Los poetas
"De todas las bellas artes, dejadme con la poes¨ªa". Proclamo esto en el bar de la calle de Echegaray, pasada la medianoche del s¨¢bado, y la concurrencia me escarnece. Aludo a los que parecen interesados en lo que digo, no a los que de vez en cuando y sin venir a cuento gritan "vale" o "superior" levantando el botell¨ªn. Y s¨¦ que muchos nunca reconocer¨¢n que hicieron rimas en su edad moza -y por ello me niegan m¨¢s que Pedro al Nazareno-, y otros se callar¨¢n que pintan monta?as o marinas aislados del mundanal ruido y los fines de semana cargan el coche con sus cuadros y los venden con un meg¨¢fono en las urbanizaciones de dise?o. Es decir, que se manejan con el arte igual que yo en mis or¨ªgenes l¨ªricos.
"Poes¨ªa", recalco. Y al pronunciar el t¨¦rmino del excelso virus, mi memoria salta como un perro amaestrado y me sit¨²a a primera hora de la tarde en las calles deshabitadas del Madrid de posguerra, caminando por la acera izquierda del paseo de Recoletos en direcci¨®n a la plaza de Col¨®n. S¨¦ que en sentido contrario circulan la mayor¨ªa de los poetas de Espa?a. Pretendo que al cruzarme con ellos -y es tan estrecha la acera que bajar¨¦ a la calzada para cederles el paso- me traspasen una parte de su c¨¦firo blando. Y supongo que con ¨¦l como acicate para mi inspiraci¨®n febril, escribir¨¦ los versos m¨¢s tristes esta noche.
Pero yo no estar¨ªa trabajando de representante de la mejor funeraria privada de Espa?a -?coronas, crucifijo, hachones?- si tan anhelado roce se hubiera producido en alg¨²n momento de mi adolescencia. La culpa es m¨ªa, seguramente, que no supe medir los tiempos ni calcular las distancias. En bastantes ocasiones, la acera izquierda del paseo de Recoletos qued¨® libre a mi transitar impaciente, porque ni un solo transe¨²nte, poeta o artista del hambre, coincidi¨® conmigo. Y otras muchas en que estuvo a punto de suceder lo que yo tanto deseaba, los poetas de Espa?a me ganaron por la mano y entraron antes que yo en el gran caf¨¦ de Gij¨®n.
Menciono ese local en el bar de la calle de Echegaray y, abrumado por el contraste, pido perd¨®n por equiparar a Dios con un gitano. Pero hubo quien llev¨® a Cristo al caf¨¦ de Fornos -as¨ª titul¨® su art¨ªculo en El Imparcial- y la Iglesia ni rechist¨®. S¨®lo con reverencia, pues, evoco aquella gruta literaria del paseo de Recoletos. Y me coloco junto al tel¨¦fono de fichas ubicado en una esquina de la barra colmada de gente de la far¨¢ndula, que trabaja en el cercano teatro Mar¨ªa Guerrero o el m¨¢s distante Infanta Isabel -viven todav¨ªa Isabel Garc¨¦s y Jos¨¦ Luis Alonso- y se deja ver en esta pasarela. Con envidia recuerdo a un gal¨¢n, eterno hechizo de las f¨¦minas, acodado en el mostrador, el pitillo entre los dedos y con el limpiabotas a su servicio.
Pero yo, como soy poetilla, que dicen en Cultura Hisp¨¢nica, proyecto mis ojos m¨¢s all¨¢ de esta gloria de Tal¨ªa, y con humildad sobrepaso la tertulia de los pintores de la Escuela de Madrid y me dirijo, entre las nubes de tabaco que fomentan embrujos y dem¨¢s equivocaciones de la realidad, hacia las mesas del fondo del caf¨¦. Y, en concreto, me detengo en la reuni¨®n de ilustres glorias del Parnaso y de alguna musa que es modelo de pintores y pega la hebra con ese poeta que est¨¢ tan loco por sus hechuras que es capaz de escribir, en horas veinticuatro o quiz¨¢ menos, un soneto a sus ancas de rana.
Requerido a partes iguales por la dama y por su juventud creadora, ese poeta se levanta de la silla, inclina la cabeza ante el presidente de aquel c¨®nclave -marm¨®reo cipr¨¦s de sombra y sue?o- y se despide de colegas y contertulios. Pellizca el aire con los dedos, acude el camarero a cobrarle el caf¨¦. Abona el poeta el importe y sobre su mano extendida se depositan las monedas de la vuelta. Pero una peseta aturdida, brinca, resbala y cae.
Mas no besa el suelo, sino que se posa sobre el zapato del poeta. "?Qu¨¦ hacer?", pregunta Jean-Paul Sartre en el caf¨¦ de Flore. Y desde mi rinc¨®n del Gij¨®n le contesto: "Poes¨ªa cada d¨ªa", cuando veo que el poeta levanta el zapato de la moneda a media altura, y durante una eternidad queda as¨ª, como la grulla, hasta que al fin el camarero comprende, alarga la mano y recoge del pie del cliente la propina. "?No os cautiva el l¨ªrico gesto?", pregunto a la pe?a del bar de la calle de Echegaray. Pero ya todos se han cansado de escucharme.
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