El dolor de los dem¨¢s en im¨¢genes
Captar una muerte cuando en efecto est¨¢ ocurriendo y embalsamarla para siempre es algo que s¨®lo pueden hacer las c¨¢maras, y las im¨¢genes, obra de fot¨®grafos en el campo, del momento de la muerte (o justo antes) est¨¢n entre las fotograf¨ªas de guerra m¨¢s celebradas y a menudo m¨¢s publicadas. No cabe duda alguna sobre la autenticidad de lo mostrado en la foto que en febrero de 1968 Eddie Adams hizo del jefe de la polic¨ªa nacional de Vietnam del Sur, general brigadier Nguyen Ngoc Loan, que dispara a un sospechoso del Vietcong en una calle de Saig¨®n. Sin embargo, fue montada por el general Loan, el cual hab¨ªa conducido al prisionero afuera, a la calle, con las manos atadas a la espalda, donde estaban reunidos los periodistas; el general no habr¨ªa llevado a cabo la sumaria ejecuci¨®n all¨ª si no hubiesen estado a su disposici¨®n para atestiguarla. Situado junto a su prisionero a fin de que su perfil y el rostro de la v¨ªctima fueran visibles a las c¨¢maras situadas detr¨¢s de ¨¦l, Loan apunt¨® a quemarropa. La foto de Adams muestra el instante en que se ha disparado la bala; el muerto, con una mueca, no ha empezado a caer. Para el espectador, para esta espectadora, incluso muchos a?os despu¨¦s de realizada la foto..., vaya, se pueden mirar estos rostros mucho tiempo y no llegar a agotar el misterio, y la indecencia, de semejante mirada compartida.
La foto que en febrero de 1968 hizo Adams del jefe de la polic¨ªa survietnamita, general Nguyen Ngoc Loan, que dispara a un sospechoso del Vietcong en una calle de Saig¨®n, fue montada por el propio Loan para los periodistas
El v¨ªdeo de la ejecuci¨®n de Daniel Pearl, secuestrado en Pakist¨¢n en 2002, colgado en Internet por un semanario, enfrent¨® el derecho de ¨¦ste a informar con los derechos de la viuda
Cuanto m¨¢s remoto el lugar, tanto m¨¢s estamos expuestos a ver frontalmente a los muertos y moribundos. El ?frica poscolonial est¨¢ presente en la conciencia p¨²blica del mundo rico
M¨¢s perturbadora resulta la ocasi¨®n de ver a personas ya enteradas de que se les ha condenado a muerte: el alijo de 6.000 fotograf¨ªas realizadas entre 1975 y 1979 en una prisi¨®n clandestina situada en el antiguo instituto de Tuol Sleng, un barrio a las afueras de Phnom Penh, la casa de la muerte de m¨¢s de 14.000 camboyanos acusados de ser "intelectuales" o "contrarrevolucionarios"; la documentaci¨®n de aquella atrocidad es cortes¨ªa de los archiveros de los jemeres rojos, los cuales sentaron a cada persona para retratarla justo antes de su ejecuci¨®n. Una selecci¨®n de estas fotos en un libro titulado The killing fields
(Los campos de la matanza) [Los gritos del
silencio, en el cine] hace posible devolver la mirada, decenios despu¨¦s, a los rostros que fijan los ojos en la c¨¢mara, y, por tanto, en nosotros. El soldado republicano espa?ol acaba de morir si hemos de creer lo que se afirma de esa foto, la cual Robert Capa hizo a alguna distancia del sujeto: no vemos sino una figura granulosa, una cabeza y un cuerpo, una energ¨ªa, desvi¨¢ndose repentinamente de la c¨¢mara mientras se desploma. Estos hombres y mujeres camboyanos de todas las edades, entre ellos muchos ni?os, retratados a uno o dos metros de distancia, por lo general de medio cuerpo, se encuentran como en Marsias
desollado, de Tiziano, en el que el cuchillo de Apolo est¨¢ a punto de caer eternamente, siempre mirando la muerte, siempre a punto de ser asesinados, vejados para siempre. Y el espectador se encuentra en la misma posici¨®n que el lacayo tras la c¨¢mara; la vivencia es nauseabunda. Se sabe el nombre del fot¨®grafo de la prisi¨®n de Nhem Ein y se puede citar. Los que retrat¨®, de rostro aturdido y torso demacrado, con la etiqueta num¨¦rica prendida a la parte superior de la camisa, siguen siendo un conjunto: v¨ªctimas an¨®nimas.
