La hipoteca
Al despertar aquella ma?ana de octubre, tras un sue?o intranquilo, Domingo pidi¨® hora para el m¨¦dico de cabecera en el ambulatorio de la calle de Finisterre. Hab¨ªa pasado mala noche, se fatigaba. Para justificar su ausencia en la oficina, adujo un catarro. No se atrev¨ªa a llamarlo gripe, aunque los s¨ªntomas coincid¨ªan: neuralgia, decaimiento, pinchazos en las articulaciones. Mas, cuando consult¨® el term¨®metro, no ten¨ªa fiebre.
Domingo viv¨ªa con sus padres en el barrio del Pilar, en un piso min¨²sculo de la plaza de Mond¨¢riz que compraron sus abuelos con la venta de unas tierras en el pueblo. Ahora sus padres hab¨ªan ido all¨ª a las fiestas de la vendimia y Domingo no quiso inquietarles con esta bobada de su salud. Por lo mismo, cuando Pili le telefone¨®, extra?ada de no encontrarlo en la oficina, tampoco le habl¨® de su malestar. Como hab¨ªan iniciado los tr¨¢mites para adquirir una vivienda m¨¢s all¨¢ de la barriada de las Penurias, pero con vistas a la sierra, le explic¨® que pensaba invertir la ma?ana en gestionar el pr¨¦stamo que solicitaron en el banco.
"Lo que usted tiene son nervios", le tranquiliz¨® el director de la sucursal bancaria, cargado de experiencia. Domingo deb¨ªa firmar diez hojas de letra menuda, vigilado por unos quince impacientes que ansiaban sucederle en la formalizaci¨®n del requisito. Fuera del establecimiento, la fila de suplicantes de cr¨¦ditos blandos o duros doblaba la esquina y el Samur socorr¨ªa hemiplejias y partos, porque muchos de los que guardaban cola contra¨ªan traumas, par¨¢lisis o embarazos mientras acarreaban papeles. Domingo se felicit¨® de haber conseguido tan joven este objetivo. El pr¨¦stamo abarcaba treinta a?os, una distancia aceptable para el baremo de esperanza de vida. Hizo este c¨¢lculo, y se le acentu¨® su debilidad. "Pruebe yogur con miel", le aconsej¨® el director, "renueva la flora".
"Nada de yogur", le signific¨® el m¨¦dico del ambulatorio, pero coincidi¨® con el director del banco en inculpar de su dolencia al aparato nervioso. Le remiti¨® al especialista en tics, y aunque ¨¦ste no pod¨ªa atenderle antes de un cuarto de siglo, Domingo se congratul¨® de pertenecer a una lista de espera. Le parec¨ªa tan distinguido como poblar de cr¨ªos los metros cuadrados de su superficie habitable. En la barriada donde Pili y ¨¦l aspiraban a codearse con la cr¨¨me de la burbuja bruja, estaba mal visto tener menos de cien hijos por matrimonio. Junto a una casquer¨ªa de la calle de Melchor Fern¨¢ndez Almagro, Domingo imagin¨® a su esposa pariendo ni?os como si fueran hebras de carne picada. Not¨® entonces un sarpullido en los brazos que pronto se transform¨® en brezo denso, ¨²til para aislar piscinas de la mirada curiosa. No se hab¨ªa dado cuenta hasta ahora de que todos los que firmaban un pr¨¦stamo vivienda, como ¨¦l, luc¨ªan brotes similares que indicaban su grado de compromiso con los pagos. En su oficina, por ejemplo, Pedro s¨®lo ten¨ªa un perchero donde la nariz, pero Juanma dispon¨ªa de una ba?era alrededor del vientre y Dolores, de una cocina completamente amueblada en la espalda. Rosario, siempre descocada, mostraba una cama en cada pecho y, en el canalillo, una c¨®moda.
Con el tiempo, Domingo se acostumbr¨® a ir desnudo de cintura para arriba y no por tomar el sol, sino para lucir la condecoraci¨®n de un sal¨®n con chimenea. Pili le exhort¨® a que no se depilase para utilizar el vello de alfombra. Ya Domingo hab¨ªa convertido su frente en una puerta blindada y era su rostro el pasillo que conduc¨ªa al cuarto de estar. Los dormitorios y la terraza con jardineras se repart¨ªan h¨¢bilmente por sus piernas y un tejado de pizarra le cubr¨ªa lo que se supone. Faltaba por amortizar el retrete y aquel s¨¢bado empez¨® a sentir el des¨¢nimo de cuando diagnostic¨® como constipado lo que era asunci¨®n de responsabilidades. Esa se?al le avisaba de que no tardar¨ªa en asumir el estigma. Hab¨ªan comprado patatas fritas y cervezas en la Vaguada para seguir el partido de f¨²tbol en la televisi¨®n de casa de los padres, que ya reposaban en el cementerio de Fuencarral. Cuando el portero rival detuvo el primer disparo de su equipo, Domingo vio un bid¨¦ en los ojos de Pili y le gust¨® que compartieran incluso las preocupaciones dom¨¦sticas. Pero no sinti¨® el retrete en sus entra?as hasta que metieron el primer gol. Entonces, definitivamente hipotecado al piso de sus sue?os, Domingo se dirigi¨® a la ventana y liber¨® su cuerpo de la vida.
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