ª, responde. Que es un mercader de esperanza. S¨ª. Que, de las tres grandes virtudes cristianas -fe, esperanza y caridad-, a la que se dedica ¨¦l es a la esperanza. "S¨ª", dice con una gran sonrisa. "Eso es lo que hacemos. Si tenemos en cuenta de d¨®nde vienen estos ni?os, aqu¨ª est¨¢n en el cielo. Les damos una visi¨®n del cielo en la tierra". Antes de dejar Nyumbani salgo del despacho de Protus y paso por el patio en el que los ni?os juegan en los columpios y el campo de coles, hasta llegar al cementerio infantil, bajo el eucalipto. Leo los nombres que figuran bajo las crucecitas blancas. Con el sonido de fondo de los ni?os que gritan y r¨ªen en el patio, a unos cuarenta metros, encuentro las dos inscripciones que buscaba. No pueden ser m¨¢s sencillas, m¨¢s sinceras ni menos pretenciosas, un reflejo fiel del esp¨ªritu de Protus. "Caroline, 1987 a 1999", y "George, 1991 a 21-7-95". Los hermanos est¨¢n enterrados uno junto a otro. Unas flores crecen sobre los peque?os mont¨ªculos.
Vuelvo a despedirme de Protus. Un ni?o que puede tener la edad de Caroline se le acerca y le coge de la mano. Subo a un taxi y vuelvo a Nairobi con un obrero y un mec¨¢nico de coches que llevan varios a?os trabajando en Nyumbani. Les digo que Protus es un hombre maravilloso y asienten con entusiasmo, con una exhibici¨®n de sentimientos muy poco habitual en ?frica delante de un extra?o. "Un hombre extraordinario", dice el mec¨¢nico. El obrero y el conductor vuelven a asentir. "Se sabe los nombres de todos los ni?os", prosigue el mec¨¢nico. "Todos y cada uno", coincide el obrero. "Es como un padre para todos ellos". "Es el mejor hombre que existe", dice el mec¨¢nico. "Todo el mundo le quiere". "S¨ª", a?ade el conductor, "todos le quieren".
Que viva para siempre.
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