Y aunque se los nombrara, es improbable que nosotros los conoci¨¦ramos. Cuando Woolf advierte que en una de las fotograf¨ªas enviadas se muestra el cad¨¢ver de un hombre o una mujer tan mutilado, el cual bien habr¨ªa podido ser el de un cerdo muerto, su punto de vista es que la dimensi¨®n homicida de la guerra destruye lo que identifica a la gente como individuos, incluso como seres humanos. As¨ª, desde luego, se ve la guerra cuando se mira a distancia: como imagen.
V¨ªctimas, parientes afligidos, consumidores de noticias: todos guardan su propia distancia o proximidad ante la guerra. Sus representaciones m¨¢s patentes, y de los cuerpos heridos en un desastre, son de quienes parecen m¨¢s extranjeros, y por ello es menos probable que sean conocidos. Se espera que el fot¨®grafo sea m¨¢s discreto con las personas mostradas m¨¢s de cerca.
Cuando en octubre de 1862, un mes despu¨¦s de la batalla de Antietam [17 de septiembre, en el Estado de Maryland] , las fotograf¨ªas de Gardner y O'Sullivan se exhibieron en la galer¨ªa de Brady en Manhattan, se coment¨® en The New York Times: "A los vivos que atestan Broadway quiz¨¢ les importen poco los Muertos en Antietam, pero suponemos que se dar¨ªan menos imprudentes empellones por la gran v¨ªa p¨²blica, pasear¨ªan menos a sus anchas si yacieran unos cuantos cuerpos chorreantes, frescos del campo, a lo largo de las aceras. Se alzar¨ªan muchas faldas y se andar¨ªa con mucho tiento...".
Conviniendo en la perenne acusaci¨®n seg¨²n la cual los eximidos de la guerra son cruelmente indiferentes a los sufrimientos ajenos a su ¨¢mbito, no hizo que el reportero fuera menos ambivalente respecto de la urgencia de esa fotograf¨ªa. "Los muertos del campo de batalla casi nunca llegan a nosotros, ni en sue?os. Vemos la lista en el peri¨®dico matutino durante el desayuno, pero descartamos el recuerdo con el caf¨¦. Sin embargo, Brady ha hecho algo para hacernos comprender la terrible realidad y gravedad de la guerra. Si bien no ha tra¨ªdo cuerpos y los ha depositado en nuestros portales y a lo largo de las calles, ha hecho algo muy parecido... Estas im¨¢genes destacan de un modo terrible. Con ayuda de la lente de aumento, incluso los rasgos mismos de los ca¨ªdos pueden distinguirse. Apenas optar¨ªamos por estar en la galer¨ªa de arte si alguna mujer inclinada sobre ellas pudiera reconocer a un marido, un hijo o un hermano en las quietas hileras ex¨¢nimes de los cuerpos que yacen dispuestos para las fosas abismales".
La admiraci¨®n se mezcla con la desaprobaci¨®n de las fotos por el dolor que puedan causar a los parientes femeninos de los muertos. La c¨¢mara aproxima al espectador, demasiado; auxiliado por una lente de aumento, pues ¨¦sta es una historia con dos lentes, las fotos que "destacan de un modo terrible" dan una informaci¨®n innecesaria e indecente. Con todo, el reportero del Times no puede resistirse al melodrama que suministran las palabras mismas (los "cuerpos chorreantes" listos para las "fosas abismales"), mientras censura el intolerable realismo de la imagen.
