Melod¨ªas de Manhattan
A veces, escribir puede ser como cantar. Est¨¢ muy bien lo de componer nuevas canciones y todo eso; pero si uno tiene o¨ªdo e instinto musical, si tiene una voz bonita y educada, si sabe frasear con un estilo propio, lo mismo da qui¨¦n haya compuesto la canci¨®n, ni cu¨¢ndo. Ser¨¢ de quien la canta, o al menos lo ser¨¢ mientras la canta. Quien lea El hombre que invent¨®
Manhattan, la ¨²ltima novela de Ray Loriga, sentir¨¢ enseguida que conoce la melod¨ªa que el libro entona. Podr¨¢ entretenerse un rato, al principio sobre todo, tratando de identificarla, tarea por lo dem¨¢s nada dif¨ªcil. Pero muy pronto se mecer¨¢ al ritmo de esa melod¨ªa, ya sin escudri?arla. Y al cabo se rendir¨¢ al encanto propio de la versi¨®n tan personal, y a ratos magistral, que de ella ofrece el autor.
EL HOMBRE QUE INVENT? MANHATTAN
Ray Loriga
El Aleph. Barcelona, 2004
192 p¨¢ginas. 19,95 euros
Ray Loriga ha escrito su novela americana. O m¨¢s exactamente: ha escrito su novela de Nueva York. Lo ha hecho como quien, de regreso de haber estado all¨ª (donde Ray Loriga ha pasado, de hecho, cinco a?os), publica su diario de viaje o expone los bocetos o las fotograf¨ªas que all¨ª tom¨®, y en los que impepinablemente comparecen la Quinta Avenida y el Empire State, el hotel Chelsea y el edificio Dakota, el Central Park y Harlem, el puente de Brooklyn, y las Torres Gemelas, y Times Square, y el Chrysler Building, y Chinatown y las alcantarillas humeantes. Ray Loriga ha escrito todo eso aceptando, desde un comienzo, que Nueva York, o mejor dicho Manhattan, tanto como una ciudad, o incluso m¨¢s que una ciudad, es un g¨¦nero literario (como es tambi¨¦n un g¨¦nero cinematogr¨¢fico). As¨ª que Ray Loriga ha escrito, en definitiva, una novela de g¨¦nero. Y en la misma medida en que se acepta eso, lo de que ha escrito una novela de g¨¦nero, conviene a?adir, muy convencidamente, que la ha bordado.
El hombre que invent¨® Manhattan es una novela coral, un consabido retablo de vidas cruzadas compuesto de m¨²ltiples vi?etas, m¨¢s de treinta, hilvanadas en torno al recuerdo de Charlie, el hombre encargado del mantenimiento del edificio de apartamentos en que vive el narrador. Un tipo -el narrador- que muy bien podr¨ªa ser el mismo Ray Loriga, de igual modo que Charlie, que termin¨® por suicidarse y que en realidad se llamaba Gerald Ulsrak y era rumano, muy bien podr¨ªa ser cualquiera de los emigrantes que con sus recuerdos, con sus fantas¨ªas, con sus ambiciones, con sus deseos, tambi¨¦n con sus tics y con sus man¨ªas, pueblan e "inventan" cada d¨ªa Manhattan y protagonizan buena parte de las historias aqu¨ª reunidas, acerca de las cuales, ceremoniosamente, advierte el narrador: "Todas las historias de este libro son parte del sue?o de Charlie, todas son inventadas, aunque muchas, la mayor¨ªa, son ciertas".
Lo de que sean ciertas o inventadas termina por importar tan poco como que lo de que sean originales o consabidas. El libro, se ha dicho ya, acierta a desmarcarse de esta discusi¨®n al asumirse, valga insistir en ello, como un libro de g¨¦nero. A partir de lo cual, lo que importa es que Loriga saca a relucir con este prop¨®sito sus mejores dotes como narrador -valdr¨ªa tambi¨¦n decir sus mejores "poses"-, manejando con autoridad y con iron¨ªa los hilos de sus criaturas, practicando estupendos pastiches de serie negra, urdiendo magn¨ªficos di¨¢logos (impagables conversaciones telef¨®nicas entre el vendedor de pianos Arnold Grumberg y su madre), rindiendo homenajes m¨¢s o menos expl¨ªcitos a alguno de sus gur¨²s (soberbia vi?eta dedicada a William Burroughs), acariciando con humor y con fino tacto los pliegues en que se agazapan el extra?amiento o la perplejidad, la tristeza o la pena.
"Hay un hombre ah¨ª afuera que soy yo", le dice Andreas Ringmayer III a su analista. Ringmayer es un inmigrante pr¨®spero y biencasado al que dos chicas coreanas tienen obsesionado. "Est¨¢n todos dentro, y la puerta cerrada, y yo estoy solo, en el jard¨ªn. O est¨¢n todos en el jard¨ªn y yo estoy encerrado dentro de casa. En cualquier caso, estoy fuera", a?ade. Y cuando la analista le pregunta ad¨®nde quiere llegar, Ringmayer le responde: "No lo s¨¦, y ni siquiera s¨¦ si importa. Te pones a buscar algo y de pronto se te olvida lo que est¨¢s buscando, y te encuentras abriendo y cerrando cajones por inercia. No s¨¦ si quiero seguir buscando".
Loriga tiene un talento especial para este tipo de pasajes, que aqu¨ª aparecen despojados de los ¨¦nfasis sentenciosos y preciosistas a los que anta?o ha sido tan propenso. Pero este desnudamiento ya fue iniciado en su novela anterior, la fallida Tr¨ªfero (2000), donde asomaban las espl¨¦ndidas dotes de humorista que imprimen la nota dominante al complejo acorde que resuena en este libro. Aromas de alta comedia se mezclan aqu¨ª con toques de Jarmusch o de Woody Allen. El trasfondo rockero, esa "cadena de hierro y az¨²car" que no dejaba de rechinar en los primeros libros de Loriga, se remansa en ¨¦ste con vientos jazz¨ªsticos, m¨¢s cl¨¢sicos pero tambi¨¦n m¨¢s sofisticados. Por otro lado, e inesperadamente, Loriga recobra aqu¨ª la frescura que constitu¨ªa el encanto principal de Lo peor de todo (1992), un encanto que de nuevo revive, aunque muy distintamente, en El hombre que invent¨®
Manhattan.
Han pasado m¨¢s de diez a?os y la escritura de Loriga, siempre escap¨¢ndose de los clich¨¦s con que se la intenta clasificar, aparece ahora mucho m¨¢s madura, m¨¢s desinhibida tambi¨¦n (en este libro se atreve a narrar con burlona omnisciencia el susto de una ardilla que se interna en Central Park), m¨¢s humilde, m¨¢s rica y m¨¢s vers¨¢til. Como tantos otros antes de ¨¦l, Ray Loriga ha entonado la melod¨ªa de Manhattan, la muy conocida melod¨ªa de Manhattan (como quien, nost¨¢lgico, o tan contento, se pone a canturrear, p¨®ngase por caso, New York, New
York), y le ha salido una versi¨®n brillante y conmovedora. A nadie le va a sorprender, pero a todos va a gustar.
Por lo dem¨¢s, despu¨¦s de interpretarla, Loriga hace un discreto saludo al p¨²blico que aplaude agradecido, se baja del escenario, se apagan las luces, y a otra cosa.
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