Casa maldita
Mi antigua casa estaba maldita. Creo que todo se deb¨ªa a que mi escalera se construy¨® mal orientada, y al salir del ascensor uno se topaba de bruces con el vecino. El topetazo creaba una sensaci¨®n de emboscada que no favorec¨ªa las relaciones humanas, y la inc¨®moda arquitectura interior del portal se revelaba como la ¨²nica raz¨®n aparente de que medio vecindario no comulgase con el otro medio. Los viajes en el ascensor constitu¨ªan una aut¨¦ntica prueba de fuego para los m¨¢s veteranos, e incluso se llegaron a ver desaf¨ªos -no declarados- de fabricaci¨®n de muecas, de resistencia sin respirar, y de aguante al pesta?eo, dejando aparte las torturantes charlas de ocho pisos sobre el tiempo, tema que se discut¨ªa s¨®lo para fastidiar, y que rayaba en los l¨ªmites de la oligofrenia.
En algunos casos, alg¨²n comunitario se aprovechaba de los viajes en solitario para aliviar una flatulencia y dejar el ascensor ambientado al perfume de metano para el pr¨®ximo vecino. Como es l¨®gico, muchos prefer¨ªan bajar por las escaleras para poder escapar de alguna forma al mal trago que supon¨ªa introducirse en una caja-trampa a la que sin duda no acudir¨ªan si tuviesen moral de deportistas.
Algunos vecinos sensatos, por su parte, hab¨ªan decidido salir lo menos posible para no tropezarse por sorpresa con los de otros pisos. Cuando era inevitable, se las arreglaban para comprobar que no hab¨ªa moros en la costa y, al igual que har¨ªa un sigiloso comando especial, se deslizaban a la calle. Si se les sorprend¨ªa, no se les deb¨ªa exigir el saludo: un espeso silencio, cuando no un gru?ido ininteligible, era suficiente para indicar que nos hab¨ªan reconocido. A ellos debiera agradec¨¦rseles, no obstante, la omisi¨®n de toda clase de comentarios sobrantes, porque exist¨ªa otro tipo de vecino que, por el contrario, se empe?aba en hablar sobre el ¨²ltimo partido de f¨²tbol, sin importarle que le gustase o no ese deporte a su v¨ªctima.
Por poco tiempo, una reci¨¦n llegada pareci¨® trastocarlo todo. Se trataba de una joven ecuatoriana, empleada del hogar. Como en su pa¨ªs acostumbraba a sentarse en el porche para ver a la gente pasar, en el portal de aquella calle bilba¨ªna hac¨ªa lo propio. Se sentaba junto al portero, que olvidaba su papel de ce?udo guardi¨¢n y le ced¨ªa la silla, encantado de tener alguien con quien conversar. Ella le contaba cosas de su tierra con un dulce acento del hemisferio sur, mientras los vecinos entraban y sal¨ªan desabridamente, sin apenas mirarla, pero pregunt¨¢ndose amostazados qu¨¦ era esa nueva moda de sentarse en el portal a charlar. Durante poco m¨¢s de un mes, aquella mujer de tez oscura se pas¨® sus ratos libres cosiendo en el portal, como si de un patio o una corrala se tratase, mirando melanc¨®licamente hacia la calle, explic¨¢ndole al portero ex¨®ticas recetas de cocina, o, simplemente, viendo llover.
Las cr¨®nicas de la comunidad no cuentan cu¨¢ndo venci¨® su visado, pero s¨ª mencionan que, tras su marcha, la casa maldita de aquel barrio bilba¨ªno volvi¨® a su rutina de anta?o, como si nada hubiera pasado.
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