Nuevas exigencias se presentan a la realidad en la era de las c¨¢maras. La realidad tal cual quiz¨¢ no sea lo bastante temible, y, por tanto, hace falta intensificarla, o reconstruirla de un modo m¨¢s convincente. As¨ª, la primera pel¨ªcula de actualidades rodada en una batalla de un incidente en Cuba muy difundido durante la guerra entre Espa?a y Estados Unidos de 1898, llamado la Batalla de San Juan, muestra, en efecto, una carga que escenificaron poco tiempo despu¨¦s el coronel Theodore Roosevelt y su unidad de voluntarios de caballer¨ªa, los Rough Riders, para los operadores de la Vitagraph, pues la carga efectiva colina arriba, despu¨¦s de rodada, se hab¨ªa considerado insuficientemente dram¨¢tica. O las im¨¢genes pueden ser demasiado terribles y necesitan ser suprimidas en nombre del decoro o el patriotismo: como las que muestran, sin la conveniente ocultaci¨®n parcial, a nuestros muertos. Exhibir a los muertos es lo que, al fin y al cabo, hace el enemigo. En la guerra de los B¨®ers (1899-1902), despu¨¦s de su victoria en Spion Kop en enero de 1900, ¨¦stos supusieron que exaltar¨ªan el ¨¢nimo de sus tropas si hac¨ªan circular una foto horrorosa de soldados brit¨¢nicos muertos. Realizada por un desconocido fot¨®grafo b¨®er 10 d¨ªas despu¨¦s de la derrota brit¨¢nica, la cual hab¨ªa costado la vida a 1.300 soldados, muestra una mirada intrusa a lo largo de una trinchera poco profunda repleta de cad¨¢veres insepultos. Lo que resulta sobre todo agresivo de esta imagen es la ausencia de paisaje. El revoltijo de cuerpos de la trinchera se pierde al fondo y llena todo el espacio de la foto. Al conocerse la m¨¢s reciente atrocidad b¨®er, la indignaci¨®n brit¨¢nica qued¨® expresada de un modo vivo, aunque r¨ªgido: haber hecho p¨²blicas semejantes fotograf¨ªas, se declaraba en Amateur Photographer, "no cumple prop¨®sito ¨²til alguno y s¨®lo cautiva el lado m¨®rbido de la naturaleza humana".
Censura inconstante
Siempre hab¨ªa habido censura, pero durante mucho tiempo fue inconstante, al capricho de los generales y jefes de Estado. La primera vez que se proscribi¨® de modo organizado la fotograf¨ªa period¨ªstica en el frente fue en la Primera Guerra Mundial; tanto los altos mandos alemanes como franceses s¨®lo permitieron unos cuantos fot¨®grafos militares seleccionados cerca del combate (el Estado Mayor General brit¨¢nico fue menos inflexible al censurar a la prensa). E hicieron falta otros 50 a?os, y el relajamiento de la censura con la primera guerra cubierta por televisi¨®n, para comprender el efecto que las fotograf¨ªas espantosas pod¨ªan ejercer en el p¨²blico nacional. Durante la ¨¦poca de Vietnam, la fotograf¨ªa b¨¦lica se convirti¨®, por norma, en una cr¨ªtica de la guerra. Esto habr¨ªa de acarrear consecuencias: a los principales medios no les interesa hacer que la gente sienta bascas ante las luchas por las que ha sido movilizada, y mucho menos difundir propaganda contra la continuaci¨®n de la guerra.
Desde entonces, la censura, la especie m¨¢s extendida, la autocensura, as¨ª como la impuesta por los militares, ha contado con un amplio e influyente conjunto de defensores. Al comienzo de la campa?a brit¨¢nica en las Malvinas, en abril de 1982, el Gobierno de Margaret Thatcher s¨®lo concedi¨® el acceso a dos fotoperiodista; entre los rechazados se encontraba Don McCullin, un maestro de la fotograf¨ªa belica, y s¨®lo tres lotes de pel¨ªcula llegaron a Londres antes de que se reconquistaran las islas en mayo. No se permiti¨® la transmisi¨®n en directo por televisi¨®n. No se hab¨ªan presentado semejantes restricciones a los reportajes de una operaci¨®n militar brit¨¢nica desde la guerra de Crimea. Result¨® m¨¢s dif¨ªcil para las autoridades estadounidenses reproducir controles como los de Thatcher a los reportajes de sus propias aventuras extranjeras. Lo que promovieron los oficiales estadounidenses durante la guerra del Golfo, en 1991, fueron las im¨¢genes de la tecnoguerra: encima de los moribundos, el cielo cubierto de rastros luminosos de los misiles y las bombas, im¨¢genes que ilustraban la absoluta superioridad militar estadounidense sobre su enemigo. No se permiti¨® a los espectadores de la televisi¨®n de Estados Unidos ver las secuencias adquiridas por la NBC (las cuales le neg¨® a retransmitir despu¨¦s la ccadena) de lo que pod¨ªa infligir aquella superioridad: el destino de miles de reclutas iraqu¨ªes que, habiendo huido de la ciudad de Kuwait al final de la guerra, el 27 de febrero, fueron arrasados con explosivos, napalm, proyectiles radiactivos (con uranio empobrecido) y bombas de fragmentaci¨®n mientras se dirig¨ªan al norte, en convoyes y a pie, camino de Basora, en Irak: una matanza que un oficial estadounidense calific¨® notoriamente como "tiro al pich¨®n". Y la mayor¨ªa de las operaciones estadounidenses en Afganist¨¢n a finales de 2001 estuvieron fuera del alcance de los fot¨®grafos de noticias.
Precisi¨®n ¨®ptica
Las condiciones que permiten el uso de c¨¢maras en el frente con prop¨®sitos ajenos a los militares se han vuelto mucho m¨¢s estrictas a medida que la guerra se ha convertido en una actividad proseguida con aparatos de creciente precisi¨®n ¨®ptica para rastrear al enemigo. No hay guerra sin fotograf¨ªa, observ¨® aquel notable esteta de la guerra, Ernst J¨¹nger, en 1930, con lo cual refin¨® la irreprimible identidad de la c¨¢mara y el fusil: disparar la c¨¢mara y dispararle a un ser humano. Hacer la guerra y hacer fotos son actividades congruentes: "Es id¨¦ntica inteligencia, cuyas armas de aniquilamiento pueden localizar al enemigo en el segundo y el metro precisos", escribi¨® J¨¹nger, "la que se esfuerza en conservar el gran acontecimiento hist¨®rico con todo detalle".
La modalidad predilecta estadounidense para entablar la guerra en la actualidad ha ampliado este modelo. La televisi¨®n, cuyo acceso al escenario est¨¢ acotado por las restricciones del Gobierno y la autocensura, presenta la guerra como im¨¢genes. Las hostilidades mismas se libran tanto como sea posible a distancia, por medio del bombardeo, cuyos objetivos pueden elegirse sobre la base de una tecnolog¨ªa de informaci¨®n y visualizaci¨®n que se transmite al instante desde otros continentes: las operaciones diarias de bombardeo en Afganist¨¢n, a finales de 2001 y principios de 2002, fueron dirigidas directamente desde el Comando Central de Estados Unidos en Tampa (Florida). El objetivo es causar una cantidad de bajas que castigue lo suficiente al bando contrario mientras se reducen al m¨ªnimo las oportunidades de que el enemigo inflinja baja alguna; los soldados estadounidenses y aliados que mueren en veh¨ªculos accidentados o a causa del fuego amigo (seg¨²n se?ala el eufemismo) cuentan y no cuentan a la vez.
En la era de la guerra teledirigida contra los incontables enemigos del poder estadounidense, las pol¨ªticas sobre lo que el p¨²blico ha de ver y no ver todav¨ªa se est¨¢n determinando. Los productores de noticiarios televisados y los directores gr¨¢ficos de peri¨®dicos y revistas toman todos los d¨ªas decisiones que fortalecen el vacilante consenso sobre los l¨ªmites de lo que debe saber el p¨²blico. A menudo sus decisiones adoptan la forma de juicios sobre el buen gusto: un criterio siempre represivo cuando lo invocan las instituciones. No exceder los l¨ªmites del buen gusto fue la raz¨®n fundamental que se esgrimi¨® para no mostrar ninguna de las horrendas fotos de los muertos hechas en el solar del World Trade Center durante las secuelas inmediatas a los atentados del 11 de septiembre de 2001. (La prensa sensacionalista es, en general, m¨¢s atrevida que los peri¨®dicos a la hora de imprimir im¨¢genes horripilantes: la foto de una mano mutilada que estaba entre los escombros del World Trade Center se public¨® en una edici¨®n vespertina del Daily News de Nueva York poco despu¨¦s de los atentados; no parece haber aparecido en ning¨²n otro peri¨®dico). Y los noticiarios de televisi¨®n, con un p¨²blico mucho m¨¢s amplio, y por ello con mayor grado de reacci¨®n a las presiones de los anunciantes, operan con restricciones a¨²n m¨¢s severas, vigiladas en buena medida por ellos mismos, sobre lo que es apropiado retransmitir. Esta ins¨®lita insistencia acerca del buen gusto en una cultura saturada de incentivos comerciales que reducen los criterios del gusto, acaso sea desconcertante. Pero tiene sentido si se entiende como la ocultaci¨®n de un conjunto de preocupaciones y ansiedades sobre el orden y el ¨¢nimo p¨²blicos que no es posible nombrar, as¨ª como una indicaci¨®n de la incapacidad, por lo dem¨¢s, para formular o defender las convenciones tradicionales acerca de c¨®mo llorar la muerte. Lo que puede mostrarse, lo que no deber¨ªa mostrarse: pocos asuntos levantan tanto clamor p¨²blico.
El otro argumento que a menudo sirve para suprimir las im¨¢genes menciona los derechos de los parientes. Cuando un semanario en Boston fij¨® brevemente en Internet un v¨ªdeo propagand¨ªstico realizado en Pakist¨¢n que mostraba la confesi¨®n (de que era jud¨ªo) y subsiguiente ejecuci¨®n ritual a principios de 2002 de Daniel Pearl, el periodista estadounidense secuestrado en Karachi, tuvo lugar un vehemente debate en el cual el derecho de la viuda de Pearl a ahorrarse m¨¢s penas se opuso al derecho del semanario a publicar o fijar lo que estimara conveniente y al derecho del p¨²blico a ver. El v¨ªdeo fue pronto retirado de la Red. Se?aladamente, los dos lados tuvieron por una mera snuff movie los tres minutos y medio de horror. Nadie habr¨ªa podido descubrir a partir del debate que el v¨ªdeo ten¨ªa una secuencia adicional, un montaje de acusaciones consabidas (por ejemplo, im¨¢genes de Ariel Sharon sentado con George W. Bush en la Casa Blanca, ni?os palestinos asesinados en ataques israel¨ªes), que era una diatriba pol¨ªtica y que conclu¨ªa con amenazas calamitosas y una lista de exigencias concretas; todo lo cual podr¨ªa llevar a suponer que merec¨ªa la pena soportarlo (si acaso era posible tolerarlo entero) para enfrentarse mejor a la singular crueldad e intransigencia de las fuerzas que asesinaron a Pearl. Es m¨¢s f¨¢cil creer que el enemigo es un mero salvaje que mata y luego sostiene en vilo la cabeza de su presa para que todos la veamos.
Con nuestros muertos siempre ha habido una vigorosa interdicci¨®n que proh¨ªbe la presentaci¨®n del rostro descubierto. Las fotograf¨ªas de Gardner y O'Sullivan a¨²n conmocionan porque los soldados unionistas y confederados yacen sobre el dorso, y los rostros de algunos se ven con claridad. Los soldados estadounidenses ca¨ªdos en el campo de batalla no se volvieron a exhibir en una publicaci¨®n de importancia durante muchas guerras; en efecto, hasta que la fotograf¨ªa realizada por George Strock de tres soldados muertos en la playa durante el desembarco en Nueva Guinea -los censores militares la retuvieron, en un principio- rompi¨® todos los tab¨²es cuando se public¨® en Life en septiembre de 1943. (Aunque la descripci¨®n de "Soldados rasos muertos en la playa de Buna" siempre es la de tres soldados tendidos boca abajo en la arena h¨²meda, uno de ellos est¨¢ sobre el dorso, pero el ¨¢ngulo desde el que se hizo la fotograf¨ªa oculta la cabeza). Ya antes de que se efectuara el desembarco en Francia el 6 de junio de 1944 se hab¨ªan difundido en algunas revistas las fotograf¨ªas de las an¨®nimas bajas estadounidenses, siempre postradas, cubiertas o con la cara vuelta al otro lado. Una dignidad que no se estima necesario conceder a los dem¨¢s.
?frica poscolonial
Cuanto m¨¢s remoto o ex¨®tico el lugar, tanto m¨¢s estamos expuestos a ver frontal y plenamente a los muertos y moribundos. As¨ª, el ?frica poscolonial est¨¢ presente en la conciencia p¨²blica general del mundo rico, adem¨¢s de su m¨²sica cachonda, sobre todo, como una sucesi¨®n de inolvidables fotograf¨ªas de v¨ªctimas de ojos grandes: desde las figuras hambrientas en los campos de Biafra a finales de los sesenta, hasta los sobrevivientes del genocidio de casi un mill¨®n de tutsis; ruandeses, en 1994, y, unos a?os despu¨¦s, los ni?os y adultos con las extremidades cercenadas durante el programa de terror masivo conducido por las RUF, las fuerzas rebeldes de Sierra Leona. (Las m¨¢s recientes son las fotograf¨ªas de familias enteras de aldeanos indigentes que mueren de sida). Estas escenas portan un doble mensaje. Muestran un sufrimiento injusto, que mueve a la indignaci¨®n y que deber¨ªa ser remediado. Confirman que cosas como ¨¦sas ocurren en aquel lugar. La ubicuidad de aquellas fotograf¨ªas, y de aquellos horrores, no puede sino dar p¨¢bulo a la creencia de que la tragedia es inevitable en las regiones ignorantes o atrasadas del mundo; es decir, pobres.
Crueldades e infortunios comparables sol¨ªan suceder en Europa tambi¨¦n; crueldades que rebasan en dimensi¨®n y crudeza todo lo que se nos pueda mostrar hoy d¨ªa de las regiones pobres del, mundo sucedieron en Europa hace s¨®lo 60 a?os. Pero el horror parece haber desocupado Europa, desocupado por tiempo suficiente como para que el pac¨ªfico estado de cosas actual parezca inevitable. (Que hubiera podido haber campos de exterminio, una ciudad sitiada, y miles de civiles masacrados y arrojados a fosas comunes en suelo europeo 50 a?os despu¨¦s del final de la Segunda Guerra Mundial le confiri¨® a la guerra en Bosnia y a la campa?a serbia de asesinatos en Kosovo un inter¨¦s singular y anacr¨®nico. Pero uno de los principales modos de entender los cr¨ªmenes de guerra cometidos en el sureste de Europa en los a?os noventa ha sido afirmar que los Balcanes, a pesar de todo, nunca fueron en realidad parte de Europa). Por lo general, los cuerpos gravemente heridos mostrados en las fotograf¨ªas publicadas son de Asia y ?frica. Esta costumbre period¨ªstica hereda la antigua pr¨¢ctica secular de exhibir seres humanos ex¨®ticos; es decir, colonizados: africanos y habitantes de remotos pa¨ªses asi¨¢ticos eran presentados como animales de zool¨®gico en exposiciones etnol¨®gicas organizadas en Londres, Par¨ªs y otras capitales europeas desde el siglo XVI hasta comienzos del XX.
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